Creemos que los universitarios, por serlo, son lectores autónomos y adictos a los libros. Lo cierto es que se trata de un ideal más que de una realidad. Ésta es muy diferente, pero, para admitirla, fue necesario que algunos centros de educación superior se atrevieran a ventilar la verdad en lugar de ocultarla. Años antes, ya Gabriel Zaid había vaticinado, con su imbatible ironía, que si los universitarios fuesen realmente lectores los míseros tirajes de mil ejemplares de un libro no tardarían diez años en agotarse y habría un auge de lectura nunca visto.
La Red Internacional de Universidades Lectoras (RIUL), fundada en 2006 y que hoy está integrada por más de cuarenta centros de educación superior de España, Portugal, Rusia, Italia, Argentina, Brasil, México, Chile, Nicaragua, El Salvador y Venezuela, admitió, por vez primera, que las universidades necesitaban urgentemente, más allá de la “alfabetización académica” de rigor, la práctica continua y aun placentera de la lectura, ahí donde siempre se da como supuesto que leer es cosa que todos los universitarios practican con habilidad y no sólo por obligación, sino especialmente por la pasión del conocimiento y por el placer que depara la lectura misma, sea ésta informativa, estética, técnica o científica.
En los objetivos de la RIUL, ésta reconoce el grave problema de los universitarios no lectores, puesto que propone “potenciar el papel de la lectura y la escritura en la universidad, no sólo como herramientas de trabajo (la llamada ‘alfabetización académica’), sino como vehículo de promoción integral del universitario”, y “reivindicar la lectura y la escritura como competencias básicas y transversales”; de manera que leer y escribir sean dominios indiscutibles de los universitarios, formados no sólo como “buenos profesionales”, sino también como ciudadanos con una visión crítica e imaginativa: “que sepan dialogar y discrepar... y todo ello se aprende y se mejora leyendo y escribiendo en el amplio sentido de dichos conceptos”.1
Tres años después, el primero de los seis objetivos de la Carta de Passo Fundo (26 de octubre de 2009), documento emanado del Encuentro Internacional de Universidades Lectoras en la Universidad de Passo Fundo, Brasil, abrió las puertas a la verdad para reconocer que los centros de educación superior no han atendido convenientemente la imperiosa necesidad de la lectura como una habilidad indispensable en todo universitario: “En la enseñanza superior es imprescindible, para la formación integral de los estudiantes, el desarrollo de las competencias y habilidades de lectura y escritura”. ¿A quién le asombra que los estudiantes no sepan escribir con aptitud y destreza la correspondiente tesis de grado al concluir sus estudios de licenciatura, maestría o doctorado? No a la RIUL, por cierto, a la que tampoco le asombra que, para resolver tal dificultad, esos estudiantes lean, pero no siempre comprendan, Cómo se hace una tesis, el manual de Umberto Eco.
Los libros y las bibliotecas son inseparables de la educación, a tal grado que, refiriéndose no a la universidad, pero sí a la escuela, José Vasconcelos sentenció que la biblioteca complementa la escuela, pero también puede sustituirla y aun superarla
LOS LIBROS Y LAS BIBLIOTECAS son inseparables de la educación, a tal grado que, refiriéndose no a la universidad, pero sí a la escuela, José Vasconcelos, en México, sentenció que la biblioteca complementa la escuela, pero que también puede sustituirla y aun superarla. La explicación a tan concluyente aserto es bastante sencilla: ahí donde no hay escuela o ésta es deficiente, la lectura de buenos libros puede sustituirla y, por otra parte, una buena biblioteca siempre será superior a la escuela, para un lector imaginativo y sensible que no se conforma con una pedagogía de la repetición y la memorización sin sustancia en una escuela desastrosa.
Vasconcelos hace una oda a la lectura, en favor de la educación, cuyos beneficios pasan hoy por alto muchísimos profesionistas. Leer fortalece el aprendizaje, y ahí donde la escuela no es eficiente, habrá quien sea capaz de superar las limitaciones escolares gracias al recinto bibliotecario con la mejor lectura disponible. Por ello, no era realmente una broma lo que le dijo Vasconcelos al presidente Álvaro Obregón, hace hoy un siglo, en un México sin bibliotecas: “Lo que este país necesita es ponerse a leer la Ilíada”.2
Durante mucho tiempo hemos dado por hecho que se requieren programas de fomento a la lectura y a la escritura en las etapas previas a la universidad: la primaria y la secundaria preferentemente (que hoy componen el ciclo básico de la educación) y, en menor medida, la preparatoria. En consecuencia, no existen prácticamente estos programas en las universidades, porque se supone que quienes cursan los estudios profesionales dominan a la perfección la cultura escrita, lo mismo como receptores de textos (esto es, la lectura) que como productores de los mismos (es decir, la escritura). Pero este supuesto está muy lejos de ser verdad. De ahí la razón y la necesidad del nacimiento de la RIUL.
Desde 1990, Robert Darnton ya había estudiado estos problemas de la precariedad de lectura en los circuitos profesionales y en los centros universitarios cuando destacó que una tesis de grado pertenece a un género (precisamente, el de la tesis de grado) que se escribe por obligación y que, cumplido el requisito, nadie quiere leer ni menos publicar, entre otras cosas porque es ilegible y, por lo tanto, impublicable. Advirtió también que gran parte de los universitarios posee “una concepción mecanicista de la lectura en tanto codificación y decodificación de mensajes”. Para los estudiantes y para no pocos profesores, la lectura se torna herramienta mecánica, sin comprender, y muchas veces sin saber que desde principios de los tiempos modernos en Europa, “los lectores les dieron sentido a los libros; no sólo los descifraron. La lectura era una pasión mucho antes de la época romántica”.3 Por ello, para Darnton, leer limitados a un propósito, a una ideología, a una metodología, etcétera, es desperdiciar la oportunidad de enriquecerse emocional e intelectualmente con los libros, y concluye: “Ni la historia ni la literatura ni la economía ni la sociología ni la bibliografía pueden hacer justicia a todos los aspectos de la vida de un libro”.4
UNA UNIVERSIDAD NO LECTORA es una incongruencia educativa y cultural. La educación, pero no sólo ésta, sino, en general, la vida, está hecha de libros, y no hay maestros que no se hayan formado, mal o bien, en los libros. Alfonso Reyes lo dijo maravillosamente:
El libro y la cultura en cierta manera se confunden. Estamos hechos en la sustancia de los libros mucho más de lo que a primera vista parece. Aun los rasgos más espontáneos de nuestra conducta y aun nuestras más humildes palabras, en las comunidades civilizadas que ahora constituimos, tienen detrás, sepámoslo o no, una larga tradición literaria (es decir, de letras), que viene empu-jándonos y gobernándonos.5
De esta sustancia ancestral de los libros y la lectura están hechas por supuesto, desde su creación misma, las universidades. Por ello, para decirlo con una frase aforística, parafraseando a Montaigne, y que Reyes no hubiera desaprobado, una universidad sin lectores es como una taberna sin bebedores.
Una virtud caracteriza lo mismo la lectura que a la universidad: la libertad de pensamiento. Por ello, al referirnos a la cultura escrita en los centros de educación superior es importante decir algo de la propia universidad como concepto y como como invención extraordinaria de la sensibilidad y el intelecto humanos. Qué mejor que decirlo con las certidumbres del escritor mexicano y universitario Carlos Fuentes (graduado en Derecho y en Economía), publicadas hace exactamente dos décadas. En su carta de creencia referida a la institución universitaria, Fuentes escribió:
Creo en la universidad. La universidad une, no separa. [...] En ella se dan cita no sólo lo que ha sobrevivido, sino lo que está vivo o por nacer en la cultura. Pero para que la cultura viva, se requiere un espacio crítico donde se trate de entender al otro, no de derrotarlo —y mucho menos, de exterminarlo: universidad y totalitarismo son incompati-bles. Para que la cultura viva, son indispensables espacios universitarios en los que prive la reflexión, la investigación y la crítica, pues éstos son los valladares que debemos oponer a la intolerancia, al engaño y a la violencia. En la universidad, todos tenemos razón, pero nadie tiene razón a la fuerza y nadie tiene la fuerza de una razón única.6
Para el escritor mexicano, lo mejor de la universidad se construye con información, comunicación y conocimiento de quienes, como los maestros, nos enseñan simultáneamente a saber y a realizarnos. Pero es imposible que esto ocurra sin libros y sin lectores, pues “un libro nos enseña lo que le falta a la pura información” y “nos dice que nuestra vida es un repertorio de posibilidades que transforman el deseo en experiencia y la experiencia en destino”.7 En este sentido cabe decir que Carlos Fuentes abrevó lo mismo en José Vasconcelos que en Alfonso Reyes y, más allá de quienes contribuyeron a construir la historia cultural de México, en todos aquellos universitarios y escritores nacionales y universales que tenían por principio dual el gozo y la autoridad del libro.
La palabra universidad alude al universo; su etimología
latina es universitas: un todo, una totalidad. Por ello,
es tan abierta como el mundo, de ella salen santos y demonios
HEMOS MENCIONADO a Vasconcelos, constructor de instituciones y creador de bibliotecas y de la moderna universidad en México; también a Alfonso Reyes, el espíritu clásico por excelencia, a quien no se puede entender sin los libros. Pero al igual que ellos, hay otros hispano-americanos, como Domingo Faustino Sarmiento, en Argentina, quien en 1870 afirmó que
... el medio más poderoso para levantar el nivel intelectual de una nación, diseminando la ilustración en todas las clases sociales, es fomentar el hábito de la lectura hasta convertirlo en un rasgo distintivo del carácter o de las costumbres nacionales.8
Y en Sarmiento (autor de Facundo) abrevó Jorge Luis Borges, quizá el más grande escritor que ha dado Hispanoamérica al mundo, y también conservador y hacedor de bibliotecas y profesor universitario, quien afirmó que uno de los mayores inventos del ser humano es sin duda el libro: “una extensión secular de su imaginación y de su memoria [...] y la mejor memoria de nuestra especie”.9
Al pensar e imaginar el modelo de una universidad lectora en nuestros países se vuelve ineludible acudir al pensamiento y la sensibilidad de los grandes escritores hispanoamericanos que pasaron por las aulas universitarias, pero que no se conformaron con la cátedra de sus maestros, sino que añadieron muy especialmente la intensa y vocacional lectura de li-bros, con temas y materias más allá de los que prescribía su carrera: grandes escritores que estudiaron en la universidad más de una carrera y que se interesaron en múltiples materias que les dieron una mayor profundidad emocional y un más elevado conocimiento intelectual. Y esto es lo que consigue el binomio libro / universidad en ese todo ideal, en ese cosmos que es y debe ser la universidad lectora.
Como es bien sabido, la palabra universidad alude al universo; su etimología latina es universitas: un todo, una totalidad. Por ello, a lo expresado por Carlos Fuentes hay que agregar que la universidad es tan abierta como el mundo, que de ella salen los santos y los demonios (Loyola y Goebbels), los locos y los cuerdos, la izquierda y la derecha, los genero-sos y los resentidos, los sabios y los fanáticos, los escépticos y los necios, los opositores al poder y los serviles, los grandes hombres de ciencia y los políticos (incluidos los gobernantes, buenos o malos). Los que gracias a los libros elevan su espíritu y lo dirigen al bien social y propio, pero también los que, pese a los libros y la lectura, destinan su vida a la destrucción social y propia: guerrilleros, terroristas, asesinos, violadores de derechos humanos y también, aunque para menor mal, como afirmase el autodidacto Juan José Arreola (quien llegó a ser profesor de la UNAM por su gran cultura y no por sus diplomas), los buenos para nada que hallan en la universidad el mejor sitio de holganza. Ah, y por supuesto, también los biblioadictos, los lectores consumados, por un lado, y los analfabetos funcionales, por otro: éstos que se mueren de ganas por concluir la carrera para abandonar de una vez y para siempre los libros que consideraron instrumentos de tortura. Así es la universidad. Cualquiera que haya estado en sus aulas lo sabe y, si lo ignora, peor para él.
EN UNO DE LOS ENSAYOS y conferencias de su libro Elogio de la educación, Mario Vargas Llosa, doctor en Filosofía y Letras y Premio Nobel de Literatura, enumera tres cosas que debe tener un gran libro, para que sea no sólo digno de leerse y releerse, sino también de enseñarnos los dominios de la universidad y la vida. Escribe: “Para mí [un gran libro] es aquel que se introduce en mi vida, perdura en ella y la modifica”. Para ello, es indispensable “que no sea demasiado simple, que exija de mí un esfuerzo intelectual para poder apreciarlo” y, finalmente, “un gran libro es para mí aquel que me obliga a revisar mis opiniones y que, de alguna manera, me contradice”.10
Para Vargas Llosa, la pasión por los libros no se da fácilmente en las nuevas generaciones digitales (leamos su ensayo La civilización del espectáculo) que más bien se han alejado de la perdición por la lectura. Los universitarios y preuniversitarios ya no devoran libros sino sumarios, bullets, infografías y todo aquello que sustituya o vuelva raquítica la escritura. Se ha producido un empobrecimiento en la lectura de obras de gran calado, a cambio de fragmentos, retazos, síntesis y resúmenes que logran que un universitario sepa, por ejemplo, de qué van las Confesiones de San Agustín, esas páginas vivas del hombre espiritual, pero sin leerlas. Cualquiera puede saber también de qué va el Quijote, y hay investigaciones que demuestran que una buena cantidad de universitarios y preuniversitarios jamás ha leído, mucho menos releído, la obra maestra de Cervantes en una edición íntegra. Se olvidan o, más bien, no saben, que los grandes libros no están para informarnos nada, sino para formarnos en ellos e integrarlos, como cosa viva (puesto que esto son los libros cuando se leen) a nuestro espíritu y a nuestro intelecto.
No me refiero únicamente a los libros de literatura, sino a todos: a los de cualquier materia. Un preuniversitario se aterra cuando el maestro le deja, como deber, la lectura de un fragmento de quince páginas. Hay videos de ello que circulan en internet, ahora que se puso en práctica, con la pandemia, la educación a distancia. En uno de ellos, el alumno no cierra el micrófono del Zoom y prorrumpe en maldiciones e improperios, creyendo que nadie lo oye: lleno de ira y frustración, porque el profesor le ha dejado como tarea leer ¡quince páginas!
Que a un preuniversitario le parezcan un montón quince páginas es el resultado de la mala educación virtual (puesto que también la hay buena) que conspira contra la lectura desde hace ya, al menos, dos décadas.
En el caso de la literatura, tiene razón Vargas Llosa cuando afirma que ésta tiende a encogerse e incluso a desaparecer en el currículo como algo prescindible. Y esto que viene desde los ciclos de primaria y secundaria prevalece en la preparatoria y en la universidad. “Facilitar” a los alumnos la lectura de obras para darles información resumida y machacada, para que la traguen en papillas, es sabotear la educación misma. Si queremos saber de qué trata un libro y cuáles son sus principales planteamientos esto es posible hacerlo con una simple búsqueda en internet. Pero lo importante no es saber de qué trata un libro, sino leerlo y aprender y conocer sin descartar el gozo de encontrar algo nuevo y acaso insospechado.
Si estas celebraciones del libro y la lectura, y en especial la de la lectura universitaria, pasan casi inadvertidas para los propios universitarios es porque la lectura no es algo que les importe mucho. Hoy lo que más leen son fragmentos y no libros
LAS INSTITUCIONES de educación superior y media superior deben entender que los medios audiovisuales no pueden sustituir a los libros. Hoy más que nunca se tiene la ventaja de poder leerlos, íntegros, en soporte digital. Lo cierto (y hay estudios que así lo demuestran) es que leen libros digitales aquellos que también están acostumbrados a leerlos impresos, y los casos de grandes lectores exclusivos de e-books son siempre excepcionales: existen, pero son una rareza.
La no lectura o la lectura precaria, la inopia de la práctica lectora, como argumenta Vargas Llosa,
no es una limitación sólo verbal; es, al mismo tiempo, una limitación intelectual y de horizonte imaginario, una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque los conceptos, las ideas, mediante los cuales nos apropiamos de la realidad existente y de los secretos de nuestra condición, no existen disocia-dos de las palabras a través de las cuales los reconoce y define la conciencia. [...] Hablar bien, disponer de un habla rica y diversa, encontrar la expresión adecuada para cada idea o emoción que se quiere comunicar, significa estar mejor preparado para pensar, enseñar, aprender, dialogar, y, también, para fantasear, soñar, sentir y emocionarse.11
Lo mismo que las bibliotecas (en una ambición que no ha podido ser cumplida), las universidades deberían ser espacios privilegiados de lectura. Que un universitario o un preuniversitario se queje y se enfade porque debe leer quince páginas es una involución intelectual y una ofensa a la razón de ser del aprendizaje. Es como para preguntarles por qué creen que Thomas Hobbes escribió las más de seiscientas páginas del Leviatán que ellos quisieran resumidas en una infografía.
Todo esto se debe a los malos hábitos, sin duda, que ya existían mucho antes de la pandemia de Covid-19 y del aprendizaje digital; pero queda claro que la promoción y el fomento de la lectura deben llegar a las universidades, por más que se suponga, equivocadamente, que los universitarios se la pasan leyendo a tambor batiente. Ya se ha demostrado que no es así. Las estadísticas lo prueban. Los estudiantes no quieren leer porque les aburre, y hasta un artículo en una revista les parece ¡enorme! si ocupa seis páginas en la publicación.
EN EL CASO DE LA LITERATURA de ficción, de la estética literaria, la universidad es responsable en gran parte por devaluar el gozo de la comprensión y el placer mismo de leer. Esto se debe en gran medida a la aplicación de métodos sociológicos y políticos, con sus anclajes ideológicos de ismos (desde el marxismo hasta el freudismo, pasando por otros), como si los escritores tan sólo tuvieran el propósito de escribir libros para que los profesores e investigadores los diseccionen según sus métodos y teorías, y como si los escritores únicamente se dedicaran a jugar a los acertijos cuyas revelaciones hay que encontrar escondidas entre líneas. Siguen sin entender, por más que Juan Marsé les haya reclamado por estos métodos de leer, aclarándoles a los marxistas literarios que “el Pijoaparte jamás se propuso desenmascarar a la burguesía catalana, sino simplemente enamorar a Teresa”.
Cáustico, pero exacto, Italo Calvino, escritor que pasó por las aulas de la Universidad de Turín, sentenció: “La escuela y la universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro que hable de un libro dice más que el libro en cuestión; en cambio hacen todo lo posible para que se crea lo contrario”.12 Mucho antes, Stephen Vizinczey planteó una solución radical: “El lector sólo tiene una defensa: hacer caso omiso de los libros sobre escritores y leer a éstos directamente”.13
El gran George Steiner llegó a decir que sus colegas de las universidades de Cambridge y Oxford nunca le perdonaron el haber dicho que los críticos y los estudiosos de los grandes autores son como los parásitos en la melena del león, y él era feliz en esa melena. Los mandarines universitarios se ofendieron muchísimo, sin comprender el profundo orgullo que sentía Steiner de parasitar en la melena de Shakespeare.
Concluyamos. Si, al azar, les preguntamos a los universitarios qué se celebró el pasado 23 de abril, un porcentaje no muy grande nos responderá que el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor (porque, entre otras cosas, en algunas universidades se realizan en tal fecha pequeñas ferias del libro en los campus); pero si les preguntamos qué se celebró ayer, 29 de abril, casi nadie responderá que el Día Internacional de la Lectura Universitaria, y menos sabrán que este festejo lo estableció la Red Internacional de Universidades Lectoras, la RIUL. Lo celebró por primera vez en 2014, con el objetivo de “promover la lectura y la escritura en el ámbito universitario y, por extensión, en todos sus entornos, así como coordinar las políticas de lectura en colaboración con los diferentes agentes sociales, culturales y económicos”.
Sincerémonos: si estas celebraciones del libro y la lectura, y en especial la de la lectura universitaria, pasan ca-si inadvertidas para los propios universitarios es porque, sencillamente, la lectura no es algo que les importe mucho. Hoy lo que más leen son fragmentos y no libros, resúmenes y no obras íntegras y, sobre todo, están pegados a los dispositivos digitales en cosas muy diferentes a la lectura de libros. Éste es un problema que advirtieron y admitieron las universidades españolas que tomaron la iniciativa de crear la RIUL. Sigue siendo un problema grave que muchas universidades no quieren admitir, pues consideran que ser lector autónomo no es requisito indispensable para graduarse y posgraduarse, y que, dicho sea sin empacho, la universidad no está para promover la lectura, sino para producir profesionistas.
Notas
1 Red Internacional de Universidades Lectoras (RIUL), “Orígenes y filosofía inspiradora”, en https: //universidadeslectoras.es/queeslaredriul#&panel11
2 José Vasconcelos, Memorias II, El desastre, Fondo de Cultura Económica, México, 1982, p. 46.
3 Robert Darnton, El beso de Lamourette. Reflexiones sobre historia cultural, traducción de Antonio Saborit, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2010, p. 142.
4 Ibidem, p. 146.
5 Alfonso Reyes, “Prólogo”, en Catálogo general 1955 del Fondo de Cultura Económica, México, 1955, p. IX.
6 Carlos Fuentes, En esto creo, Seix Barral, México, 2002, p. 60.
7 Ibidem, p. 151.
8 “Historia de las Bibliotecas Populares”, en https://www.mendoza.gov.ar/culturacoprobiphistoriadelasbibliotecaspopulares/9 Jorge Luis Borges, A/Z, compilado por Antonio Fernández Ferrer, Siruela, Madrid, 1988, p. 159.
10 Mario Vargas Llosa, Elogio de la educación, Taurus, México, 2016, pp. 7, 8.
11 Ibidem, pp. 1617.
12 Italo Calvino, Por qué leer los clásicos, traducción de Aurora Bernárdez, Tusquets, México, 1993, p. 16.
13 Stephen Vizinczey, Verdad y mentiras en la literatura, edición revisada y aumentada, traducción de Pilar Giralt Gorina, Seix Barral, Barcelona, 2001, p. 145.