¡Sufre uno tanto, después, para interpretar las voluntades del poeta muerto!
ALFONSO REYES
En un artículo publicado en ocasión del centenario natal de López Velarde, José Emilio Pacheco conversa con el fantasma del poeta y, hablándole de tú, le da cuenta y le cuenta los aterradores cambios padecidos por el país y las cosas que conoció; le hace preguntas de imposible respuesta, lo invita a sentarse en una banca de la Plaza Río de Janeiro y le confiesa la culpa de quienes, bajo el pretexto de estudiarlo (se incluye en el grupo), abandonan la neutralidad académica para convertirse en una “policía judicial literaria”, en cuyas filas el comandante Marx, el capitán Freud, el inspector Lukács, el teniente Lacan y el sargento Foucault con desalmado afán lo hacen decir aun lo que él quiso callar o lo que jamás cometió por escrito. José Emilio confía a Ramón un apunte reciente hecho al releer sus poemas: “me di cuenta de tus semejanzas con Bécquer”. Ambos, le dice,
... practicaron el periodismo de derechas y fueron víctimas de la in-estabilidad política; murieron de enfriamientos contraídos al pasear de noche a la salida de un teatro; y ambos son autores de obras muy breves que concentran la atención en vez de dispersarla en una pluralidad de títulos y géneros.
Y una más: “los dos obtuvieron la fama después de muertos gracias a libros suyos publicados por sus amigos”.1
Aunque don José Luis Martínez, el íntegro editor de López Velarde, haya buscado eludir esa realidad y aunque al lector de a pie le dé igual si el poeta cuidó su obra o no, el apunte de Pacheco es irrefutable: sólo 100 de las 750 páginas que integran su obra se editaron conforme a su entera voluntad y bajo su autoridad literaria y de autor, cifradas ambas en el simple hecho de poder decir “sí” o “no” e interrumpidas ambas por la muerte.2
Dicho eso, y a la vista de lo que hoy admitimos como obras del poeta de Jerez, no creo errado suponer que muchas de las más de seiscientas páginas restantes él las habría eliminado de plano (docenas de artículos periodísticos), las habría retocado antes de reimprimirlas (no existiría Don de febrero), les habría dado otro título (jamás, creo, el cursi de “Primeras poesías”), e incluso las habría rechazado como parte de su legado (pienso en las declaraciones y cartas íntimas).
La delicada cuestión es eterna y remite, aunque de diversa manera, a los autores antiguos y a los muertos que no han podido ver cumplida su voluntad autoral en formas editoriales definitivas, o no han podido orientar a sus editores póstumos —designados o espontáneos— sobre sus intenciones, preferencias y definitivos rechazos.3
Admitido lo insoluble de la cuestión, sólo queda evaluar las decisiones que en ese campo de incertidumbre han tomado los sucesivos editores de López Velarde y esforzarnos en contribuir —con modestia y sin dogmatismo— a la ardua tarea de editar con pulcritud y respeto a uno de nuestros muertos más eminentes.
Animado por ese principio, en junio de 2020 decidí leer desde la página legal al colofón el tomo de las Obras de López Velarde editado por José Luis Martínez en el Fondo de Cultura Económica (primera edición, 1971; segunda y definitiva, 1990). Se explica elegir esa compilación: aunque la obra esencial del zacatecano puede leerse en ediciones populares, antologías buenas y malas y hasta en internet, la edición de Martínez es, sin discusión, la principal y más importante de las múltiples existentes, al ser la única que se ha impuesto la misión de reunirla completa, comentada, limpia e impresa conforme a criterios editoriales —que no filológicos— rigurosos.
Otras habrá de gran valor porque están hechas con equiparable rigor y riqueza de comentarios y precisiones, pero sólo la de Martínez reúne todos los escritos velardeanos, incluso los privados, inconclusos e involuntarios (cartas, borradores, respuestas dadas en entrevistas), en un tomo que se quiere también una enciclopedia verlardiana, al presentar (son palabras del maestro) “una síntesis de lo que hasta hoy sabemos de López Velarde”.
Como no podía ser de otro modo, la experiencia de leer de corrido las Obras fue extraordinaria y emocionante, con un extremo inesperado: jamás pensé que la edición tuviera tantas erratas de todo tipo (dedazos, deslices, lagunas, transcripciones erróneas, inconsistencia en el criterio de modernización).
Los deslices van de la minucia de añadir signos
de puntuación no observados en ediciones originales
o manuscritos, a la gravedad de alterar un verso
Son más de 700 entre las que he llegado a registrar en mi ejemplar de trabajo (cuarta reimpresión de la segunda edición, 2014), las cuales describo de forma sintética explicando algunos de sus tipos, recurrencia, modo de persistir y ubicación.
Antes aclaro mi criterio de revisión. Consulté las primeras ediciones de sus libros canónicos,4 los pocos manuscritos que subsisten (no más de treinta) y las pocas reproducciones originales a las que puede accederse sin acudir a una hemeroteca. Sin embargo, la mayoría de erratas que he registrado se notan sin ver aquéllos: son desvíos gramaticales, sintácticos, incluso lógicos. El día que reunamos fotocopias de las primeras apariciones en periódicos y revistas (en El Colegio de San Luis hay un proyecto para hacerlo), auguro que la cifra de erratas crecerá.
LOS POEMAS
Aunque los descuidos que afectan la edición se observan también en las secciones correspondientes al estudio introductorio y las notas de Martínez, son de más urgente atención los que aparecen en las páginas que recogen los poemas de López Velarde.
Los deslices van de la minucia de suprimir o añadir signos de puntuación no observados en ediciones originales o manuscritos (cuando subsisten), a la gravedad de alterar un verso o transcribir una palabra por otra, como ocurre en “Al volver” y en “El sueño de los guantes negros”, sólo él afectado por una decena de divergencias con respecto al manuscrito, como señalé en el artículo “Erratas centenarias”.5
A veces la negligencia concierne una sola coma, pero el efecto de suprimirla es tremendo, como en “La lágrima”, que sin ella después de “satisfecho” (“encima / del apetito nunca satisfecho / de la cal”) atribuye la sed no colmada a la cal, y no, como debería, al apetito inconsumado de López Velarde en su relación con Margarita Quijano.
Otra cantidad de alteraciones se cargan a la cuenta de la modernización ortográfica y de puntuación, entendida a su modo por cada uno de los sucesivos editores y que Martínez no llega a uniformar bajo un patrón comprensible. Así las cosas, si bien don José Luis declara que hará la normalización “respetando siempre modalidades intencionadas”, eso no ocurre muchas veces, con especial desatención a dos maneras típicas del estilo de López Velarde.
Por un lado, el uso del punto y co-ma para señalar pausas marcadas de enunciación y distribuir las frases largas, seriadas o meramente enredadas, que es reducido sin más a la impresión de la simple coma. Un ejemplo entre muchos: en el “Poema de vejez y de amor”, en un pasaje de diez versos, cuatro puntos y coma se desdibujan en comas, mientras una coma se elimina. Y, por otro lado, su gusto bien probado por la aposición, presente desde antes de La sangre devota y hasta los poemas finales. Hay decenas de ejemplos: “y van, por la senda larga, / orgullosos de su carga”, notoria en la prínceps, no tiene por qué diluirse en “y van por la senda larga, / orgullosos de su carga” (140); como tampoco “será, a la vez, risueña / y gemebunda” admite modernizarse en “será a la vez risueña / y gemebunda”, como hace Martínez según la mala costumbre instaurada por Castro Leal.6
Hay otras tipologías o casos de error en los poemas: lecciones que eran correctas en 1971 alteradas para mal en 1990 (“hemisféricamente, de moneda”, que pierde su coma necesaria); tratamiento diverso de mayúsculas intencionales puestas a ciertos sustantivos y adjetivos (Primavera, Abril, Amada); aplicación tajante de un criterio puritano de modernización que, mientras conserva “Méjico” y “mejicanas” (y hace bien), elimina resonancias buscadas por el autor (harmoniosos, harpadas, acordar); fusión de estrofas indicadas como distintas y apertura de otras ahí donde la prínceps imprime versos seguidos (“Para el zenzontle impávido...” reúne ambas faltas); errada percepción sobre la autoridad de las ediciones originales, incluso en casos de deficiencias evidentes, sobre todo en El son del corazón, la peor de todas (respeto inexplicable que conduce a imprimir mal un verso que estaba bien en la aparición que el autor cuidó y podría corregirse oyéndolo, o a seguirla en el error de inventar una coma que no consta en manuscrito ni hace falta: “creeré en ti, mientras una mejicana”); ausencia de indicación sobre títulos de poemas que López Velarde no llegó a poner y decidieron los primeros editores... Y así hasta completar más de 140 casos que deben revisarse.
LAS CARTAS
Entre la edición de 1971 y la de 1990, la sección que aumentó de forma más notable fue la de cartas, con 42 nuevas, principalmente gracias al valioso descubrimiento de Xavier Guzmán Urbiola y Guillermo Sheridan de 37 misivas no conocidas, dirigidas a Eduardo J. Correa. El problema es que con esa ampliación aumentaron también las erratas y los deslices de todo tipo, más de sesenta, muchos para las pocas páginas que ocupan (801 a 863).
Al igual que en otras secciones, hay numerosos casos de inconsistencia al aplicar criterios de transcripción de abreviaturas y de modernización or-tográfica y al puntuar, pero aunque sea ése un aspecto digno de atención, lo preocupante no está ahí, sino para sólo hablar de las cartas dirigidas a Correa, en la relación dual que José Luis Martínez establece con las decisiones de Guillermo Sheridan, primer editor de 37 de las 45 misivas: en repetidas ocasiones lo desoye en sus aciertos, y en un caso grave lo sigue en el error, aun cuando su propia edición estaba bien.
Cito al azar ejemplos de la primera conducta: “la colaboración [...] que le he ofrecido y espero cumplir” pasa sin explicación a “espero llenar”; en frases pertenecientes a cartas diferentes, el pasado perfecto se convierte en copretérito de duda al añadirse letras inexistentes: “recibí su alegato y lo leí ya” pasa a “lo leía ya” y “Al fin me resolví a venirme para acá” a “me resolvía a venirme”. En tres cartas de las que él rescató, Sheridan pone sendas indicaciones significativas (“Luto”, “Postal”, “En papel membretado de El Debate”) que aquí se eliminan sin más, como también sin explicación y sin nota se elimina la carta 39 de Sheridan , que si bien es una postal intrascendente existe y algo dice.
A su vez, el caso grave anunciado es éste: dada a conocer por Elena Molina en su compilación de Prosa política (1953), la carta del 8 de abril de 1912 tiene casi al final una frase terrible de López Velarde que ha sido muy citada: “Yo estoy como siempre, disfrutando de las migajas del festín”, la cual por obvio descuido fue omitida por Sheridan en su edición (o eliminada por los capturistas del FCE).
Otras alteraciones en los poemas se cargan a la cuenta de la modernización ortográfica y de puntuación, entendida
a su modo por cada uno de los sucesivos editores y que José Luis Martínez no llega a uniformar bajo un patrón comprensible
Las Obras de 1971 y sus reimpresiones de 1979 y 1986 publicaron bien esa carta hasta que alguien decidió seguir a Sheridan en el despiste, con lo cual esa línea esencial ya no aparece en la edición de 1990 ni en sus reimpresiones (cuatro, hasta 2014). Y no es el único caso de regresión.
LOS ÍNDICES
En una edición como ésta resulta ocioso defender la importancia de contar con índices completos y confiables: son las placas en las calles y plazas de la ciudad de un libro, las indicaciones que nos permiten transitar sus lugares habituales, desconocidos u olvidados; brújulas en el mar de alusiones; tablas de comprobación de una presencia, de cierto interés del autor (o de su notoria ausencia).
Los tres índices que tiene esta edición —de títulos y primeros versos; de nombres; general— ocupan las sesenta páginas finales del libro, entre la 917 y la 975, y en ellos se concentran más de doscientos de los deslices registrados.
Los dos primeros índices acusan deficiencias esperables y de fácil rectificación: inconsistencia en la manera de registrar un título (con mayúsculas o sin ellas, con cursivas o sin ellas); ausencia de cursivas y de comillas en entradas que las exigen (porque son títulos de libros o porque no lo son, porque son términos extranjeros); ausencia de indicación distintiva en los títulos puestos por el editor; divertidas erratas por asimilación (“poco serios” en lugar de “joco serios”) o no tanto (cuando un poema pasa a llamarse “La Ascensión a la Asunción”); entradas idénticas distinguidas aquí sí y allá no.
En el índice de nombres los casos son más variados: doble apertura de entradas para la misma persona (Lizardi y Lizardo; Resendes y Resenes; Robles Gil y Robles Tolsá) y hasta triple en el caso del padre, quien aparece como “López Morán, Guadalupe”, “López Velarde, Guadalupe” y “López Velarde, José Guadalupe”; ausencia de menciones y remisiones significativas (la de Baudelaire al poema famoso; la de Rafael López al dedicatorio de Zozobra; la de Rubens en “Dejad que la alabe...”); alteración de nombres y apellidos conocidos (Essenin por Esenin; Herrera y Reissig vuelto “y Reissing”; Jarry bautizado como “Alffred”) y extranjeros, sobre todo franceses, cuyos acentos no se ponen o se cambian (Ampères y no Ampère; Miréio y no Mirèio; Sevigné y no Sévigné; Fougeran y no Fouregan); confusión de padres con hijos (los De los Santos, los Gómez Portugal); invención de personas (Antonio de Valle Arizpe, por error de Martínez; Belén de Zárraga, por un fallo no corregido ni comentado de Ramón, en veinte casos); personajes ficticios presentados como personas (Colline, Mimí, Schaunard, todos de Escenas de la vida bohemia, de Mürger, citados en la misma página por López Velarde); menciones reiteradas que habría sido fácil completar (los criticados gobernadores de Yucatán, San Luis Potosí, Michoacán, Guanajuato y Tlaxcala aparecen respectivamente, sin nombre o con el puro apellido, como “Muñoz Aréstegui” —y es Arístegui— “Miguel”, “Lizardi”, “Martínez” e “Hidalgo”), cantidad de dudas que se resuelven tecleando la palabra rara en Google (Panudes fue Planudes, Latouche fue Gaston La Touche).
LOS ARTÍCULOS PERODÍSTICOS
En 1971, con una cercanía de meses, Martínez al presentar su primera edición de las Obras y José Emilio Pacheco en dos artículos, coincidieron en declarar su desprecio a la entonces todavía llamada “prosa política” de López Velarde. “Uno quisiera ver eliminados esos fardos”, se sinceró el primero; “infames textos políticos [...] sin más interés que el documental”, los juzgó el segundo.
No es difícil coincidir con ellos: el hoy llamado “Periodismo político” —180 escritos publicados entre 1907 y 1919— constituye la parte menos pulida y brillante de su obra, la que nos revela su perfil menos halagador y la de estatuto más dudoso, al ser muy probable que el poeta se negara a otorgarle 120 páginas del tomo de sus obras completas. Pero los textos están ahí y por tanto han de recibir el mismo nivel de atención al editarlos, revirtiendo con eso la tendencia hasta ahora admitida de dar por inamovibles las lecciones de dos de los investigadores que los rescataron de sus primeros sitios de aparición, casi siempre periódicos remotos: Elena Molina, que exhumó 155 y Luis Mario Schneider 18 (los descubiertos por Sheridan son caso aparte; pues él sí razona sus dudas y explica sus decisiones).
Anoto esto a cambio de no aportar ejemplos de los casos diversos de error que deben rectificarse en esos textos: puntuación imposible, corrupción notoria del texto original o incorporada al transcribir con descuido, nombres alterados, ausencia de criterios de modernización y uso de mayúsculas, dedazos al por mayor, atribución a López Velarde de párrafos que no son de él y lo contradicen antes de empezar a hablar (un solo caso, pero notorio: ver “El triunfo del licenciado Pino”, en Obras, 592), incorrecciones que él no habría cometido, cortes de párrafo a la mitad de una frase... y en fin, errores de todo tipo que bien podrían describirse con las palabras que él usó para evaluar el informe de un gobernador potosino: “De las faltas de ortografía sólo diremos que son tan numerosas como una colonia de microbios”.
Se trata de microbios de toda especie editorial que en conjunto podemos combatir si, para empezar, reunimos copias de las publicaciones originales, volvemos a ver con lupa los manuscritos subsistentes, tratamos las primeras ediciones sin un malentendido respeto reverencial y, en una palabra, leemos con atención cada página salida de la mano de López Velarde, quien las escribió poniendo en ellas “un escrúpulo de diamantista”.
Los tres índices que tiene esta edición —de títulos y primeros versos; de nombres; general— ocupan las sesenta
páginas finales del libro, entre la 917 y la 975, y en ellos se concentran más de doscientos de los deslices registrados
Notas
1 “La prisionera del Valle de México”, “Inventario”, Proceso, 13 de junio, 1988, en Ramón López Velarde: La lumbre inmóvil, selección y epílogo de Marco Antonio Campos, Era / Secretaría de Cultura, México, 2018, pp. 71-81.
2 En un escrito que, junto a otros, reuniré en el libro de próxima aparición Órbita de López Velarde, se revisan con mayor detalle las circunstancias y los momentos en que fue conformándose el legado escrito del zacatecano, sobre todo a partir de su temprano fallecimiento.
3 Exactamente eso, elaborar las instrucciones precisas para editar su obra al morir, fue lo que sí hizo Alfonso Reyes, quien a los 36 años (cuando le quedaban 34 por vivir) redactó la “Carta a dos amigos” de la que procede el epígrafe de este texto, sin imaginar que los albaceas literarios ahí designados morirían primero que él: Genaro Estrada en 1937 y Enrique Díez-Canedo, en 1944.
4 Entre las ediciones de consulta no sólo provechosa sino indispensable están la de Poemas escogidos por Xavier Villaurrutia (primera edición, 1935, aumentada en 1940 y con múltiples reimpresiones); la parte dedicada a Ramón en la Antología del modernismo (1884-1921) de José Emilio Pacheco (primera edición, UNAM, México, 1970, con múltiples reimpresiones); la Obra poética (verso y prosa), a cargo de Alfonso García Morales (UNAM, México, 2016); y la Obra poética que el propio Martínez hizo para la colección Archivos de la UNESCO, en 1998, que reproduce un amplio dossier y los escasos manuscritos del poeta, pero al fin también es incompleta.
5 Luvina, números 100-101, pp. 351-359 (https://rlv-erratas-centenarias-carlos-ulises-mata/).
6 A propósito de este ensañamiento de los editores contra la aposición en López Velarde, Luis Vicente de Aguinaga escribió un puntual artículo: “Nueve párrafos por una coma”, en el que sigue la trayectoria de una coma significativa que a veces se ignora y otras se pone mal en dos versos de “Mi corazón se amerita...” (https://lasantacritica.com/barahunda/nueve-parrafos-por-una-coma/, consultado el 22 de abril de 2021).
Carlos Ulises Mata (León, 1970), ensayista y universitario, es autor de La poesía de Eduardo Lizalde (2002). Editó una antología de la prosa de Efraín Huerta (2014) y la Poesía reunida, de Margarita Villaseñor (2017).