Quedar atrapados bajo las cobijas hasta muy tarde, en una suerte de capullo transitorio que incuba sueños diurnos, es uno de los placeres insustituibles que depara el invierno, con sus noches largas y demasiado frías y la sucesión de celebraciones, comilonas y resacas. Cuentan que R. L. Stevenson escribía en la cama, no sé si todos los días o sólo cuando la enfermedad lo postraba; bajo su amparo quiero escribir estas líneas acolchadas y tal vez demasiado tibias con las que, además, pruebo los beneficios de la horizontalidad.
EL AMBIENTE que se forma bajo las cobijas tiene algo de marsupial, de gruta mamífera, hospitalaria y portátil; de no ser porque ese ambiente oscuro y cálido invita a la compañía y no tarda en ser aprovechado incluso por el gato, diría que despierta reminiscencias uterinas, que nos induce a acurrucarnos en posición fetal. Tal vez el llamado de las cobijas sea tan poderoso porque recuerda la experiencia amniótica, sólo que con las ventajas de la promiscuidad. Las cobijas hacen las veces de una segunda piel, que restituye el pelaje que perdimos en alguna etapa de la evolución y que nos dejó desnudos y vulnerables. Aunque decimos que hay frazadas más calientes que otras, sabemos que simplemente conservan nuestra temperatura; para combatir la hipotermia debemos marinarnos en nuestras propias irradiaciones, pero el efecto mejora con la presencia de otros cuerpos.
Según los antropólogos, buscar refugio bajo las cobijas es una vieja necesidad que heredamos del homo erectus. Desde el Pleistoceno, nuestros antepasados ya practicaban esa forma intermitente de hibernación que consiste en cubrirse con pieles de animales. Se dice fácil, pero eso significa dos millones de años de arrastrar literalmente la cobija... El crecimiento del cerebro, la pérdida de pelo corporal y la posición erguida estarían relacionados por las ventajas que trajo consigo la cacería a pleno sol, que nos hizo magníficos corredores de largas distancias y modificó la forma un tanto excepcional en que regulamos la temperatura del cuerpo, a través de la humedad exudada por cinco millones de glándulas sudoríparas, muchas más que las de cualquier otro mamífero. A cambio de tiritar en las madrugadas frías, el homo erectus nos legó extremidades superiores liberadas de la locomoción, superabundancia neuronal para resistir las inclemencias del mediodía y la inclusión constante de proteína animal en la dieta.
Los cobertores San Marcos, dos o tres kilos de tela estilo Jacquard, alían la fibra acrílica con una imaginería salvaje en el estampado
OVILLADO BAJO MI EDREDÓN cien por ciento poliéster, me dejo llevar por la ensoñación del ser humano como corredor de fondo. Por lo que se sabe, ninguna otra especie animal acostumbra esa forma extrema de cacería que consiste en perseguir a la presa durante días hasta vencerla por extenuación. Todavía hoy, rarámuris y huicholes persiguen ritualmente al venado a lo largo de varias jornadas bajo los efectos del peyote. Siguen su pista, lo otean a la distancia y lo mantienen en movimiento constante hasta que cae rendido, con las pezuñas completamente desgastadas. La recompensa, además de su carne, está en la piel, con la que los cazadores-recolectores han confeccionado mantos y cobertores desde tiempos inmemoriales. En pleno siglo XXI, los aborígenes del desierto central de Australia siguen uniendo pieles de canguro para guarecerse del frío junto a otras personas y en compañía de sus perros. Con el declive de los cobertores de lana o los edredones de plumas, muchas cobijas sintéticas imitan el tacto de la pelambre y se diseñan con patrones tipo jaguar, bisonte o cebra, en un homenaje oblicuo a aquellas noches heladas de la prehistoria.
En alguna fase de la evolución, las pieles curtidas y trabajadas se emplearon también para confeccionar viviendas. Los tipis de los indios norteamericanos se elaboraban típicamente con pieles de búfalo. Me gusta pensar que la antigua cobija comunitaria se infló en algún momento y se le proporcionó un esqueleto para convertirla en una forma de arquitectura. Quizá porque estoy plácidamente sepultado bajo varias capas de tela, me convenzo de que la cobija es en realidad la casa primigenia, que aquellas pieles que el homo erectus entrelazó por primera vez para cubrir su desnudez fueron la piedra angular, ligera y transportable, no sólo de la tienda de campaña, sino de la idea misma de casa en un contexto nómada.
Cuando algún miembro de la familia se independiza, recibe como regalo un par de cobijas de ésas que duran toda la vida. A falta de un fuego que pueda mantenerse encendido día y noche, el hogar se funda alrededor de la promesa de no pasar frío. Los más tradicionales son los cobertores San Marcos, dos o tres kilos de tela cariciosa estilo Jacquard, que alían la fibra acrílica con una imaginería salvaje en el estampado: leopardos y elefantes, lobos y venados, a los que se han sumado caballeros-águila, unicornios e incluso la Virgen de Guadalupe. No está claro que la representación de un búfalo contribuya a mantener la temperatura corporal en los duros inviernos de las llanuras de Norteamérica; sin embargo, muchos migrantes mexicanos se sienten más cómodos y apapachados bajo esos coloridos retazos del país que dejaron atrás. Tanto en las comunidades de chicanos establecidos como en los albergues de residentes temporales, decir “San Marcos” es mucho más que invocar un sinónimo de “buena cobija”; es una suerte de guiño y una seña de identidad. Del otro lado de la frontera el impredecible manto de la mexicanidad tiene por estandarte a un tigre, y en los días de campo y las carnes asadas es común que se extienda sobre el terreno esa bandera secreta, resistente y afelpada, como una versión tex-mex de El desayuno sobre la hierba, de Manet.
EL GRAN PROBLEMA con las cobijas es que, a mitad de la noche, nunca parecen suficientemente amplias.
No importa con quién durmamos, en algún punto las jalará o se hará taco con ellas y terminará por robárnoslas, dejándonos tan desvalidos como debió sentirse el homo erectus en plena sabana africana.
Así como algunos matrimonios han optado por dormir en camas separadas, he sabido de parejas que se reservan cada uno su juego de cobertores, en un retorcimiento salomónico del dicho: “Donde no hay amor, ni las cobijas calientan”. Aunque podría acarrear serios inconvenientes de hacinamiento y acaso también de almacenaje —sin mencionar las afectaciones que supondría para la institución del matrimonio—, quizá la solución sería coser varias cobijas entre sí, tal como se estilaba en la edad de oro de la prehistoria, e invitar bajo su abrigo a todos los miembros del clan: a amigos y amantes, a perros y gatos, y, ¿por qué no?, hasta el perico. Después de todo, la palabra “cobija” viene del latín cubilia, plural neutro de “cubil”: la guarida de las fieras, el aposento de la manada.