Emmanuel Carrère: La justicia posible

La cerrazón del credo fundamentalista, los hilos que mueven la crueldad del terrorismo, su narrativa que justifica sacrificios humanos —incluso de los propios fieles— en nombre de una trascendencia, son algunos de los factores que propiciaron los crímenes brutales contra la población civil, el 13 de noviembre de 2015, en varios puntos de París. Fue una masacre que estremeció al mundo entero, cuya difícil comprensión es el tema del más reciente libro de Emmanuel Carrère, que revisan estas páginas.

Emmanuel Carrère (1957).
Emmanuel Carrère (1957).Fuente: commons.wikimedia.org
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El 14 de septiembre de 2021, Emmanuel Carrère ingresó por primera ocasión a la sala donde serían juzgados los presuntos responsables de los atentados terroristas del viernes 13 de noviembre de 2015, en París. A lo largo de nueve meses, su trabajo consistió en realizar la crónica de esas sesiones para el semanario Le Nouvel Observateur, que serían también publicadas por los periódicos El País, en España, La Repubblica, en Italia y Le Temps, en Suiza. Casi seis años antes, varios comandos coordinados perpetraron ataques suicidas contra la sala de baile Bataclan, varias terrazas de bares y a las afueras del estadio donde se realizaba el encuentro de futbol entre Francia y Alemania. Más de 130 muertos y varios centenares de heridos fue el saldo de ese delirio asesino. Hoy, esas crónicas, retocadas, pueden leerse en un libro elocuente e iluminador.

Carrère explota varias de sus cualidades: sabe escuchar, jerarquizar y juzgar. Entre la vorágine de declaraciones encuentra las distintas lógicas y razonamientos; expurga lo relevante, pondera lo sustantivo, lo que resulta elocuente y hace una criba de los miles de páginas que sin duda integran el expediente; además, despliega un criterio ilustrado y sensible para ofrecer al lector los núcleos centrales del abigarrado proceso. 

Según escribe, “aquí se juzgará a segundones, ya que los que mataron han muerto”. No obstante, la reconstrucción de los testimonios de las víctimas, las argumentaciones de fiscales, defensores, los propios inculpados y finalmente las sentencias, construyen un mural rico en significados y sobrecargado de emociones. No debió ser sencillo. Los dichos de las víctimas resultan estremecedores. En un segundo pasaron de una fiesta a una masacre. Las intervenciones de los abogados de una y otra parte persiguen fines distintos, pero es necesario rescatar la nuez del asunto para no perderse en ese símil de selva amazónica. Las reacciones y actitudes de los acusados son de por sí una incógnita; es obligado, si se quiere más o menos vislumbrar quiénes son y qué los mueve, reconstruir sus biografías, ambientes, razonamientos.

SOBREVIVIENTES Y FAMILIARES de las víctimas ofrecieron sus testimonios desgarradores. Cuerpos enteros y en fragmentos fueron llegando a la morgue, el piso del Bataclan era una galería de “cuerpos superpuestos... charcos de sangre... pedazos de dientes y huesos... móviles sonando”. La masacre fue abrumadora, monumental, inasimilable. Y el Estado Islámico (EI) reivindicó esa atrocidad. Recuerda Carrère que antes de los atentados del 13 de noviembre ya recorrían las redes videos del EI que mostraban decapitaciones de prisioneros. Escribe: “La propaganda nazi no mostraba Auschwitz, la estalinista no mostraba el gulag, la de los Jemeres Rojos no mostraba el centro de torturas. Normalmente la propaganda oculta el horror. Aquí lo exhibe”.

Es la característica del terror y de la cual recibe su denominación. Al atentar contra la población civil, contra aquellos que están en un salón de fiestas, un bar o un estadio deportivo, lo que se intenta es mandar el mensaje de que absolutamente nadie está fuera de su alcance y por ello tendrán que vivir bajo la sombra del terror. No hay inocentes, no existen objetivos vedados. Por el solo hecho de vivir en determinado país una persona es culpable y, por ello, puede y debe ser castigada. 

Los relatos de quienes sobrevivieron resultan escalofriantes: quien perdió a su esposo y amigas; quien vive con secuelas físicas y psicológicas; quien ya no sabe lo que es dormir tranquilamente; quien, por las heridas, ya no puede realizar las tareas de antes; quien se suicidó en un hospital psiquiátrico; la madre que perdió a su hija; los recorridos por los hospitales buscando amigos o familiares “desaparecidos”; quien logró rescatar a un desconocido; los que pasaron por encima de los cadáveres; el miedo perpetuo ante el prójimo... Los actos terroristas dejan una estela de ecos en los cuales la angustia, el miedo, la an-siedad son difíciles de desterrar. 

“Gran parte de las víctimas a las que escuchamos día tras día —escribe el autor— me parecen héroes indudables, debido a la valentía que han necesitado para reconstruirse”. Esas personas saben que los juicios y las sentencias no cambiarán nada para ellos, pero alguna dice: “qué bien que se estén celebrando”. Es a lo más que se puede aspirar. Los muertos, muertos están; los heridos, en infinidad de casos, no recuperarán su vida anterior y los deudos tendrán que vivir con ausencias irreemplazables. Pero las víctimas, gracias al proceso, cuentan con un espacio para expresar lo que han vivido, lo que en sí mismo parece necesario y en ocasiones resulta terapéutico. Y los juicios son la “reparación” posible (imposible): existe un límite que ningún veredicto judicial puede trascender.

CARRÈRE RECUPERA LAS REACCIONES extremas. El padre que perdió a su hija y aun así entra en contacto con el padre de uno de los asesinos, o el padre que ante una situación similar clama por la pena de muerte (erradicada en Francia) para los perpetradores. El primero piensa “que también hay que escuchar la desdicha” de los padres de los terroristas y “que no se combate la barbarie con barbarie”. El segundo grita: “Me acusan de ser rencoroso y es cierto... lo soy, y lo que más me asquea son los familiares de las víctimas que no sienten odio. El señor que ha escrito un libro con el padre de uno de los terroristas me produce vómitos”. Comportamientos polares, entendibles desde el plano personal, pero con muy desigual significado en el marco de lo que llamamos un Estado democrático de derecho. Las instituciones del Estado no deben mimetizarse con el clamor de las víctimas (a las que no pueden dejar de atender), y la compren-sible rabia de éstas tiene que ser contenida si no se quiere la expansión irrefrenable de la ley de la selva.

Del otro lado, los victimarios y sus cómplices. Catorce hombres, algunos auténticos eslabones de la conjura y otros, al parecer, simples goznes menores e incluso inconscientes. Aparece el barrio belga (Molenbeck) en donde algunos de ellos crecieron y se “radicalizaron”, sus trayectorias (“no son excluidos sociales”), aficiones, los que viajaron o llegaron de Siria, los que argumentan que lo suyo fue una reacción ante los bombardeos franceses que masacraron población civil. Sus abogados defensores, convencidos de que la justicia auténtica demanda que el procedimiento respete los derechos fundamentales de los inculpados (“no defendemos la pedofilia o el terrorismo, pero estamos dispuestos a defender a un pedófilo o a un terrorista... es la ley”), hasta un defensor de carácter más que excéntrico (Vergés) que incluso reivindica su causa. 

Comparece un profesor de Princeton, Hugo Micheron, que intenta comprender los móviles de los terroristas. Resume Carrère sus dichos:

... ellos no se consideran ni víctimas ni excluidos sociales.

Por el contrario, se consideran héroes, a la vanguardia de un gran e irresistible movimiento de conquista planetaria. Las verdaderas víctimas, a su modo de ver, son los lastimosos musulmanes “moderados”, alienados, colaboracionistas…

Se trata —según postula el EI— de restaurar el Califato, que fue enterrado por Kemal Ataturk en 1924, y esa misión demanda una entrega total que puede / debe llegar hasta la inmolación: una derivación de la religiosidad (enajenación) extrema, para la cual la Causa lo es todo y los individuos (todos) resultan prescindibles. 

DESFILAN INTEGRANTES de los servicios de inteligencia franceses, investigadores belgas, familias francesas que fueron seducidas por el llamado del EI. También, por supuesto, aparece la forma en que se armaron los acontecimientos, sus etapas, su logística, las investigaciones exhaustivas y hasta el azar que acompañó las pesquisas de la policía. No faltan las discusiones jurídicamente pertinentes: ¿se trata de una asociación terrorista de malhechores o sólo de una asociación de malhechores? Si es lo primero, las penas serán contundentes, si es lo segundo, serán menores, y en ello se afanan algunos abogados de la defensa. 

No resulta sencillo obtener el testimonio de los implicados. No sólo por-

que tienen el derecho de no contestar, a lo que en diferentes momentos se acogen, sino por algo más complicado: una disposición tradicional que permite “el fingimiento... al creyente cuando no tiene la libertad de vivir su religión a la luz del día”. Existe un término, taqiyya, que para quien lo ejerce no es sinónimo de mentira, sino un recurso de ocultamiento legítimo. En la base de todo se encuentra un imposible: buena parte de los acusados no reconoce legitimidad a los juzgadores. Sus nociones generales, su marco interpretativo, su narrativa (se dice ahora) coloca los hechos (motivo del juicio) en un lugar secundario, o de plano los despoja de valor.

Portada del libro "V13 Crónica judicial"
Portada del libro "V13 Crónica judicial"Foto: Especial

ENTRE TODOS LOS ACUSADOS destaca Salah Abdeslam, el único de los comandos suicidas que no se autoestalló. No accionó, en el último momento, el cinturón con los explosivos. Carrère se pregunta: ¿por qué no?, ¿tuvo miedo?, ¿un último sentido de humanidad? Sólo Abdeslam podría contestar. Pero veo en las preguntas el destello de un tema inocultable: el de las responsabilidades individuales. 

Los fiscales se han esmerado en sus imputaciones, y Carrère reconoce “la calidad de la acusación”, realizada con acuciosidad y objetividad; por otro lado, sabe apreciar los alegatos de las defensas. Dice sobre sí mismo: “Soy fácil de convencer. Comprendo fácilmente las razones ajenas, lo cual es a la vez una cualidad —la falta de prejuicios— y un defecto —el riesgo de convertirme en una veleta... Mi íntima convicción es fluctuante, indecisa”.

Entre los acusados destaca Salah Abdeslam, el único de los comandos suicidas que no se autoestalló. No accionó el cinturón con los explosivos 

Creo que esa característica le permitió armar un mural vivo, contradictorio y comprensivo de un juicio que sin duda tiene muy distintas aristas. 

Las sentencias, por supuesto, pueden leerse en el libro. Pero si no me equivoco, el testimonio de Carrère es sobre todo un alegato en favor de la justicia: la que no sólo es posible sino deseable. Ante lo irreparable, un sabor amargo queda en la boca. Pero es deseable aún una justicia que merezca ese nombre. La que los propios seres humanos pueden ejercer para que la vida en común no sea aún peor.

Emmanuel Carrère, V13. Crónica judicial, postfacio de Grégoire Leménager, traducción de Jaime Zulaika, Anagrama, México, 2023.