El río de la conciencia se nutre del conocimiento personal y de los grandes acontecimientos históricos; se renueva o se estanca en cada época de nuestras vidas. Tras la Primera Guerra Mundial, el espectáculo de la destrucción anegó a la humanidad en corrientes melancólicas. Una pregunta reverbera desde entonces en los campos del arte, la ciencia y la cultura: ¿cómo resolver el problema de nuestra conducta destructiva?
Una de las pensadoras contemporáneas que formalizó esta interrogante de manera pionera ha sido olvidada por nuestra tradición académica y literaria: me refiero a Sabina Spielrein. ¿Por qué tenemos la tendencia —confirmada una y otra vez en la Historia Universal— a la agresión interpersonal, a la violencia colectiva, a la guerra? En Más allá del principio del placer, Sigmund Freud intro-dujo en el psicoanálisis la noción mitológica del duelo entre Eros y Tánatos, y nombró “pulsión de muerte” a ese nuevo concepto. Pero el conflicto entre Eros y Tánatos fue el planteamiento central de un ensayo escrito ocho antes por Spielrein: La destrucción como causa del devenir, editado recientemente en la colección Pequeños Grandes Ensayos de la UNAM.
Si aclaro que ella fue una mujer judía nacida en Rusia, no es para contribuir al fetichismo lamentable que ha delimitado su tratamiento histórico: las circunstancias de su vida y muerte están ligadas a esa identidad cultural. Tuvo una brillante trayectoria académica y deportiva (recibió una medalla de oro en gimnasia), estudió canto, piano, latín, y le disgustaba la escuela porque los maestros eran “muy estúpidos”. Mientras estudiaba la carrera de medicina, un padecimiento psiquiátrico la llevó, en agosto de 1904, a la clínica psiquiátrica de Burghölzli, en Suiza. El médico de guardia era un joven psiquiatra desconocido: Carl Gustav Jung. El diagnóstico provisional fue “histeria”.
Según la nota clínica, escrita a mano por Jung, Sabina presentaba risa y llanto en forma extraña, compulsiva, así como tics, movimientos y dolor de la cabeza, protrusión de la lengua, espasmos de las piernas, malestar intenso frente al ruido y la gente, actitudes seductoras, mensajes peculiares como afirmar que tenía dos cabezas o que su propio cuerpo le resultaba extraño. El padre —un hombre de negocios— la sometió a humillaciones y maltrato físico. Era un tirano ofensivo hacia la familia, y amenazaba con suicidarse cuando era confrontado. La madre también la maltrató en forma física y emocional, y eso desencadenó las primeras tentativas suicidas de Sabina. Su educación religiosa fue estricta; siendo niña, hablaba con Dios y un día Él respondió en alemán (lengua que Sabina estudiaba). Con el tiempo, la voz divina se expresó en ruso y alemán, y Sabina pensó que esa voz interior provenía de un ángel. Cuando ella tenía 16 años murió su pequeña hermana, “a quien amaba más que a nadie en la vida.”
Trece cartas de Jung a Freud refieren de manera específica el caso de Sabina, quien es mencionada en catorce cartas de Freud a Jung. A juzgar por el intercambio, ella fue decisiva en la aproximación entre ambos pensadores. En general se acepta que hubo una relación de amor entre Sabina y el psiquiatra suizo; el consenso es que existió transgresión ética y fue uno de los motivos para la formación de otro concepto freudiano: la transferencia y su contraparte, la contratransferencia, en otras palabras, el juego erótico y simbólico de fantasías conscientes e inconscientes entre los dos miembros de la relación psicoanalítica.
El cineasta canadiense David Cronenberg cristalizó esta leyenda en un film de culto, Un método peligroso, pleno de erotismo y glamur, que usa un estilo refinado para explotar nuestro morbo y se permite muchas licencias creativas sin fundamento histórico; sin embargo, es un buen punto de partida para imaginar los motivos de Sabina durante la escritura de La destrucción como causa del devenir. “Al involucrarme con los problemas sexuales, una cuestión me ha interesado más que otras: ¿Por qué este motivo poderoso, el instinto de reproducción, desencadena sentimientos negativos además de los sentimientos positivos anticipados en forma inherente?”. Desde el inicio de su ensayo, Spielrein vincula el sexo con una negatividad que se revela como el aspecto subjetivo de la conducta destructiva. Se trata de un texto enigmático, pionero, que hace las preguntas difíciles en torno la psicología de la destructivi-dad humana: un atributo que conecta la violencia colectiva con la violencia íntima, y con las formas múltiples de la autoagresión observada en la clínica.
Mientras estudiaba medicina, un padecimiento
la llevó a [una] clínica psiquiátrica. El médico de guardia era un joven desconocido: Carl Gustav Jung
Sabina egresó del hospital tras una estancia de nueve meses. Se hallaba en mejores condiciones, capaz de vivir de manera independiente. Terminó la carrera de medicina en 1911; se graduó con la primera tesis académica acerca de la esquizofrenia, el nuevo concepto propuesto por Eugen Bleuler para referirse a la “demencia precoz” de Kraepelin. Sabina había contribuido a los experimentos de Carl Jung para evaluar los procesos de asociación de palabras, que llevaron en última instancia al concepto de esquizofrenia. En 1912, ella fue aceptada en la Sociedad Psicoanalítica de Viena, y formó parte de una generación pionera de mujeres psicoanalistas, junto a personajes legendarios como Lou-Andreas Salomé.
Sabina Spielrein ha ganado un reconocimiento creciente —dentro y fuera del psicoanálisis— como una pensadora por derecho propio, más allá de la fetichización inicial. Escribió alrededor de treinta obras, se abrió a disciplinas como la lingüística y la psicología del desarrollo. En Ginebra, fue la psicoanalista de Jean Piaget —uno de los científicos más importantes en el campo de la psicología infantil— durante ocho meses; en esa época, escribió un trabajo acerca del desarrollo del lenguaje y el pensamiento del niño que es un antecedente de las obras de Piaget y Vygotsky sobre el pensamiento y el lenguaje.
En 1923 regresó a Rusia para establecerse en Moscú. Bajo la influencia de Trotsky, el psicoanálisis fue apoyado por el poder soviético, en busca de una síntesis con el marxismo y con la fisiología conductual de Pavlov. Sabina fue supervisora del ambicioso proyecto Detski Dom, un Laboratorio-Orfanatorio Psicoanalítico, también conocido como La casa blanca. Ese lugar, fundado por Vera Schmidt —otra alumna de Freud— se propuso educar a los alumnos bajo una peculiar interpretación de la teoría psicoanalítica: tenían gran libertad de movimiento, se evitaban los castigos y se permitía la exploración sexual. Algunos huérfanos eran educados en la escuela, pero también los hijos de la élite bolchevique, incluyendo al de Josef Stalin. Entre los profesores que trabajaron en Detski Dom se encontraban los dos mayores psicólogos de Rusia: Alexandr Luria y Lev Vygotsky; al parecer, el trabajo de Spielrein con los niños, que combinaba observaciones objetivas del desarrollo infantil y la recolección de datos subjetivos, fue para ellos una influencia significativa.
En 1926 Sabina se trasladó a Rostov, a dirigir un hogar para lactantes y niños. Tras la condena estalinista del psicoanálisis, en 1936, su rastro histórico se oscureció. Sus hermanos Isaac, Jan y Emil fueron arrestados y ejecutados entre 1937 y 1938, durante la Gran Purga, como se conoce al terror político desatado por el estalinismo. Sabina Spielrein sobrevivió a la Gran Purga pero fue asesinada en agosto de 1942 por los nazis, con sus dos hijas y 27 mil judíos en Rostov, Rusia. El injusto final de este retrato histórico nos obliga a considerar que la problemática de su ensayo no ha sido resuelta: exige una lectura reflexiva en el arco que empieza con el deseo de supervivencia y se extiende a la búsqueda de sentido.