Caminar por el paso de cebra de Abbey Road es algo que hay que hacer si uno viene a Londres y le gustan los Beatles. A diferencia del edificio de Savile Row número 3, donde la interacción se limita a mirar hacia la azotea e imaginar el último concierto de los Fab Four, cruzar por esta calle adquiere otro significado. Es como atravesar la puerta del jubileo de la basílica de San Pedro o bañarse en las aguas sagradas del río Ganges.
Los estudios de grabación más famosos del mundo convocan a personas de todas las edades, que provienen de los lugares más inusitados de la Tierra. Estadunidenses, japoneses, chinos, latinoamericanos y europeos, desde temprano, atraviesan la calle, recreando la mañana del viernes 8 de agosto de 1969, cuando John, Paul, George y Ringo dejaron sus instrumentos y salieron durante algunos minutos para una sesión fotográfica sui generis, cuando los cuatro sospechaban que el final estaba cerca. De hecho, volvieron a reunirse tras las frustraciones de Let It Be, uno de sus discos más flojos y que, a juicio de McCartney, no podía ser el último álbum. Los Beatles merecían un mejor final, más digno y del tamaño de su grandeza. Sin embargo, como ya sabemos, el destino torció los planes y ese disco marcó el agridulce término de su carrera, en enero de 1970.
AQUELLA SESIÓN FOTOGRÁFICA de hace 54 años no demoró mucho; a Iain McMillan le bastaron seis disparos y luego eligió la fotografía que se convertiría en la portada emblemática de los Beatles —hay que dejarlo bien en claro, Abbey Road es su mejor disco—, además de convertir una calle cualquiera, por donde circulan coches y caminan peatones, donde las personas se ejercitan o sacan a pasear al perro, en parte de la historia del siglo XX.
Una de las particularidades de la portada de Abbey Road es que se trata de la única en toda la discografía de los Beatles donde los vemos en movimiento. No miran a la cámara de frente ni posan con la falsa seriedad de las estrellas de rock.
Como en un acto profético, los cuatro se alejan del estudio donde prácticamente grabaron todas sus canciones. Además, este disco fue la última fuente de información para los teóricos de la conspiración que creyeron ver más pistas acerca de la muerte de Paul.
Los estudios de grabación más famosos del mundo convocan a personas de todas las edades, que provienen de los lugares más inusitados
La escena da cuenta de una inusitada tranquilidad urbana: un sol cálido (algo inusual en Londres) que lo ilumina todo—los árboles, los vehículos en ambos lados de la calle, los lejanos testigos. Pero en domingo las cosas son distintas: Abbey Road es una vialidad muy transitada, por donde pasa una ruta de los famosos autobuses ingleses. Por lo común hace mucho frío y el sol aparece en un punto indefinido en el cielo obstinadamente gris. Los coches pasan a velocidad considerable, de modo que tomarse la foto requiere de gran destreza y precisión.
NO HAY VISITAS GUIADAS a los estudios ni se permite acercarse a la entrada principal, en cuyos escalones los Beatles posaron decenas de ocasiones. En el enrejado negro que se levanta sobre la pequeña barda que separa el mundo común y corriente de este reino de la música, pueden leerse los nombres de quienes llevaron un plumón blanco.
Además hay dos letreros: uno dice que la propiedad es privada y que el acceso a toda persona ajena está prohibido; el otro advierte de la presencia de supuestos policías, que bajo el pretexto de faltas administrativas extorsionan a los incautos. Entonces pienso en la oficial que multó a McCartney precisamente aquí, durante los días de grabación del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, y que se convirtió en la protagonista de “Lovely Rita”. Es verdad: la historia primero ocurre como una tragedia; después, como una farsa.
En ese momento, un espontáneo que ya ha tomado varias fotografías de la barda donde se anuncia el cincuenta aniversario de The Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, abre la reja, cruza el estacionamiento a paso veloz y se sienta en los escalones de la entrada, mientras su hija lo retrata. Todo ocurre en segundos; cuando ya va de salida, el encargado de la puerta, un sujeto de edad madura, se asoma con esa parsimonia inglesa y lo mira con displicencia antes de volver a su puesto. Feliz por su hazaña, el hombre sonríe y dice con orgullo: “Tenía que hacerlo”.
A UN LADO DE LOS ESTUDIOS está la tienda oficial, esa sí abierta a todo el público. El enorme abanico de memorabilia incluye, además de cada uno de los discos de los Beatles —en vinil o en CD—, playeras, gorras, libros, libretas, mouse pads, pósters, llaveros y la pesada caja conmemorativa de The Dark Side of the Moon. También destaca la réplica de un Volkswagen blanco, a escala 1:76, idéntico al de la portada de Abbey Road. En la vida real, la placa del coche fue robada varias veces porque constituía una de las pruebas irrefutables de la muerte de Paul: LMW 28 IF. Según la leyenda, esto quiere decir “Linda McCartney Widow” y el número se refiere a la edad que Paul habría alcanzado “si” no hubiera sufrido el accidente automovilístico en el que —supuestamente— murió.
De vuelta a la calle, más personas se congregan en la esquina y esperan el momento para cruzar. Este barrio londinense se llama St John’s Wood
y es uno de los más ricos de la ciudad. Y eso se nota en el perfecto estado de los edificios —su aire aristocrático recuerda los años gloriosos de la capital del imperio más grande del mundo—, en los coches —camionetas BMW, Teslas, Smarts eléctricos, Mercedes Benz— y, como sucede en los barrios ricos de la Ciudad de México, muy pocos residentes caminan por aquí.
McMillan subió a una escalera que colocó a pocos metros del Edward Onslow Ford Memorial, estatua que, naturalmente, nadie voltea a ver. Desde ahí hasta el paso de cebra hay entre diez y quince metros
La barda que delimita los estudios Abbey Road desentona en este ambiente séptico y de mucha urbanidad (en ningún momento se escucha un claxon): por lo general está llena de nombres y grafitis, fechas y saludos de quienes pretenden dejar su huella para una posteridad que concluye cuando la administración ordena una nueva capa de pintura. Ahora, con el célebre arcoíris de Pink Floyd, los mensajes no se aprecian a simple vista pero ahí están. Donde sí se advierten es en la barda del edificio de junto, ca-si en la esquina con Grove End Road. Aquí hay otro letrero en el que se solicita no rayar los ladrillos, petición vana ante el frenesí de los cientos de personas que a diario se congregan en la zona. La cercanía con esta catedral de la música pop tiene sus consecuencias, como quien termina salpicado en un pleito de cantina.
Años después de la separación de los Beatles, John Lennon, hastiado ante la nostalgia de los fans, decía que para eso estaban los discos viejos, para escucharlos una y otra vez y recordar los años maravillosos. Pienso en eso cuando los coches se detienen para que los peatones recorran el paso de cebra y los retraten. Como en todo el mundo hay neuróticos, supongo que varios de estos conductores, ya sea porque van al trabajo o a su casa, deben estar hartos de la repetición ad nauseam de este ritual pop que entorpece la circulación. “La imitación es la forma más sincera de admiración...”, dijo Oscar Wilde, y eso es lo que ocurre en Abbey Road todo el tiempo.
LAS NOTICIAS DE ACCIDENTES de tránsito aquí son escasas; sólo destaca el atropellamiento de una joven en noviembre de 2014 y el incidente que sufrió el propio Paul McCartney, quien estuvo a punto de ser arrollado en enero de 2023. Su hija Mary —productora del documental If These Walls Could Sing (Si estas paredes cantaran, reseñado en El Cultural 388)— le pidió que volviera a cruzar la calle: Macca lo hizo y un coche aceleró sin importarle que el ex-Beatle estuviera ahí. El golpe habría sido fatal para un hombre de 81 años, convirtiendo la festiva atracción en el altar de un muerto.
Ya que la foto implica riesgos, los conductores londinenses deben bajar la velocidad conforme se acercan a las esquinas. Eso indican las líneas blancas en diagonal pintadas en el pavimento y los postes rematados con esferas amarillas que se prenden y apagan sin cesar. Como se puede ver en la cámara que transmite en vivo las veinticuatro horas del día, en Abbey Road batallan diariamente los turistas que vienen por su fotografía y los coches, que no siempre se frenan.
Este combate no es sólo contra las máquinas. Si se trata de atravesar la calle para tomar la foto, las buenas maneras se olvidan. A condición de que el tránsito se calme y permita desfilar por el paso de cebra, hay que esperar a que los demás turistas respeten la foto ajena, lo cual no siempre sucede. Aquí la caballerosidad no vale, ni hay espacio para el orden. ¿Alguien podría encargarse de dirigir el tránsito peatonal o decidir a quién le toca el turno? Hay que actuar con decisión, situarse en el borde de la acera como el actor que se apodera del escenario, pero la actitud no siempre garantiza el éxito. De pronto alguien más se cruza, arruina la toma, y ¿quién quiere compartir el recuerdo con un intruso que camina en sentido contrario o va a las espaldas? McMillan lo logró en sólo seis tomas, pero contó con la ayuda de la policía que cortó la circulación en ambos sentidos de Abbey Road. Lograr una imagen decente requiere de mucha paciencia.
EXISTE OTRO FACTOR: la posición del fotógrafo. Sabemos que McMillan se subió a una escalera que colocó a pocos metros del Edward Onslow Ford Memorial, la estatua de un célebre escultor inglés al que, naturalmente, nadie voltea a ver. Desde ahí hasta el paso de cebra hay entre diez y quince metros. Si se va acompañado de amigos o familiares, hay que pedirle a alguien más que tome la fotografía. Y eso puede ser un problema por varias razones: quizá el voluntario no sea muy hábil en el arte del retrato en movimiento, o que forme parte de una banda de ladrones de celulares o cámaras fotográficas; si hay policías falsos que estafan, todo podría suceder en Abbey Road. Jugar a los Beatles implica creer en la bondad humana y en su solidaridad.
En mi caso, voy con mi madre y mi hermano, así que le pedimos a un joven argentino, de nombre Diego, que nos tome la foto. Nos dice que sí, a cambio de que le ayudemos después a hacer lo mismo, pues viene solo.
Y ahí vamos: mi madre camina primero, después yo y al final mi hermano. A Diego le bastan tres fotos para lograrlo. La segunda foto es la mejor; casi podría afirmar que nuestros pasos coinciden con los de los Beatles en Abbey Road. Nos faltó uno para completar el cuarteto.
Más personas se arremolinan en la esquina y así seguirán haciéndolo durante muchas horas, a diario, cada semana, cada mes, cada año. Así pasa desde 1969. No hay forma de asegurar que el recuerdo de los muchachos de Liverpool prevalecerá para la eternidad, sólo puedo decir que han provocado un fenómeno que se replicará hasta que Abbey Road desaparezca por una decisión urbana o quizá por un cataclismo, hechos poco probables si pensamos en la Vía Apia o en la Calzada México-Tacuba.
Contra la renuencia natural del peatón por cruzar calles y avenidas en las esquinas, aquí hay que hacerlo para que el fan posea un recuerdo que será testimonio de que tuvo los recursos para llegar hasta Inglaterra y jugar a ser un Beatle durante apenas doce pasos, los suficientes para llegar al otro lado, y participar en un acto que, literalmente, sigue las huellas del grupo de rock más influyente del siglo XX. Que una de las atracciones turísticas de esta ciudad tan cara sea un cruce peatonal valida las palabras de John Lennon respecto al origen de la banda: los Beatles fueron el primer grupo de músicos de la clase trabajadora. Y, por definición, la clase obrera camina, porque no hay nada más democrático que andar por la calle.