Cuatro viñetas para (tri)ciclistas

Con este texto estrenamos una nueva sección, “Crónicas en bicicleta”, coordinada por Rogelio Garza. Sin fecha fija iremos publicando textos sobre el ciclismo en todas sus vertientes: arte, letras, ejercicio, transporte y la experiencia de la autora o autor invitado. En este texto inaugural, Lucila Navarrete recuerda su infancia ochentera en Torreón, a los personajes que habitaban sus calles en bicis y triciclos, como paleteros, vendedores, algunos de ellos hoy desplazados por las balaceras y la mancha urbana que se extiende sin cesar

Cuatro viñetas para (tri)ciclistas
Cuatro viñetas para (tri)ciclistas Foto: Blubel / unplash.com

Mis padres migraron a Torreón atraídos por la promesa de la industria minera. Se establecieron en Torreón Jardín, colonia que concretaba el sueño aspiracionista de la clase media lagunera. En ese lugar nací y crecí en los años 80.

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Ahí llegaban plomeros, albañiles y paleteros en sus bicicletas y triciclos. Pancho, el pintor de la familia, llegaba a casa pedaleando lentamente en su balona, con sus brochas y botes de pintura en una reja de madera amarrada sobre la parrilla. El crujir de la cadena avisaba. Vestía una camiseta blanca percudida, llena de agujeros, y un pantalón azul viejo y sucio. Mientras trabajaba ponía la bici afuera, recargada entre los arbustos y el muro de ladrillos de la fachada. En ocasiones, yo aprovechaba para examinar los pedales, las llantas desgastadas, la cadena sin grasa, la parrilla oxidada, el asiento descolorido… Yo tocaba esa bicicleta con respeto.

A mis hermanos y a mí nos provocaba mucha gracia la manera de hablar de Pancho, de comprimir las palabras hasta volverlas incomprensibles. En ocasiones demoraba muchas horas pintando una sola sección de la pared. Alguna vez escuché a mi padre decir que su pachorra no lo llevaría lejos. Pero la calma con la que hacía todo, el tiempo que se tomaba para darse un descanso y buscar sus gorditas al carbón, me pasmaba. Su forma lenta de pedalear correspondía con el ritmo de las calles. Pancho era resultado de una sutura natural entre él y su bicicleta, entre ambos y la calma de la ciudad. Bien dice el filósofo Gerald Raunig: hay ciclistas cuya personalidad se funde con la de su máquina. Así era Pancho.

Las bicis transmitían una tranquilidad rayana en lo pueblerino... contrastaba con el sacrificio de pedalear bajo el sol del desierto

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Mi madre acostumbraba decir con molestia que vivíamos en un pueblo bicicletero, que ella era, orgullosamente, originaria de la Ciudad de México. Cualquier lugar que se preciara de ser ciudad debía tener un auto por familia. Torreón era joven y tranquila, pero a ella no le gustaba porque le parecía aburrida, rodeada de cerros pelones y calles con ciclistas a todas horas, aun a pesar del clima extremo, tan característico del desierto.

Los sábados por la tarde, mis padres nos llevaban a La Alameda a mis hermanos y a mí. Ahí presenciaba el tapiz de triciclos. Algodones de azúcar, raspados, burbujas en frascos de Gerber, globos y burritos que los vendedores despachaban en sus vehículos. Cada vez que regreso, todo parece seguir en su mismo sitio: el carrusel, los carritos chocones, los viejos pinabetes y los triciclos de carga están ahí. Esa porción de felicidad infantil ha logrado resistir, incluso, a las balaceras y al horror.

En las inmediaciones del Mercado Juárez y a lo largo de la Avenida Hidalgo conocí otra variante de triciclista: el vendedor de gorditas de cocedor. Ese manjar lo probé gracias a que mi padre nos llevaba, a escondidas de mi mamá, a explorar la comida callejera. Cuando la acompañaba a ella a las tiendas chinas del centro veíamos los cubos de vidrio, montados sobre la carga de los triciclos, repletos de gorditas. Ella me miraba y rezongaba: decía que nunca probaría esos mazacotes, para eso prefería los tlacoyos, pues al menos los servían con nopales encima. Pero a mí me gustaba mi pueblo bicicletero y, sobre todo, las gorditas de chicharrón prensado.

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En mi primaria, un señor en triciclo se ponía en la puerta de salida a vender raspados de sabores. A mí me gustaba el de vainilla. En los recreos, a través de la malla ciclónica, Juan vendía bolis y duritos de mucha fama entre los alumnos. Yo observaba los triciclos, casi viejos, con algo de pintura amarilla en los barrotes; eran máquinas de batalla donde podía caber el mundo de antojos de la niñez.

Serias, altas, de un acero imponente, con su canastilla para llevar carga o preparación pa-ra despachar, las bicicletas y los triciclos de aquel entonces eran laborales para mí, no había nada de juego en ellos. Transmitían, sobre todo, una tranquilidad rayana en lo pueblerino, que contrastaba con el sacrificio de pedalear bajo el sol ardiente del desierto. Esa obstinación me asombraba.

Hoy, esas bicicletas y quienes las pedalean sobreviven por el centro, en algunas plazas hacia el poniente y los ejidos que han sido tragados por la ciudad. No se les topa por las colonias porque muchas se transformaron en fraccionamientos amurallados, divididos por vías rápidas, que acentuaron la distancia entre clases sociales. Toda una industria inmobiliaria, un proyecto urbano que extendió sus tentáculos tras la llamada guerra contra el narco y desplazó, entre muchos otros, a los famosos paleteros de la Bip’s.


Crecí y llegó la primera bicicleta a casa. Fue para mi hermano, el mayor. Yo había visto a algunos vecinos divertirse en sus patines y bicicletas de colores: imágenes distantes de la de Pancho y los triciclos con golosinas. La de mi hermano era de la Goray, una de las tiendas más viejas de ciclismo de La Laguna, que desarrolló su propia marca. Tenía cromado azul y un cierto aire Chopper. Al subirme, algo se transformó en mí. Entendí que andar sobre dos ruedas también podía servir para jugar, para desplazarse sin rumbo y por antojo, para perder el tiempo vagando y experimentar, por primera vez, la libertad.

Fue la época en que comenzó a desvanecerse mi entendimiento de niña, para abrir paso a esa otra edad en la que lo mítico se transforma en eros.

LUCILA NAVARRETE TURRENT, originaria de La Laguna, es ensayista, profesora y ciclista. Su más reciente libro es Cura rotatoria (2022). Imparte en la UNAM el curso-taller “Pedaléalee. Letras en Bicicleta", cuya segunda edición arrancará en enero.