Crocus por doquier

Quizá no hubiéramos imaginado que el escritor de 1984, George Orwell, fuera un apasionado de la jardinería y de cultivar rosales que prefirió vivir en el campo alejado de todo y observar los pequeños detalles de la naturaleza. La escritora Valeria Villalobos recoge algunas reflexiones del libro Las rosas de Orwell de Rebecca Solnit para descubrir la figura de un hombre que, en medio del caos en la guerra, consciente de un mundo descarnado, fue capaz de admirar la belleza de las flores

George Orwell en su casa de campo en Jura, Islas Hébridas.
George Orwell en su casa de campo en Jura, Islas Hébridas.Foto: Engelsberg ideas
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.PDF: La Razón de México

En Homenaje a Cataluña, George Orwell relata que, durante su participación en la Guerra Civil Española como miembro del Partido Obrero de Unificación Marxista, fue enviado al frente, en donde recibió la primavera de 1937: 

En un árbol astillado por las balas que había enfrente de nuestro parapeto, empezaban a formarse gruesos racimos de cerezas. Bañarse en el río dejó de ser un suplicio y se convirtió casi en un placer. En torno a los cráteres de los obuses que rodeaban Torre Fabián florecían rosas silvestres del tamaño de un platillo de té. Detrás de las líneas uno se encontraba con campesinos que llevaban rosas en la oreja.

Años después, en una entrada de su diario fechada el 4 de marzo de 1941, tras los bombardeos alemanes en Londres, Orwell anotó: 

En Wallington. Crocus por doquier, unos cuantos brotes de alhelí, campanillas de invierno en todo su esplendor. [...] De vez en cuando en esta guerra, cada tantos meses, uno saca la nariz fuera del agua unos instantes y advierte que la tierra sigue girando alrededor del sol. 

Orwell, en medio de la barbarie, comprende mirando las flores que los jardines son espacios en los que la cercanía entre la vida y la muerte se vuelve palpable. En ellos todo está en constante transmutación. Sus ritmos concentran la inminencia de lo perecedero y la templanza de lo eterno. Porque todo en un jardín se ofrenda a sí mismo para perpetuarse más allá de la muerte. 

A los 33 años George Orwell comenzó a plantar rosales en Wallington, una pequeña aldea en Hertfordshire, Inglaterra. Como apunta Rebecca Solnit en su magnífico ensayo Las rosas de Orwell, es inevitable preguntarse de dónde proviene el impulso de cuidar un jardín en un escritor que pasó su vida enfermo; que basó sus novelas y ensayos en la crítica a la monstruosidad política; que atestiguó la Primera y Segunda Guerra Mundial; que vivió la vehemencia de la Revolución Rusa; que luchó en la Guerra Civil Española, y padeció los inicios de la Guerra Fría. De acuerdo con Solnit, a esta pregunta el propio Orwell parece dar más de

una respuesta con su propia obra. En un artículo publicado en Tribune el 26 de abril de 1946 bajo el nombre de “En defensa del párroco de Bray”, Orwell afirma que 

Los jardines son espacios en los que la cercanía entre la vida y la muerte se vuelve palpable

Plantar un árbol, en particular uno de larga vida y madera noble, es un regalo que podemos hacerle a la posteridad prácticamente gratis y sin apenas molestias, y si el árbol arraiga perdurará mucho más que los efectos visibles de cualquiera de nuestras otras acciones, buenas o malas.

Pero es fácil imaginar que hay mucho más. Orwell cuidaba un jardín por la curiosidad que le suscitaban las flores. Por el derecho a la belleza. Por defender una posibilidad de porvenir. Por afianzar, en lo más profundo del suelo, un alegato a la vida. Por el gozo de alimentarse de la tierra, como Anteo. Por hacerse de un contrapeso material a las abstracciones y las incertidumbres de la escritura. Por desconfianza de las teorías absolutas que buscaban imponerse a los hechos. Por la necesidad de buscar aferrarse a la verdad de lo evidente, como Winston Smith el protagonista de 1984 (“Las piedras son duras, el agua moja, los objetos dejados en el vacío caen hacia la tierra…”). Por afrontar la crisis de sus tiempos. Por la urgencia de “disociar el socialismo de la utopía” y estar del lado del futuro, sin aceptar como sacrificio la destrucción del presente. 

En 1946, tras la muerte de su esposa Eileen, quien falleció a los 39 años durante una operación quirúrgica, el escritor decidió mudarse con su hijo Richard a las Islas Hébridas. Orwell eligió como nueva residencia Barnhill, una casa de campo sin teléfono ni electricidad en medio de la nada, en la que pudo entregarse al cultivo de otro jardín. Sus días en Barnhill transcurrían entre la horticultura, la caza y la pesca. Cultivó tulipanes, azaleas, prímulas y manzanos. Y fue durante sus meses en la isla que comenzó la escritura de lo que se convertiría en su obra más famosa: 1984. En las Hébridas, Orwell trazó una distopía y plantó un poco de esperanza: porque todo jardín se cuida por una fe en el futuro.

Barnhill no sería el último jardín cuidado por el escritor. “Las rosas poliantas de la tumba de E. han prendido bien. Planté aubrietas, foxes mini, una especie de saxífraga enana, una siempreviva de algún tipo y clavelinas mini”, escribió el autor en uno de sus diarios. Pero ese tampoco sería el último jardín del escritor. En el patio de All Saints' Church en Sutton Courtenay, Oxfordshire, se encuentra sepultado George Orwell. Se trata de una tumba muy sencilla que consta sólo de una lápida de piedra en la que puede leerse el verdadero nombre del escritor y su fecha de nacimiento y muerte: “Here lies Erick Arthur Blair. Born June 25th 1903. Died January 21st 1950”. Frente a aquella lápida aún florece un pequeño rosal rojo que el escritor pidió que plantaran sobre sus propios restos. Ese fue su último regalo a la vida, un último gesto de confianza en la belleza y el porvenir.