Dios tiene cabellera de mujer

“Hay una mujer bogando en una barca... Dios es esa mujer”, afirma de modo transgresor Abrazos nocturnos, reciente título de Ethel Krauze publicado por Ediciones El Nido del Fénix y Proyecto de Escritoras Mexicanas. Al trastocar la imagen masculinizada del dios varón, la autora hace contacto con la diosa, se deja llevar por ella. A ratos asoman entre versos resabios bíblicos, así como la tradición mística cuya frontera con la poesía erótica es tan delgada: tres caudales donde la autora se ha nutrido, como apunta Kyra Galván.

Abrazos nocturnos
Abrazos nocturnos Foto: larazondemexico

La poeta Ethel Krauze continúa con la vena mística que ha cultivado en otros libros y que parece ser una huella muy personal en su obra. En Abrazos nocturnos, publicado por Ediciones El Nido del Fénix y Proyecto de Escritoras Mexicanas, dios puede ser cualquier cosa: una mujer de senos pletóricos de fuego, un dulce remolino o el centro de la azálea.

“Hay una mujer bogando en una barca / de hojas frescas. / Sus manos son remanso de agua. / La siguen las estrellas. / Su cabellera es roja y ondula y quema sin herir. / Dios es esa mujer” (p. 9).

En estas líneas que evidencian una unión mística entre la divinidad femenina y la poeta, en estos versos que se deslizan suaves y flexibles, encontramos también transgresión, al adjudicarle a dios el género femenino. Es cuestionador del punto de vista de un sistema heteropatriarcal que se ve reflejado en una divinidad eterna e incuestionablemente masculina desde hace siglos. Masculina más por default que por un análisis racional. Pero, ¿por qué ha de ser masculino el ser supremo que hace el Universo, si a la Naturaleza la llamamos madre?

Por mucho que se quiera ocultar aún quedan resabios de una cultura anterior, en donde la diosa de todo era preeminente o, al menos, compañera de un dios: juntos representaban a la pareja divina en el imaginario colectivo. Están para comprobarlo figurillas de arcilla, piedra o madera, de grandes senos y caderas anchas, que transmiten la fuerza e identidad de la diosa relacionada con la fertilidad, el misterio y la reproducción, desde la era de las cavernas.

De acuerdo con excavaciones recientes, se cree que antiguamente el pueblo judío rendía culto a una divinidad femenina, cuya existencia incomoda sobremanera a estudiosos de la Biblia y fundamentalistas, que la miran como una amenaza a la figura masculina de un único dios y lo que representa: el dominio de la mujer por el hombre. Aceptar su existencia equivaldría a tirar un sistema de creencias que se ha sostenido a sangre y fuego.

Quieren invisibilizar la existencia de la diosa quienes sienten peligro de que se venga abajo un sistema que otorga mayor jerarquía y sustento al lado masculino del Universo. Es una manera de mantener a raya a la mujer.

“Dios sabe que la amo, / pero no me revela su misterio. / Emerge de un lecho de agua, / vuela hacia mí / para llevarme con ella / a la montaña. / Con el índice en ristre / pinta un crepúsculo ígneo / y lo despliega en el aire que me envuelve” (p. 11).

La voz poética se convierte en versos sáficos, que traslucen
una comunión de ansias femeninas: Con la sed insaciable / aparecí / rodeándote, / queriendo, en mi abrazo, / abarcar / tu propio abrazo .

EN ESTE LIBRO la autora hace contacto con la diosa y se deja llevar por ella.

“Me llevó consigo, / no era de noche tras mis párpados. / Solté el miedo / y la seguí” (p. 15).

Son evidentes las lecturas que Krauze ha hecho de san Juan de la Cruz, fray Luis de León y santa Teresa de Jesús, como cuando exclama:

“No me mueve para amarte / el alto cielo / ni me mueve a temerte / el fantasma del infierno” (p. 21).

Es cierta también la asimilación de las formas del barroco, del ritmo suave y acompasado que se despliega a través de las páginas.

Hay indicios de un leve erotismo, sospechamos la existencia de esa línea fina que existe entre la poesía mística y la erótica, esa paradójica similitud entre un estado alterado de conciencia manifestado como éxtasis místico o carnal. El deseo de realizar la unión, física o espiritual con la divinidad, con una encarnación celestial. Y cuando no puede darse existe un anhelo, una sed. Por eso de pronto la voz se convierte en versos sáficos, que translucen una comunión de ansias y búsquedas femeninas:

“Con la sed insaciable / aparecí / rodeándote, / queriendo, en mi abrazo, / abarcar / tu propio abrazo. / Tocaba tu cuello / aspirando la textura de tu piel, / abrí los ojos un momento / intentando descifrar el paisaje / en el que nos habíamos encontrado” (p. 18).

A veces, también, la voz de Ethel se hermana con la de las Décimas a Dios de Pita Amor.

EN EL LIBRO SE APRECIA una complicidad de las ánimas, un resabio bíblico en la búsqueda de la eternidad, que se vuelve también una forma de comunión espiritual, un epitalamio simbólico, una cadencia de viento, de aliento vital. También es indudable una búsqueda: la autora no espera pasivamente la visita de la divinidad, sino que la rastrea, procura y celebra como una amante porque en ella encuentra un remanso de paz, sosiego y, sobre todo, compañía, constatación de que no está sola. De ese modo descubre un pilar, un paraíso terrenal. Un silencio creativo.

Es transgresor decir: “Dios tiene cabellera de mujer, tiene el canto de una mujer que lava los cabellos en el río de la noche” (p. 38), porque borra la concepción masculinizada de un dios varón, tan arraigada en nuestra psique colectiva; la imagen de un hombre mayor, sabio y barbado contrasta enormemente con la idea de una joven alegre y libre. Sin embargo, aquella diosa también se disfraza de madre de vez en cuando, abraza como una, consuela así. Finalmente, la dama diosa es el faro que alumbra y guía. Y bajo su tutela camina.

“Me desviaba / por no sé qué caminos / y apareciste titilando / sobre mis párpados cerrados [...] / ‘No te pierdas: / el lugar es aquí, / cualquiera es el lugar / si llegas a su centro / de luz’” (p. 55).

En esa deidad Ethel Krauze encuentra el gozo de la vida. Con esta contención, la autora nos confirma la cercana complicidad que tiene con esta diosa que ha encontrado en el aire, en el agua, en las mariposas y en la quietud del sueño, mediante un abrazo nocturno.