Cultura visual callejera

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Cultura visual callejera
Cultura visual callejera Foto: Viktor Forgacs / unsplash.com

La decisión de la Alcaldía Cuauhtémoc de homologar los puestos de comida en las calles de la demarcación ha indignado a vecinos y habitantes de la Ciudad de México por tratarse de una decisión que atenta contra una expresión de la cultura popular: los rótulos. Presentes en nuestras calles en puestos, fachadas y ventanas de negocios, aquellos textos y dibujos son parte de nuestro paisaje urbano, pero para la alcaldesa reflejan una anarquía intolerable en nuestras calles. Más allá de que sea entendible que se atiendan las problemáticas del ambulantaje y la necesidad de su regulación, lo que ha sorprendido es el acento que se ha puesto en el tema estético.

ANTE LAS PROTESTAS en redes sociales, Sandra Cuevas respondió que las calles requieren de orden y que los rótulos no son arte. Intentar responder aquí qué es arte y qué no lo es sería infructuoso e implicaría entrar a un debate que, en realidad, salvo para algunos contados críticos, está bastante superado en los círculos especializados —“el arte es todo lo que los hombres llaman arte”, dice José Jiménez en su clásico libro Teoría del arte. Desconozco qué bibliografía ha consultado la alcaldesa para llegar a la conclusión que compartió en conferencia de prensa, pero lo que sí puedo asegurar es que, en tanto que los rótulos gozan de un gran arraigo en nuestras calles, son un elemento protagónico de nuestra cultura visual —y como historiadora del arte siempre me parece que hablar de cultura visual es mucho más provechoso que discutir sobre arte con A mayúscula vs. arte popular.

Tampoco estoy tan segura de que, para defender el oficio de los rotulistas y entonces valorarlo, resulte necesario imponerle la categoría de Arte, con todas sus implicaciones elitistas y cánones occidentalistas. Tal vez los rótulos no sean arte, pero al mismo tiempo no tienen por qué serlo y tampoco debe significar que por ello no debamos reconocer su legado cultural —porque lo tienen, y con creces. Los rótulos son una expresión popular y callejera, y ese hecho no les resta mérito; al contrario, es precisamente por esa razón que están tan arraigados en nuestra cultura visual y que han logrado permear otras manifestaciones que sí han tenido una gran trascendencia en eso que llamamos Arte mexicano —ahí sí, con mayúsculas.

Lo que Cuevas parece ignorar al negar estas posibilidades creativas es su legado histórico en nuestro país, pues la historia del movimiento artístico mexicano de mayor trascendencia histórica y cultural —cuyo centenario se está celebrando este año—, está íntimamente hermanada con esta expresión cultural popular. Sí, me refiero al muralismo, primer movimiento del continente americano en tener un impacto en el arte occidental, eje innegable de la creación artística y la política cultural a lo largo de casi todo el siglo XX. Nadie se atrevería a afirmar que los pintores que en las postrimerías de la Revolución Mexicana se subieron a los andamios no eran artistas, excepto quizá la alcaldesa, si se le ve a la luz de sus orígenes en la pintura de las pulquerías. Fue ahí donde estos pinceles, que a la postre se convertirían en los mayores íconos de la plástica mexicana, hicieron sus pininos en el arte público.

A Cuevas le sorprenderá enterarse de que Kahlo fue impulsora de los rótulos cuando con sus alumnos pintó la pulquería La Rosita

LA PINTURA POPULAR de las pulquerías ha quedado documentada desde los tiempos de los intelectuales liberales del siglo XIX. Guillermo Prieto, por ejemplo, le dedica al tema un párrafo de sus Memorias de mis tiempos: “Al fondo de la galera o jacalón hay una pared blanca que a veces invadía la brocha gorda, exponiendo al fresco un caballo colosal con su charro o dragón encima, una riña de pelados o una suerte de toreo, cuando no un personaje histórico desvergonzadamente disfrazado...”. Con el paso de los años, esas mismas pinturas inspirarían a los jóvenes que durante el porfiriato las comenzaron a frecuentar en camino a sus cursos en la Escuela Nacional Preparatoria o durante las excursiones que hacían al campo como alumnos de la Academia de San Carlos. Sus nombres eran Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, por mencionar tan sólo a algunos.

Así, motivados por los rótulos de sus fachadas e interiores, aquellos pintores en ciernes hicieron frescos propios en pulquerías de nombres singulares, como La fuente embriagadora, Los recuerdos del porvenir y Las mulas de San Cristóbal. Fueron los antecedentes de las grandes obras públicas que a los pocos años harían de la mano de la misma Secretaría de Educación Pública. Entre ellos se encontraba también Frida Kahlo, hoy un símbolo internacional del arte mexicano. A la alcaldesa Cuevas seguramente le sorprenderá enterarse de que la pintora más conocida del país fue una impulsora del arte de los rótulos cuando con sus alumnos —quienes se convertirían en reconocidos artistas— pintó la pulquería La Rosita, a unos pasos de su famosa casa de Coyoacán.

AHORA, COMO TODA EXPRESIÓN callejera, es cierto que es efímera y, por lo tanto, su pervivencia está amenazada, ya sea por las inclemencias del tiempo, los cambios en gustos o la presencia de otras manifestaciones culturales, como el grafiti. Sin embargo, la medida tomada por la alcaldesa denota un autoritarismo muy cuestionable.

El borrado de esos rótulos no fue producto de un proceso orgánico y espontáneo como los antes descritos, naturales a la vida de cualquier ciudad y que responden al dinamismo de nuestras sociedades, sino que se trató de una decisión tomada por una persona en posición de poder. Por lo tanto es una postura que, en tanto que implica la cancelación de una expresión cultural —sea Arte o no— sí debería resultarnos alarmante.

Por mi parte, puedo compartirles que he trabajado desde mi trinchera para intentar pacificar el ruido visual que nos invade al transitar por nuestras calles. Me interesa que se respete la imagen de las zonas históricas de nuestra capital, pero me interesa más que nuestro paisaje urbano no pierda su identidad para convertirse en un no-lugar sin cultura propia. Hay un patrimonio gráfico en las ciudades y lo debemos cuidar.

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