Don Bill Callahan de a gorra

EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

Bill Callahan
Bill Callahan Foto: Cortesía del autor

Así que ahí estaba yo. En un bar de Castro, el barrio gay de San Francisco. En el precopeo intenso. Con La contadora del rock y Lucifer. Dándole cran a la tarde, consumido por la lentitud de las horas. Me asomaba cada rato a ver si ya había anochecido pero la luz del sol se empeñaba en llevarme la contraria.

El motivo de mi ansia: Bill Callahan. En el bar había más raza: Wences, Jim, Yael, Ale, Calderas, Alina. Había tantos poppers que ya nadie los pelaba. Un frasco rodaba por el piso. Otro estaba olvidado en la barra pegada a la pared. Y en una bolsa sobrevivían varios sin abrir. Cosa distinta a la noche anterior, cuando sólo había un rasco y todos nos lo peleábamos. Las alarmas se encendieron cuando desapareció por varios minutos. Pensábamos que alguien se lo había llevado sin querer. Por fortuna lo encontramos y nos regresó la fiesta.

Desde que supe que pisaría San Francisco, me puse a buscar conciertos. Los dioses del folk me sonrieron. Don Callahan se presentaba dos noches seguidas en The Chapel, en la calle de Valencia, en el corazón de Mision. Una oportunidad así no se puede desperdiciar. Callahan nunca ha pisado tierras mexicanas. Para tocar, porque seguro que ha bajado a Tijuana a comerse unos tacos gobernador. O quizá nunca lo haga. Por eso había que aprovechar el buen tiempo y cazar a la ballena.

Perdí de vista a La Conta y a Lucifer. Fueron a la esquina a tragar algo, me dijo creo que Yael o alguien más. Tardaron una eternideath. Me bajé cuatro chelas y estas morras no regresaban. Desesperado, tomé la suicida decisión de arrancarme solo al venue. Caminé unos quince minutos, por fin se había hecho de noche, hasta que topé con la avenida. Miré hacia ambos lados y a la derecha divisé un enclave hípster. Ahí debe ser, me dije. Cuando llegué a la puerta me cayó el cubetazo de agua helada. Los boletos los traía La Conta. Le marqué pero no me contestó. Llamé a Lucifer y también me mandó a buzón.

EN LA PUERTA ME PREGUNTARON POR MI TICKET. Respondí que los traía una amiga que venía en camino. Pero que necesitaba entrar al baño. Me estaba ultra turbo mega miando. Me dieron indicaciones de entrar por el bar de al lado, que pertenece a la misma The Chapel. El boleto decía que el show empezaba a las 7 p.m. Y faltaban cinco minutos. Me caga llegar tarde a conciertos. Y al cine también. No soy de esos pachorrudos que siguen tan despreocupados en la dulcería cuando ya comenzó la película.

Cuando salí del baño voltee a la izquierda y la vi. Era la puerta que conectaba con el venue. No resistí la tentación y me colé. Había una chica encargada del acceso. Pasé junto a ella y me levanté la manga de la sudadera como enseñándole una pulsera de las que te ponen en la entrada. La luz no era tan deficiente como para no darse cuenta de que en mi muñeca no bailaba nada, pero el gesto de levantar el brazo la convenció. Eso se llama ser dueño de la situación. Pero ni tanto, ya que después de aquello no pude salir al baño hasta que se acabó el show, casi tres horas después.

Como había llegado temprano, estaba en primerísima fila. Le podía ver los pelos de la nariz a don Callahan. Minutos después, sonó mi teléfono. Era La Contadora. Para avisarme que se regresaba al hotel. No había podido entrar porque nuestros boletos eran para el domingo. Vente pero en chinga, le dije. Y la instruí para que entrara por un costado, como lo había hecho yo. Ingresó al bar, pidió pasar al baño y quedó sola frente a la portería. Sólo tenía que empujarla. Pero por poco no lo consigue. La defensa, la que controlaba el acceso, la vio y cuando iba a pedirle que le mostrara su pulsera pegué un grito de regocijo como si no la hubiera visto en años. Le hice señas, vino hacía mí, la abracé y la jalé para adentro.

Si lo hubiéramos planeado, no nos hubiera salido. Y como era sold out, tampoco hubiéramos podido entrar pagando. Ay, Santa Cecilia, qué parotes me tiras. Y eso que no toco ningún instrumento.

Pinches gringos, cómo me caen mal. Tienen todo en bandeja de plata. Conciertitos de estos hay cada fin de semana, no que en Ciudad Godínez uno tiene que esperar lustros

Después de fumarme una hora a un standopero de mierda, ay Billy por qué me haces eso, uno de los legítimos herederos de Johnny Cash salió a cantar sentado en una silla, no de montar, en una de madera. Como si estuviera en el porche de una casa en una serie de televisión campirana. Un asunto de vaqueros pues. Aunque don Callahan no vestía como suele hacerlo cuando va a cabalgar, su outfit era pantalón de mezclilla y suéter de escolapio aplicado que saca puro nueve parriba. Con su peinado a la Benito Juárez, pero en rubio suicida.

La Conta y yo comenzamos a babear de los oídos como norteños frente al refrigerador de cortes de la ganadería Rancho el 17. La Capilla estaba sumida en un silencio reverencial. No se oía ni el rumiar de las vacas. Sólo el silbato del tren pero muy a lo lejos. Como si viniera a la altura de Petaluma. Pinches gringos, cómo me caen mal. Tienen todo en bandeja de plata. Conciertitos de estos hay cada fin de semana, no que en Ciudad Godínez uno tiene que esperar lustros. Y a veces ni eso. Muchos artistas de plano no bajan.

EL PÚBLICO EMBELESADOTE. La cerveza a nueve dólares. Y don Callahan cante y cante y chifle y chifle. Lo que este hombre puede hacer solo con su guitarra es más de lo que muchas bandas con nueve o diez miembros consiguen. Don Callahan también se presenta a veces con su conjunto, pero ahora nos tocó en solitón. Era onda íntima la cosa. Y por mucho que se lució El Coyotes apenas y se despeinó. Está bárbaro para cantar las rancheras este cuate.

Y que se saca las de Smog, su side proyect de lo más entrañoso. Desde donde estábamos, a escasos dos metros, pon tú que dos y medio a lo mucho, podíamos ver que don Callahan traía el cacle bien boleado. Les digo que más parecía güerquito en día de clases que héroe de la guitarra de palo. Me moría de ganas de miar, pero mi emoción las superaba. Así que me contuve durante las dieciséis rolas ¿o eran diecisiete? que se reventó para el público progre allí reunido. Estuve a punto de doblarme un par de veces, pero en una reconocí los acordes de “Drover” y me aguanté las ganas de salir corriendo al mingitorio. Total, me dije, si me orino en los pantalones, con que sea quedito y no me escuchen pa que no me saquen los guarros.

Cuando se acabó el show, don Callahan pasó junto a nosotros y vi que estaba bien bronceado. Aquí no fue, me dije, en las frías playas de San Francisco no se arma. Pa mí que o era bronceado de cama, me lo imaginé viajando con su artefacto por todo el país, o que le habían hecho la técnica de la aerosolgrafía.

Al día siguiente volvimos, pero esta vez con nuestros boletos. Ya era feliz, por el doblete, pero me puse todavía más cuando se reventó “Riding for the Feeling”.

Fin del comunicado.