Cuando recibí la invitación de Julia Santibáñez a colaborar en El Cultural con una columna nos encontrábamos en la incertidumbre del confinamiento. Nuestro contacto con el mundo estaba limitado a la virtualidad. Todos conocemos perfectamente este contexto, pero lo relato aquí porque para mí fue una sorpresa que en ese mundo se me abriera un lugar en las páginas de un suplemento cultural. Lo escribo hoy porque para mí es la mejor manera de honrar la memoria del editor que fue Roberto Diego Ortega: sin conocerme jamás en persona confió en mi voz, estuvo abierto a los temas que proponía y apoyó mi pluma sin dudarlo. En un México de cuates, su apertura fue una bocanada de aire fresco y, para mí, el mayor reflejo de sus convicciones como editor por impulsar nuevas visiones y generaciones. Por eso le estaré siempre agradecida. Ojalá muchos más sigan su ejemplo.
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