TRADUCCIÓN MAX COLUNGA
Entre más se prolonga la guerra, menos palabras deja para mí. Y más historias que pueden contarse con esas palabras, escasas pero todavía relevantes. Las reúno como cuentas preciosas y las guardo, aunque no sé qué clase de collar se formará al final con ellas.
NOCHE PROFUNDA. El halo con niebla de la luna se refleja en uno de los muchos charcos en la calle. El borde del charco parece rojizo —podría ser sangre o sólo un tono local del suelo, tan próximo al frente de batalla. Un perro ladra cerca del viejo portón de madera. Éste se abre y sale una mujer con un suéter grueso de lana y una bufanda en la cabeza.
—Ven —dice—. ¡Te estamos esperando! Y, por favor, llámame Vikusya.
Vikusya y su familia —esposo e hijo adolescente— viven en el pueblo de Dmytrivka, cercano a Pokrovsk, en la región de Donetsk, constantemente bombardeada por los rusos. Ella no ha abandonado su pueblo natal desde que comenzó la invasión a gran escala. Organizó una cocina de campaña y junto con sus incansables muchachas, cuyas edades van de los 17 a los 75 años y se llaman a sí mismas “las abejas”, preparan alrededor de mil varenyky cada día.
El varenyky es un platillo tradicional ucraniano muy fortificante, una especie de masa rellena con papas, col u otros vegetales, que se hierven y sirven con crema agria o cebollas fritas, trozos de tocino y manteca asada. Cada día, Vikusya empaca los varenyky cocinados por ella y sus muchachas, y va a la calle principal del pueblo para ofrecerlos a los soldados que avanzan rumbo al frente, o para alimentar a los que regresan en vehículos de evacuación —si son capaces de comer, claro.
De no ser así, Vikusya o una de sus “abejas” se queda simplemente ahí, sonriendo y murmurando con suavidad a lo que queda de un rostro humano tan profundamente herido por las esquirlas de una bomba rusa, que ya no es posible distinguir sus antiguas facciones. O bien estrecha el muñón del brazo de un joven, quien se lo pide porque no puede creer que esté mutilado —todavía lo percibe como una parte doliente de su cuerpo herido. “No gritar, no suspirar, no mirar con terror”, dice Vikusya al hablar sobre sus “abejas”. “Se pueden desmayar, les digo, pero sólo después de que los guerreros continúen su camino”.
De esta manera afronta la guerra —con incesante trabajo y cuidado de los otros, en especial quienes están junto a ella y sus seres amados ante la ocupación. Al preguntarle cómo empezó la guerra para ella, responde:
—Bueno, había comprado mi segunda vaca, ¡que fue mi sueño durante años! El 23 de febrero [de 2022] traje a casa una novilla largamente esperada, y a la mañana siguiente mi amigo de Pokrovsk me llamó y gritó por el teléfono: “Ya empezaron, Vikusya, ¡los rusos empezaron la invasión! ¡Tienes que irte! Yo me voy con mi familia. Haz algo, Vikusya, ¡es la guerra! ¡La guerra!”. Pero, ¿cómo podía irme? Acababa de comprar una segunda vaca, de satisfacer mi sueño; me había arraigado aún más profundamente con esta porción de tierra en la que nací… Así que fui donde estaba mi vaca recién adquirida y le pedí que fuera paciente y no concibiera un becerro durante una o dos semanas, porque una vida nueva no debería llegar a un mundo en guerra. Y luego le supliqué que esperara un poco más, tal vez un mes, hasta que la guerra terminara. Y luego más y más tiempo… Ya dio a luz dos veces, y la guerra todavía no termina.
NOCHE PROFUNDA. La nieve cubre el terreno. La primera nevada sobre Lviv en este invierno. Debo ver a mi amiga, que tiene protectores para heridas torácicas que hacen mucha falta en Bakhmut, adonde irá mi esposo mañana en la mañana con sus compañeros voluntarios.
Quedé con ella de vernos en un parque cercano a la escuela, que se encuentra a medio camino entre su casa y la mía. Ambas tenemos trabajos, hijos, sirenas antiaéreas, ansiedades, malas noticias y gente que nunca hemos visto, pero se ha vuelto un factor crucial en nuestras vidas, ya que está luchando en el frente de batalla, protegiéndonos a todos los que estamos acá atrás, en las profundidades, intentando alguna especie de rutina normal que aún nos sea posible. Mientras la espero, mi hijo de casi seis años hace un robot de nieve que luchará contra el ejército ruso, ayudará a proteger las vidas de nuestros soldados y terminará la guerra con una victoria ucraniana. No habrá más sirenas antiaéreas, me dice, mientras construye su desaliñada figura de nieve; Yaryna (su hermana) tendrá clases en lugar de estar sentada en el refugio antibombas, e iremos a los Cárpatos con todos nuestros amigos. La nieve cae blanca y pesada. Pero la oscuridad cae con mayor peso aún —la electricidad, por lo común, se apaga en todos los vecindarios a causa de los interminables ataques rusos contra infraestructura crítica, y ahora es nuestro turno.
No hay luz en calles ni ventanas, sólo la nieve blanca y la entusiasta, aunque algo enojada voz de mi hijo (¡está luchando contra los rusos con su robot de nieve!). Llega mi amiga —esta hora tardía es nuestra única oportunidad de encontrarnos en algún lugar entre nuestros compromisos y una forma vital de mantenernos más o menos sanas. Hablamos rápido y sin coherencia, intentamos ponernos al día con todo lo que extrañamos de nuestras vidas, nombrando a todos los que hemos perdido. Algunos de éstos fueron asesinados por los rusos y están ya sepultados en los Pasajes de los Héroes de sus lugares de origen y en pueblos alrededor de Ucrania. Algunos todavía yacen en los campos de batalla porque sus cuerpos no pueden ser recuperados debido al bombardeo constante de los rusos. Otros, simplemente, se han distanciado en busca de continuar con la vida que tenían antes del 24 de febrero, sin permitir que la invasión a gran escala los alcance.
“Hay demasiada guerra dentro de nosotros”, afirma Olia. Y no se sabe qué pasará con nosotros, qué clase de gente seremos cuando esto termine, ni siquiera si aún estaremos aquí, pienso, pero no lo digo en voz alta. Sin embargo, ese miedo flota en el aire. Las dos lo sentimos plenamente. La nieve saca chispas. Al parecer mi hijo va ganando la batalla.
“Hace tanto tiempo que no hago ángeles de nieve”, dice de pronto Olia. “Yo tampoco”, respondo, y añado: “¿Qué nos detiene? ¡Vamos a hacerlos!”. La tomo de la mano y caemos en la nieve, riendo.
Sacudimos nuestras chamarras. Nos despedimos con un abrazo. Mi hijo viene hacia nosotras corriendo. Ve nuestras figuras extendidas en la nieve. “¿Son ángeles o qué?”, pregunta. “Qué lindo que sepan hacerlos todavía”.
KATERYNA MIKHALITSYNA (Ucrania, 1982) es autora de libros infantiles, poeta traducida al inglés, alemán y otros idiomas. El libro de poemas Glosy (Las voces) es una de sus publicaciones recientes. Vive en Lviv.