En La melancolía creativa (Debate, 2022), Jesús Ramírez-Bermúdez (Ciudad de México, 1973) —autor, entre otros libros, de Breve diccionario clínico del alma y de Un diccionario sin palabras, médico especialista en neuropsiquiatría, doctor en ciencias médicas por la UNAM y miembro del Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía como clínico, investigador y profesor— exploró un padecimiento “que será codificado en el tiempo histórico a través de metáforas sucesivas: la escuela hipocrática le llamará ‘melancolía’ y mucho tiempo después, durante el siglo XIX, la psiquiatría europea ensamblará otro constructo, el de la depresión mayor, que no ha sido superado a pesar de sus limitaciones evidentes”. En esta entrevista, Ramírez-Bermúdez conversó sobre las “presencias ausentes”, la salvación de la vida y la muerte voluntaria.
Escribes en tu libro: “El poder terapéutico de la lectura radica en la posibilidad de conectarse con un juego de subjetividades, donde tenemos acceso a la fantasía, los recuerdos y las meditaciones de quien se atreve a comunicarlo: alguien que moviliza nuestro deseo de contacto humano mediante la confianza”.
Al mismo tiempo, en conversación con la periodista Andrea Aguilar, Martin Amis confesó: “Una de las grandes recompensas de ser escritor y tener amigos que también lo son es que cuando no están cerca o ya no están vivos aún puedes acercarte a un simulacro de lo que era estar con ellos simplemente leyéndoles. Hago esto todo el rato con mi padre, que junto a Christopher [Hitchens], son las personas que echo de menos para conversar, ponernos al día, bromear, todas esas continuidades tan amenas que engrandecen una amistad. Simplemente abres sus libros y están de vuelta”. Desde el concepto de “la melancolía creativa”, ¿piensas que se es posible sostener un diálogo con los ausentes?
Ésa ha sido mi experiencia desde la posición de un lector. A lo largo de to-da mi formación científica y literaria, he tenido el privilegio de contar con maestros lúcidos y generosos, pero los más grandes han estado ausentes, porque vivían en otros países o habitaron otros tiempos. A lo largo de mi infancia fue muy importante entrar en contacto con las historias mitológicas de Oriente y Occidente, pero recuerdo con cariño los escenarios italianos de la posguerra, tal y como se veían desde las ruinas de un antiguo anfiteatro. Me refiero a la mirada ficticia de Momo, una de las creaciones literarias de Michael Ende que tuvieron mayor influencia en mi carrera, porque ese personaje tiene grandes alcances en su historia, pero lo hace a partir de una virtud que subestimamos con frecuencia: ella sabe escuchar, y así soluciona problemas humanos.
Años después me di cuenta de que la disposición a escuchar de manera atenta es una de las habilidades más importantes en la psiquiatría y en la psicoterapia; es algo que requiere un entrenamiento largo y cuidadoso. Las “presencias ausentes” de Momo, personaje de ficción, y de Michael Ende, un autor que vivía en otro país y escribía en otra lengua, tuvieron una influencia decisiva en mi desarrollo. Cuando Ende murió, escribí una pequeña nota en el suplemento cultural del periódico La Jornada. Juan Villoro tuvo la generosidad de publicar ese apunte de gratitud. Algo similar me sucedió años después tras la muerte del filósofo Paul Ricoeur. Sentí que había perdido un interlocutor, alguien capaz de enseñarme a pensar. Una y otra vez advierto que extraño a los maestros que conocí sólo a través de la literatura. Pero la escritura nos da la oportunidad de crear una nueva etapa en ese diálogo histórico.
Uno de tus múltiples puntos de partida es el caso de Virginia Woolf. En el ensayo "Estar enfermo", que anticipa su propio suicidio por ahogamiento, se lee: “Sólo quienes están en cama saben lo que, después de todo, la naturaleza no hace el menor esfuerzo por ocultar: al final, ella vencerá, el calor abandonará el mundo; paralizados por la escarcha, dejaremos de arrastrarnos por los campos; el hielo cubrirá la fábrica y el motor con una gruesa capa; el Sol se apagará”. ¿De qué manera vinculas la literatura con la psiquiatría?
Creo que la investigación científica y filosófica puede generar un conocimiento válido y relevante acerca de los problemas clínicos, es decir, los problemas humanos que llevan a una persona a buscar ayuda en la psicología o en la medicina. La investigación científica puede delimitar las características clínicas y su evolución, puede rastrear las causas de manera sistemática y nos permite elaborar predicciones para someterlas a prueba. El análisis filosófico nos ayuda a clarificar todos los problemas conceptuales que provocan confusión en la ciencia y en la clínica. Pero la literatura y las artes narrativas, en general, nos permiten imaginar cómo se siente vivir en carne propia cada uno de estos problemas clínicos. Mediante sus recursos artísticos, la literatura genera una experiencia estética: nos lleva hacia una inmersión en la experiencia ajena, que significa la posibilidad de recrear las ideas, las percepciones, los recuerdos, los sentimientos, las intenciones y las imágenes del autor a partir de nuestra propia actividad consciente. Es una integración de las subjetividades que nos da acceso a estados de conciencia inéditos y a grandes aprendizajes.
Extraño a los maestros que conocí sólo a través de la literatura. Pero la escritura nos da la oportunidad de crear una nueva etapa en ese diálogo histórico
Te aproximas temáticamente a la “experiencia común en los casos graves de depresión melancólica: la sensación de estar desamparado en medio del desastre, inmóvil, como si las capacidades para huir y defenderse nos hubieran abandonado”. Previamente aseveras: “Sin el tratamiento adecua-do o tras la pérdida de los autocuidados elementales puede sobrevenir la muerte por suicidio. Pero el discurso nihilista de los enfermos puede ejercer una fascinación sobre la conciencia artística, quizá porque revela sentimientos universales de condenación, ubicados en los márgenes de la vivencia humana”. ¿Piensas que la literatura —el arte en general— puede salvar la vida?
Creo que la salvación de nuestra propia vida requiere un esfuerzo que va más allá del arte: requiere un trabajo para transformar las estructuras que nos constituyen y nos rodean. Me refiero a las instituciones, las leyes y normas, usos y costumbres, los sistemas físicos, químicos, biológicos y sociales que nos dañan o nos dan vitalidad. Pero la literatura y las artes, en general, contribuyen a la tarea de salvar la vida porque generan experiencias cognitivas y afectivas que nos ayudan a formar un sentido de vida, una orientación intelectual general y el descubrimiento de conceptos y valores que renuevan el deseo de vivir; a veces nos ayudan a cuestionar los orígenes del sufrimiento para actuar en el mundo de una forma menos automatizada, de una manera más auténtica, imaginativa y reflexiva a la vez.
Confiesas que te interesan “los actos literarios de una conciencia interpersonal donde confluyen, de alguna forma, las corrientes históricas del dolor social y la materialidad de nuestras vidas terrenales”. ¿De qué manera interpretas las dos corrientes históricas?
Cada persona elabora a su manera una síntesis: en el sujeto convergen las trayectorias de la evolución filogenéti-ca, los recorridos de la historia social, y los caminos individuales del desarrollo y el aprendizaje.
Esto adquiere importancia en la práctica clínica, donde los problemas requieren un análisis del contexto y de la historia individual, y también de las circunstancias corporales específicas. A veces el contexto social es más relevante que los factores orgánicos. A veces sucede lo contrario. Lo más común es que se presente una inter-relación entre los factores colectivos y personales, que dan como resultado una enorme diversidad.
Nancy Andreasen —quien fue profesora de literatura del Renacimiento en la Universidad de Iowa— completó la residencia en psiquiatría. A su juicio, es “la más creativa de las especialidades médicas” y “la más cercana a la literatura”. ¿Suscribes el planteamiento de la doctora Andreasen?
Creo que la fortaleza y al mismo tiempo la debilidad de la psiquiatría radica en su posición necesariamente transdisciplinaria. Requiere el análisis de la dimensión corporal, y al mismo tiempo el análisis de lo social. Las interrelaciones dinámicas de estos niveles de realidad provocan una inmensa diversidad psicológica, una proliferación exuberante de historias y experiencias. Los enfoques puramente sociológicos o neurológicos no capturan la riqueza de la vida psicológica que se pone en escena cada día, y que tiene su revés en los problemas clínicos de la psiquiatría. La psiquiatría se acerca a la literatura en el sentido de que sólo un enfoque que reconoce la riqueza narrativa, poética y reflexiva de nuestras vidas hace justicia a la complejidad de los problemas clínicos.
Soy partidario del derecho a la vida y a la muerte digna,
lo cual nos obliga a considerar las circunstancias que pueden conducir a la eutanasia, al suicidio
Escribiste: “Según la Organización Mundial de la Salud, la depresión mayor es una de las causas principales de discapacidad en la escala global. [...] En nuestros días, el espejo de la humanidad es una geografía política incoherente, donde coexisten la desnutrición y la sobreproducción de alimentos, la racionalidad tecnocientífica y el malestar cultural. La lección epidemiológica es lapidaria: el suicidio es más común que el homicidio en los países con los mejores índices sociales y económicos”. Y en el apartado que titulas como“Escenas del siglo XX” hay una co-lección de imágenes literarias terminales que muestran la heterogeneidad del suicidio. Afirmas: “Si contemplamos la primera mitad del siglo en el que Kraepelin, Jamison y Andreasen han publicado su obra sobre los padecimientos afectivos, asistimos a un espectáculo doloroso en el campo de las letras”. Recurres a figuras como Antonieta Rivas Mercado, Horacio Quiroga, Alfonsina Storni, Leopoldo Lugones, Virginia Woolf, Stefan Zweig y su esposa, Charlotte Elisabeth Altmann, Walter Benjamin y Jorge Cuesta. “En el campo de la psicopatología, hay cierta fascinación [...] en torno al asunto de los escritores suicidas”, aseveras. ¿Qué opinas de la muerte voluntaria, literaria y psiquiátricamente?
Es un tema de la mayor relevancia. Soy un defensor del derecho a la vida, pero no defiendo la obligación de vivir. Soy partidario del derecho a la vida y a la muerte digna, lo cual nos obliga a considerar la diversidad de circunstancias que pueden conducir a la eutanasia, el suicidio asistido y el suicidio a secas.
Cuando hablamos del suicidio, hay una tendencia a verlo automáticamente como algo patológico, indeseable. Si bien hay muchas instancias en las cuales hay elementos psicopatológicos o neuropsiquiátricos bien definidos que intervienen en la conducta suicida, también es posible hablar acerca del suicidio lúcido.
En todos los casos, creo que debemos comprometernos —como sociedad— a atender las causas sociales, psicológicas y médicas que pueden llevar a la emergencia del comportamiento suicida: me refiero, entre otros ejemplos, a la violencia, el abuso, la inequidad, la desprotección financiera y material, el abuso y la dependencia de sustancias, y también a los problemas de salud.
Cuando la conducta suicida aparece en el contexto de un problema psiquiátrico, creo que debemos darle a la persona una oportunidad de atenderse con las mejores herramientas disponibles, y con una buena evaluación del estado mental en el momento de la aparición del comportamiento. Hay personas que intentan el suicidio en el contexto de condiciones psiquiátricas que alteran el juicio, y que pueden tratarse de manera efectiva. Casi siempre observo un profundo agradecimiento en las personas que han tenido este tipo de conducta cuando recuperan el juicio mediante la atención médica y psicológica. Pero jamás hay que penalizar el intento de sui-cidarse. Y si la decisión de terminar la propia vida surge en un estado de lucidez, tras una deliberación cuidadosa de las propias condiciones de vida, cuando no hay perspectivas realistas de aliviar el sufrimiento, considero que debemos respetar la decisión, como sucedió en el caso de mi amigo y colega, Néstor Braunstein. El doctor compartió en una carta honesta y valiente los motivos de su suicidio, frente a la discapacidad y el dolor de problemas de salud irreversibles, a los ochenta años de edad. Me atrevo a hablar de esto aquí sin autocensura porque el doctor hizo pública su decisión, para disipar cualquier duda sobre sus motivos. Creo que lo hizo como una manera de contribuir a un cambio en la cultura contemporánea de la vida y la muerte.