EL RESPLANDOR
Cierta noche de verano decidí acompañar a mi mujer a un casamiento. El novio era un viejo amigo de ella al que ya no veía desde hacía tiempo, pero según me dijo mientras abría la tarjeta que nos invitaba, “había sido casi como un hermano”. Mi mujer fue a un colegio, el Storni, al que entrabas de chiquita y salías para ir a la Universidad. Si es que salías, ya que muchos de ellos volvían para dar clases o ser celadores. El colegio tenía un imán sobre las vidas de las personas, no las dejaba irse así nomás. De hecho, el novio ahora se estaba casando con la que había sido su profesora de italiano en el Storni. La novia era diez años mayor que él. Un buen argumento para una novela televisiva de la tarde.
La fiesta se realizaría en una casa antigua remodelada que antes había sido una curtiembre de los bisabuelos de mi mujer (mi mujer desciende, literalmente, de una familia patricia. He pasado días escuchando las anécdotas de esta descendencia. Lo que me divertía, sobre todo porque yo soy una persona que viene de la nada, que no tiene posibilidad de descender, sólo puedo ascender).
Ni bien llegamos, una joven vestida muy elegante nos condujo en medio de una multitud, hasta nuestra mesa. La número nueve. Creo que vale la pena perder un rato describiendo el lugar: estábamos debajo de una inmensa carpa, rodeados de mesas similares a la nuestra, en el corazón de un jardín inmenso y, a un costado, brillaba la luna sobre la superficie de una piscina. Tomando un camino de cemento, se podía llegar hasta la barra que ahora estaba llena de copas de vino y que más tarde exhibiría los postres. Detrás de esta barra, como un custodio de frac, se paraba un joven muy alto, con el pelo engominado, que me hizo recordar el look de los montos de los setenta. A sus espaldas se abría una puerta por donde entraban y salían mozos y mozas que estaban preocupados por ejecutar a la perfección la primera parte del evento: saladitos y copas de precalentamiento.
Noté que había una chica, escultural, que llevaba un micrófono inalámbrico que se comunicaba con alguien, dando órdenes, como si fuera un set de televisión. Todo esto sucedía bajo inmensos focos de luz. Si uno quería salir de este resplandor, bastaba con caminar hasta el jardín y sentarse en uno de los bancos de plaza que estaban desperdigados en torno a la piscina. En un costado, contra un inmenso muro, dormía una cancha de tenis sin red.
Lo primero que quiero decir es que mi mujer es encantadora. Y que la amo. Tiene una belleza oriental que hace que a veces la confundan con una japonesa. Cuando nos sentamos en las mesas mi mujer empezó a presentarme a sus amigos de la infancia. Yo trataba de ser amable e intentaba un germen de conversación, pero rápidamente éramos interrumpidos por un nuevo amigo que se nos unía a la cadena y volvían las presentaciones como un boomerang. Era como estar nadando en un inmenso océano, quedarse quieto, flotar, para volver a retomar las brazadas. No se veía la costa. Encima yo estaba nadando con zapatos, duros, negros. No tenía duda de que me iba a ahogar antes del carnaval carioca.
TENGO CASI CUARENTA AÑOS y a lo largo de mi vida debo haber ido a tres o cuatro casamientos. Recuerdo el primero. Mi hermano menor y yo, los dos vestidos con camisa blanca, moño, pantalones cortos de franela azul. Se casaba una prima nuestra con un hombre mayor, un inglés. Recuerdo lo que dice el enfermo de Kant: “El matrimonio es una forma de legislar el uso de los órganos sexuales de la pareja”. Yo apenas puedo sacar en claro algunas descripciones útiles para un manual de antropología del futuro: los casamientos empiezan con tragos y saladitos, después se pasa a la mesa que te tocó en suerte, ahí se come una entrada, un segundo plato, y los rigurosos postres. Después se hace un impasse para salir a bailar. Se abre con el vals, se pone música frenética, se corta para tomar café, y más tragos y se termina con el denominado carnaval carioca. Es decir, música brasileña que generalmente se escenifica con gorras y cornetas de plástico y papel picado. Cuando finalmente se corta la torta, la novia arroja un ramo por los aires y las mujeres de la fiesta —solteras— tratan de agarrarlo. La hembra que lo consigue está signada con la promesa de un futuro casamiento. También, sobre el final ponen música y el novio se pone una corbata de vincha y los amigos lo alzan para arrojarlo por los aires. (Una vez fui a un casamiento donde el novio casi no tenía amigos y el hermano reclutaba gente por las mesas para conseguir que se lo alzara). Todo esto lo puedo afirmar porque lo vi con mis propios ojos.
EN LOS TOURS, uno padece las amistades en cautiverio. Hablamos y tratamos de ser corteses y hasta establecemos ciertos vínculos con personas a las que jamás, en otras circunstancias, les hubiéramos dirigido la palabra. Una mesa de casamiento es algo parecido aunque en menor escala. La mesa nueve estaba ocupada por las siguientes personas: un macho y una hembra que denominaré el matrimonio uno, otro macho y hembra al que denominaré matrimonio dos y otra pareja de mamíferos que serán el tres. La cuarta pareja de bípedos éramos mi mujer y yo y, sentada a mi lado, estaba una joven que no tenía mesa fija, que era invitada de la novia y que, al igual que yo, no conocía a nadie. Éramos, en cierto sentido: refugiados. Bien, ¡qué empiece la función!
¡QUIERO MÁS CERVEZA! grita el macho del matrimonio uno. Los tres machos ya vienen entonaditos y su primera preocupación era la de tomarse todo antes de la llegada del primer plato. Para eso, le pasaron unos pesos a una de las mozas. El macho uno es rubio, musculoso, con corte taza. Tiene la corbata ladeada, me guiña el ojo mientras se sirve más y más. Después se para y nos pide que nos paremos todos para brindar por alguien. Lo hacemos. Quiere que nuestra mesa sobresalga por encima de todas las otras. Este brindis lo repite cuatro o cinco veces hasta que llega finalmente el primer plato de comida. Pienso en que si hubiera una guerra y me tocara estar al lado suyo en la trinchera. Pienso si él estuviera en el bando enemigo. Pienso en si él fuera mi capitán. Pienso en si yo fuera su jefe en una oficina de venta de rulemanes. La cosa es que comemos el primer plato, algo sofisticado, poco y con gusto a cartón. Ahora el macho —ya alfa— agarra de nuevo los cubiertos y empieza hacer percusión en la mesa y canta: “ta que arde / la nueve / ta que arde”. Los dos machos de al lado lo miran y llegan a la conclusión de que eso está bueno. Y los tres le están pegando ahora a la mesa y cantando lo mismo. Recuerdo ese momento en que Michael Corleone se para de la mesa en la que está comiendo con el jefe de policía y va hasta el baño donde le dejaron escondido un revólver y lo agarra, vuelve, y le pega seis tiros al cana y al mafioso que se oponía a su padre. Le digo a mi mujer, en voz baja, que voy al baño.
Pienso que la gente que trabaja en los casamientos o las fiestas es, en un sentido igual a la que trabaja en los velatorios y los entierros. ¿Querés un whisky? me dice el Monto. Sí, le digo. Siento que los zapatos me aprietan
A medida que me interno en el jardín el griterío y la percusión de los cubiertos se hace lejana. Llego a la barra donde está el Monto de frac y le pregunto por el baño. Hay que cruzar la pista de baile y es la primera a la izquierda. Tarda en salir, pero orino. Me prendo un cigarrillo y me paro frente a la barra del Monto. Le digo que me tocó una mesa de idiotas y que quería saber cuánto podía durar toda la comida. El Monto me mira sonriendo —no sabe si tiene que entrar en confianza— y me dice que
falta un plato salado, los postres y que después ya empieza el baile. Le
pregunto si siempre trabaja en este lugar. A veces, cuando hago una suplencia, dice, dudando. Le pregunto si termina muy tarde. Me dice, ya más suelto, que a veces termina tardísimo. Y agrega: espero que éste termine rápido. Se descruza de brazos y me sonríe. Pienso que la gente que trabaja en los casamientos o las fiestas es, en un sentido igual a la que trabaja en los velatorios y los entierros. ¿Querés un whisky? me dice el Monto. Sí, le digo. Siento que los zapatos me aprietan. El mozo me sirve un vaso de Jack Daniels. Después me dice que es de Junín. Que le dicen Loli. Que estudia medicina y que los padres le mandan plata pero que se la tiene que rebuscar con otras cosas. Mañana —dice— cuido a una viejita. Le tomo la presión, le cambio los pañales, la cambio. Es una vieja de ochenta años que está hecha mierda. Por intermedio de una tía me presentaron a los hijos de ella. Uno de los hijos es Grabia, el que juega en la primera de Ferro, el delantero, me remarca viendo que yo hago agua con el nombre del jugador. Nos quedamos en silencio. Tomo dos o tres tragos. Detrás del Monto empiezan a salir camareras con los segundos platos. Le digo que hay que tener huevos para cambiarle los pañales a una vieja. Me dice que uno se acostumbra a esas cosas. Que en las clases de medicina estudiaban con pedazos de cadáveres en formol. Cuerpos de gente que nadie había reclamado. Me dice esto mientras acomoda unas botellas de vino. Me pregunta qué hago yo. Pienso en dos o tres profesiones. Soy terapeuta, le digo. Bueno… para eso también… empieza a decir, cuando detrás suyo, como un resorte salta una camarera pelirroja. Loli, te busca Harrington, dice. Loli me mira, me sonríe y se mete en la cocina. Mi único amigo se acaba de ir. Tengo que volver a la mesa nueve. Espero que los machos estén haciendo algo imprevisto, no siempre lo mismo, algo de qué agarrarlos porque los personajes estables no sirven para las buenas historias.
LOS PERCUSIONISTAS comen el segundo plato. Mi mujer me pregunta dónde me había metido. Pero cuando le estoy por contestar el macho dos le saca el tema de un amigo en común que ahora está en España y que por alguna razón no ha venido a la boda, aunque, remarca el macho tres, había prometido hacerlo. Mi mujer me agarra la mano —para mostrar que le importo, que está conmigo— y empieza a conjeturar los motivos por el cual ese buen muchacho no está entre nosotros. Empiezo a comer. Cuando giro la cabeza hacia la derecha, la chica que no conocía a nadie, me está mirando. ¿Vos no fuiste al colegio con ellos, no? Me dice. Es delgadísima y tiene un ligero estrabismo en los ojos. Lleva un vestido largo, ajustado. Las uñas de las manos, con las cuales despedaza migas de pan de manera nerviosa, están pintadas de rojo. No, le digo. Yo soy amiga de la novia, me dice. Ella me había puesto en otra mesa pero bueno, no encontré esa ubicación. Lo que pasa es que me separé hace tres meses y Martina me dijo que me iba a poner en la mesa con varios hombres solteros. Para ver si pescaba algo.
El vals es uno de los momentos clave de los casamientos. Basta con ver la cara iluminada de los invitados. Los cuatro whiskys que me dio el Monto con la panza casi vacía empiezan a hacer efecto en mi visión. Mi mujer está en éxtasis
¿Qué tonta, no? Se mete un pedazo de carne en la boca, lo come lentamente. A su lado, el macho uno se saca la corbata y se la pone de vincha en la cabeza. ¿Vos qué haces? Me dice la chica estrábica. ¿Qué hago acá? le pregunto. No, no, quiere saber de qué trabajo. Pienso en dos o tres profesiones. Soy periodista, le digo. Unos brazos que salieron de atrás nuestro sacan los platos. Ahora falta el postre, la torta y chau. Mi ex era fotógrafo, me dice. Se la pasaba trabajando. Un obsesivo del trabajo. Mirá que le dije que las cosas estaban mal. Hasta que un día me cansé y me fui de casa… él pensó que era un capricho pero se volvió loco cuando vio que no iba a volver. Las mujeres una vez que tomamos una decisión es definitiva. A la semana saqué todos los muebles. Le dejé sólo un puf. Se ve, mientras me lo cuenta, que lo disfruta. Las manos ahora ponen los postres. Me siento bien sola —me dice— le estoy encontrando el gustito a esto. Hundo mi cuchara dividiendo la bocha de crema. Ella dice: no creo que todos los hombres sean iguales. Pero ya no me mira, lo dice casi en voz baja. Entonces el DJ decide lanzar el vals y las mesas explotan y expulsan gente hacia la pista. Mi mujer me agarra de la mano y me saca a bailar. Me acuerdo de otra película, se llamaba Fuga en cadenas, era sobre presidiarios, uno negro y otro rubio, que escapaban con una cadena que los unía a lo largo de la película. La solían dar en Sábados de Súper Acción. El vals es uno de los momentos clave de los casamientos.
Basta con ver la cara iluminada de los invitados. Los cuatro whiskys que me dio el Monto con la panza casi vacía empiezan a hacer efecto en mi visión. Mi mujer está en éxtasis. Primero baila conmigo y después pasa de brazo en brazo hasta caer en los del novio. Yo me muevo despacio hacia atrás, tratando de salir del perímetro de la pista. Camino hacia atrás con notable pericia tal vez debido al alcohol y enseguida estoy en medio del patio y enciendo un cigarrillo. (Aunque debería decir que mi verdadera profesión es la de profesor de Karate, tercer dan, y que practicamos caminar de espaldas todos los días en el dojo). Entonces veo que en un costado del jardín, por una puerta trasera que nadie podía ver, está el Monto que me hace señas. Cuando llego hasta él me hace gestos con la mano para que entre, entro. Es una cocina inmensa donde mujeres y hombres se mueven guardando cosas y sacando cosas, hay un olor poderoso a comida que parece salir de una radio que emite una música chillona. El Monto me dice que lo siga, atravieso un vestíbulo donde hay una cabina con un teléfono antiguo y una mujer —de la fiesta— llora mientras la consuela otra mujer.
Ahora caminamos por un sendero que se aleja del maldito casamiento. Me hacen lugar en el círculo donde varios mozas y mozos descansan por turnos y fuman y le dan de comer a un animal que está parado en el centro del círculo que ellos forman. Tiene forma de perro pero con alas, parece una foca con garras con algo de gato, se mueve lentamente, los mozos le tiran comida y él la engulle rápidamente. Está sudando, una moza lo acaricia y parece entrar en éxtasis. Es un animal de la casa, me dice el Monto, siempre que venimos está acá atrás. ¿Qué es? le pregunto. No sé, me dice, una vez le saqué una foto y se la llevé a un veterinario y me dijo que no sabía qué mierda era, que sacara bien la foto. Un mozo le apaga un pucho en la cabeza al animal y todos se enojan y lo empujan. El animal pega un chillido horrible. Siento ganas de llorar. De fondo se escucha la música del casamiento, la gente cantando a coro una canción. El hit de la temporada que asciende hacia la noche negra y estrellada.
EL SUDARIO
Un hombre se acuesta. Está un poco enfermo y ni bien se duerme cae en un sueño pesado y profundo. La fiebre le pasa una película por la paleta de nervios. No son pesadillas, no exactamente. De golpe está caminando por lugares extraños. Hay alguien que lo acompaña, pero por más que se esfuerza no lo puede ver. Pero hay alguien que lo acompaña. A la mañana siguiente, después de levantarse, las sábanas tienen tatuada su transpiración. Lo que sigue es el racconto de este sudor, el intento de transcribir ese sudario.
LO CONOCEN COMO EL BAR DE ROBERTO. Un lugar pequeño, con mesas y sillas todas diferentes, puestas a la marchanta. Una barra larga, de madera oscura que se ha ido cuarteando con el tiempo y la humedad. El bar de Roberto es un lugar húmedo. Como si estuviera cavado en las profundidades de la tierra, cerca de las napas de agua. Tiene largos estantes en el techo con botellas viejísimas que conservan dentro líquidos añejos de todo tipo de licores y bebidas blancas, líquidos que cada año, a cierta hora específica, como si se tratara de la sangre de San Genaro, se licúan solos, frente a la mirada escéptica de los parroquianos. Por la noche, se pueden escuchar a tangueros del barrio cantando por monedas. Son cantantes muy viejos, perros cuzcos. Hay uno al que le dicen Jagger, por la manera esperpéntica en la que mueve los brazos acompañando las letras que saca de su boca como si fueran golpes de arte marcial.
Para la edad que tiene se las está arreglando bastante bien. Eso le gusta pensar. Es un día que amaneció negro y pesado, y que mutó en lluvia intensa. Globitos en la vereda, percusión hasta la madrugada. Ese día trabajó en el restaurant donde es adicionista hasta las tres de la tarde. Por el agua intensa, no hubo mucho trabajo y se la pasó fumando en el patio interno que comunica a la cocina con los baños. Sintió que se le habían mojado un poco la punta de los zapatos. Chiqui, el cocinero, enano y gordo, le trajo un sándwich que dejó por la mitad. A veces tiene la sensación de ser como Kaspar Hauser. Es difícil de explicar.
Un día alguien lo arrojó en la calle, él no conocía a nadie y nadie lo conocía. Esa es una buena manera de empezar una vida. Se siente en sintonía con ese muchacho. Pero se llama, en verdad, Claudio Arroyo, pero todos le dicen Picasso; no porque tenga veleidades artísticas sino porque durante su adolescencia fue un fanático del pico, de inyectarse de todo. Por eso, ahora, cuando se mira en el espejo, se ve bastante entero para lo que hizo. Hay también una estética en la destrucción. Recuerda haberse quedado toda una tarde mirando a unos obreros demoler una casa a martillazos, como hizo Nietzsche, el filósofo que le prestó Andrés.
CUANDO SALIÓ DEL RESTAURANT, se puso el piloto. Ahora la llovizna era tenue pero persistente. La humedad en los pies le molestaba. Las medias mojadas. La media naranja. Pensó fugazmente en ella. Caminó las diez cuadras que separan el restaurant del bar de Roberto. Empapado, se sentó en la mesa que está entre la puerta y la barra, la mesa 0 le dice Esteban, el hijo de Roberto. Pidió un café y un Fernando. Empezó a pensar en que casi no hay en las heladerías helados de pistachio. Siempre le gustó el helado de pistachio y secretamente piensa que esa elección habla bastante de su persona. No era común que un chico sintiera curiosidad por ese helado verde que solían tomar los grandes. Un día lo pidió y se salió para siempre del chocolate y crema. Ahora hace un frío musculoso, un frío más metafísico que real. Los pies están petrificados. Este frío, piensa, augura días oscuros, por dentro y por fuera. Pidió otro Fernet bien cargado. Esperando ese momento en que el alcohol denso empieza a trabajar en el cuerpo y uno se siente como el Buda bajo el árbol de la iluminación. Y cuando ya estaba bastante iluminado vio entrar al bar a Sergio Narváez. Se fue directo a saludar a Esteban con un apretón de manos a la vez que dejó caer en la mesa 0 un libro y una libreta negra. ¿Cómo se llama ese libro de Conrad? Él lo está viendo pero yo no lo puedo recordar. Es un libro hermoso, con un personaje que se llama Hamilton y pasa algo raro, como sobrenatural. Bueno, ya vendrá a la mente.
Son cantantes muy viejos, perros cuzcos. Hay uno al que le dicen Jagger, por la manera esperpéntica en la que mueve los brazos acompañando las letras que saca de su boca como si fueran golpes de arte marcial
AHORA SERGIO SE SIENTA EN LA MESA. Está increíblemente seco. Qué buen libro, le dice Picasso. Sergio, como es su costumbre, tiene una teoría: tengo un amigo —dice— que suele acostarse con hombres de vez en cuando. Disfruta mucho esos momentos. A mí me pasa lo mismo con los libros de Conrad, dice. Por eso trato de no leerlos todos de un tiro, los voy dejando para que me duren toda la vida, dice. Sergio trabaja haciendo prensa en una editorial. A veces él mismo tiene que coordinar mesas redondas donde los escribas dan charlas y firman sus libros. Toda esa retórica de la literatura —dice él— es una mierda. A veces le toca a algún escritor o escritora piola, pero son los menos. Por lo general no le gusta hablar de escritores. En cambio se apasiona cuando habla de libros. Hay muchos libros que Picasso, a través de sus relatos, tiene la impresión de haber leído. Como Las Sirenas de Titán, de Vonnegut. Lo terminó una tarde de invierno, en el 160, sentado a la ventanilla en el penúltimo asiento individual. Cuando llegó a la parte final, ésa en la que el personaje siente que arriba, en el cielo, debe haber alguien a quien le cae bien, se puso a llorar. La gente que estaba de pie, amontonada, esperando un asiento o bajarse, o el fin del mundo, o la llegada de la felicidad, lo miraba atónita. Sergio llamó a Picasso para contarle algo que lo estaba torturando íntimamente —así se expresó. Sonó el teléfono la noche anterior en la casa donde viven Picasso, su padre y su hermana. En un cuarto duermen los dos hombres, en el otro Susana. El teléfono es un aparato cuadrado y viejo, naranja. Está puesto arriba de la heladera, un lugar extraño porque ha venido juntando —el techo de la heladera— un montón de objetos que dan vueltas por la casa: un desodorante a bolita, un tenista de plástico captado justo en el momento de sacar, un estuche de lentes de Susana, una botellita enana de whisky, restos de una civilización doméstica. Pero si esta heladera y su vegetación estuvieran en el centro de un museo y tuviera un título, pongamos: Sudario, podría valer miles de pesos. De manera que Sergio está en la mesa frente a Picasso, agarra la libretita negra y la frota en sus manos y le dice: escuchá bien lo que te voy a contar porque es absolutamente necesario que me des una mano, ¿entendés?