Este artrítico equilibrio
de mis libreros y repisas
no es ningún indicio de peligro,
ni el diente que le falta a este peine;
tampoco el atasco del lavabo.
Es mera coincidencia de la ciencia,
vuelvo a decirme,
hasta el perro vecino de ruido.
Una avería no hace verano,
pero tanto en mi nuca nerviosa
como en la manía de las uñas
por arrancarle un pellejo de voz
a este silencio
igual a una piedra
encuentro un estribillo estridente.
Hoy, cuando hasta un temblor se une
a la conjura
y le cruje cada desvelo
a la madera de la casa,
me asomo al espejo a cada rato
por si recelo algo en los ojos.
Algo que no soy.
Es delgada y pesa, la madrugada.
Prendo la luz,
está bien dispuesta.
Tendría que enjuagarme la boca
de agua bendita
para ahuyentar las pesadillas,
como aquel personaje Wieck
de Francisco Hernández.
No creo en amuletos
de a quince el cuarto.
Miro los anteojos sobre el mueble
pero no me los pongo;
sólo taso la geometría del cuarto
si está fuera de foco.
Voy a orinar
y lo hago largamente,
me complace ese chorro poderoso.
Luego saboreo el amarillo
de una guayaba y no tengo sueño.
Ya en el sillón
abro al aire la caja
del ajedrez que papá jugó;
alimenta en la esquina del tiempo
cuervos que me picotean recuerdos.
Tomo la miniatura intempestiva,
amazona de bronce
con punta de pezón opositado;
me gusta que en el cielo de esta foto
siga siendo 18 de enero.
A los cerillos de aquel viaje
les consumo dos. Me gusta pedirles
prestada la prestancia de su juego;
vuelvo a sacudir la pluma fuente,
a columpiar sus gramos en mi mano.
El volumen menor de los objetos
me inclina a ellos,
olor silencioso de ceniza
que aún no es.
Creo en su voz sin pirotecnia,
en los rituales de serenidad
en que me ocupan.
No soy una agonista.
Festino el día que ya está vibrando,
imperceptible,
como la cuerda altiva de un violín
segundos antes de echarse a sonar.