Analizar la relación entre Palinuro de México y la medicina es un motivo de gozo, incluso en medio del duelo por la muerte de Fernando del Paso, porque significa el triunfo de la literatura sobre el desencanto y la apatía. El enorme volumen lucía imponente hace treinta años, en el librero de mi padre, donde ocupaba un lugar distinguido dentro del territorio dedicado a la narrativa hispanoamericana. Si los alcances literarios de José Trigo y Noticias del imperio eran indiscutibles, nuestra predilección personal siempre estuvo con Palinuro. Leí el libro en aquellos años como si lo hubiera escrito Cortázar: en una forma que no es orden, ni caos, sino todo lo contrario. Cuando leí esa primera frase de la novela, según la cual el fantasma de la medicina acompañó siempre a Palinuro, no sabía aún que dedicaría mi vida a la medicina.
Curiosamente, fue mi padre quien me impulsó a estudiar la carrera. No era el poderoso mito contemporáneo de la ciencia médica lo que resultaba atractivo para su imaginación, sino más bien la simbología del estado oculto del cuerpo: el entendimiento de la materialidad humana como un territorio metafórico donde se consuma el drama arquetípico de la experiencia humana, desplegado, a su vez, en una narrativa histórica milenaria que se confunde con la mitología occidental y oriental, y alcanza momentos de tensión literaria en el Renacimiento de Paracelso. Aprendí a valorar esta versión mitológica de la medicina a través de mi padre, quien me recomendó leer algunas ficciones médicas contemporáneas. No me refiero a los casos reales de médicos escritores, como Mariano Azuela o Elías Nandino, sino precisamente a la medicina como un fantasma en la novela de Fernando del Paso, a la medicina como transgresión estética en Farabeuf o la crónica de un instante, de Salvador Elizondo, y aún a la medicina como exploración de lo posible en El disparo de Argón, de Juan Villoro. Esas claves conspiraron con la mitología de mi padre para construir una medicina dispuesta a realizar una alianza secreta con la literatura.
Fernando del Paso, un pesimista con sentido del humor, ateo, obsesionado por el lenguaje y la historia, aficionado a la astrofísica, la zoología, la arquitectura, declaró en forma repetida su amor por la medicina. Es bien sabido que antes de estudiar la carrera de economía, deseaba estudiar en la escuela militar de medicina, una de las más prestigiadas de su época, y en ése, como en muchos otros sentidos, Palinuro de México puede concebirse como un laboratorio experimental de la personalidad, un taller creativo dispuesto a generar transformaciones del ego, como lo es, en cierta forma, toda narrativa de ficción, y más aún, toda narrativa. Sabemos que Palinuro es un estudiante de medicina durante el movimiento estudiantil de 1968. Pero lejos de la dimensión política del libro, que ha sido motivo de lecturas lúcidas y vigentes, me parece también que el afecto personal del escritor hacia la historia cultural de la medicina, tan cercana a su talento barroco y erudito, es el origen de una investigación fecunda sobre la relación entre el cuerpo y las palabras. La anatomía, entendida como manipulación sistemática del tejido humano, requiere el recurso lingüístico, la infinita variedad de etiquetas lexicales para generar representaciones estables y formatos adecuados para la comunicación, la enseñanza, la investigación. El acto de nombrar, que emparenta a la literatura con tradiciones tan diversas como la cábala, la astronomía, la geografía y la química, encuentra en la anatomopatología un caso especial: se forma, en el mundo clínico, una articulación epistemológica entre los conocimientos adquiridos mediante la visión y el tacto, y la capacidad del lenguaje para estabilizar y formar conceptos. Al abrir algunos cadáveres, como dijo Michel Foucault en El nacimiento de la clínica, los objetos y tejidos previamente ocultos deben nombrarse con el recurso de la analogía, que emparenta a la poesía con la medicina anatómica. El cíngulo, el tálamo, el hipocampo, la amígdala, son algunas palabras de la neuroanatomía. Muestran el sentido figurado que genera, paradójicamente, las convenciones materialistas de la medicina: cinturones, recámaras, animales marinos y alimentos fungen como modelos para la conceptualización, que no se limita a la descripción visual de estructuras, sino que ofrece peldaños indispensables para la ideación abstracta.
En el punto de convergencia entre la descripción y la conceptualización anatómica mediante el recurso del lenguaje, es donde veo la proliferación desmesurada o descomunal de Fernando del Paso y el vértigo de sus listas (como diría tal vez Umberto Eco). Al inicio de la novela, en el capítulo titulado “La gran ilusión”, Palinuro revela claves pictóricas de su relación con la historia cultural de la medicina, a través del tío Esteban. Dice Palinuro:
Fueron tantas... Las ilustraciones y las láminas que pasaron por sus manos, desde las danzas de la muerte de Holbein de Basilea que inspiraron a Saint-Saens y a Glazunof, hasta los Apestados de Jaffa del Barón Gros, pasando por todos los estropeados de El Bosco, los dentistas de Van Ostade, los poseídos de Van Noort, los barberos cirujanos de Teniers, los pestíferos de Poussin, los leprosos de Hans Burgkmair, los ciegos de Brueghel y los tiñosos de Giovanni della Robbia, que el tío Esteban... llegó a pensar y a actuar como un médico de verdad.
"Mediante la asimilación de un espíritu lúdico, Del Paso logra construir una reinterpretación del cuerpo humano, marcada por la tensión dinámica entre el gozo de los sentidos y la descomposición de la materialidad humana".
LA METAMORFOSIS CREATIVA del ego se pone de manifiesto en la figura del tío Esteban, quien es capaz de transformarse en médico mediante la asimilación de imágenes, lo cual revela el poder del recurso metafórico.
El elemento autobiográfico, sublimado mediante la radicalidad de los recursos literarios, es mostrado por el autor en un acto de honestidad intelectual, como en aquella frase que hemos escuchado en alguna cinta de Almodóvar: uno es más auténtico mientras más se parece a lo que quiere ser.
Yo no participé en el movimiento de 1968 —dijo Fernando del Paso—, pero para mí fue muy fuerte. Yo no era un estudiante, tenía ya más de treinta años, pero Palinuro sí podía estar ahí y así lo decidió: muere inmolado en el Zócalo. Lo que yo decidí fue el lugar de su muerte.
El desdoblamiento de identidades, dado por Palinuro y el tío Esteban, permite la exploración de aficiones indecentes, obscenidades, formas interminables de degradación de las buenas costumbres, pero a diferencia de la atmósfera escalofriante conseguida por Elizondo en Farabeuf, del Paso fabrica una celebración gozosa en donde caben por igual las glorias y miserias del cuerpo, como diría Francisco González Crussí. Al hablar del amor por la medicina y del asco de Estefanía por las secreciones y los líquidos corporales, dice Palinuro:
Y tampoco, comiendo o no, se le podía hablar de saliva, materias fecales o líquidos cefalorraquídeos, sin que le dieran náuseas. Esto comenzó a suceder desde que el tío Esteban contó la historia de cómo se pelaban los huesos, y en vista de que ocurrió varias veces, el tío Esteban, resignado, le dijo que ya no volvería a hablar de medicina —ni de nada que se le pareciera delante de ella—. Y Estefanía lloró y le preguntó al tío Esteban por qué la castigaba, que ella quería ser doctora y que cuando fuera grande ya no sentiría asco.
MÁS ALLÁ de las emociones básicas descritas por Charles Darwin y reificadas una y otra vez por la neurobiología contemporánea, Del Paso explora dimensiones de la experiencia subjetiva donde el contraste entre la fascinación y la vergüenza revela paisajes emocionales inéditos, pero auténticos.
Mediante la asimilación de un espíritu lúdico, tan celebrado en Rabelais, Del Paso logra construir una reinterpretación del cuerpo humano, marcada por la tensión dinámica entre el gozo de los sentidos y la descomposición de la materialidad humana. Los relatos sobre la flatulencia y otros pormenores del cuerpo se multiplican y combinan, sin transiciones artificiales o convenciones estéticas, con la enumeración de acontecimientos literarios en el terreno amoroso:
Un día la besé en francés. Ella se limitó a bostezar en sueco. Yo la odié un poco en inglés y le hice un ademán obsceno en italiano. Ella fue al baño y dio un portazo en ruso. Cuando salió, yo le guiñé un ojo en chino y ella me sacó la lengua en sánscrito. Acabamos haciendo el amor en esperanto.
Gaston Bachelard afirma en su ensayo La poética del espacio que “la imagen poética nos sitúa en el origen del ser hablante”. La poesía, dice, “pone al lenguaje en estado de emergencia”. Me atrevo a decir que, mediante el juego desmesurado, Fernando del Paso ha construido una sorprendente poesía de la medicina (heredera tal vez de aquellos Sonetos del amor y de lo diario). Un juego capaz de poner al lenguaje médico en estado de emergencia y de crear pactos en clave secreta, o en franca declaración pública entre la materialidad recalcitrante del cuerpo humano (origen del dolor, la separación y la pérdida, la secreción fétida o el amor erótico) y la literatura, ese territorio cargado de ecos memoriosos, reflexiones, monólogos interiores, sensaciones estremecedoras. Un clima verbal que no puede traducirse a otro medio expresivo, para usar las palabras del propio Fernando del Paso; un espacio donde cada libro establece sus propias reglas del juego. En el caso de Palinuro de México, las reglas tienen el poder de penetración suficiente para ponernos en marcha, con otros agentes de la ficción, por el camino que conduce a la medicina: la vocación que Fernando del Paso realizó en clave narrativa, y que ahora puedo aceptar como propia gracias al juego literario que da sentido a la materialidad descompuesta.