Mi memoria es vaga en ciertos puntos y muy precisa en otros. Recuerdo a una amiga, no su nombre, que aseguraba escribir verso libre porque así le salía, naturalito, y no leía a otros poetas para no contaminarse. Ella alquilaba un departamento en la calle Victoria, casi esquina con Balderas, por los rumbos de la Alameda Central; la conocí en un Taller de Sueños al que me inscribí luego de leer El alma romántica y el sueño, de Albert Béguin, y a autores como Nerval, Novalis y Jean Paul, sin saber que el curso iba dirigido a terapeutas. Se trataba de incorporar el análisis del sueño a la terapia, trabajar el sueño con los pacientes. Igual, sin tener esas credenciales, me aceptaron y me acerqué al universo onírico de una manera inesperada, rodeado de psicólogos.
Vuelvo a mi amiga, de cuyo nombre no puedo acordarme. Una tarde, en su departamento de la calle Victoria, tomábamos café y hablábamos de literatura en sus términos silvestres, como poeta natural, cuando de pronto recuperó un papel que alguien le había dado o lo escribió ahí mismo (no tengo eso muy claro) y me lo extendió. El papel decía: “Palinuro de México, de Guillermo Cabrera Infante”.
—Me dijeron que era un buen libro. Me lo recomendaron mucho. Tal vez te guste.
Lo recibí y lo puse en mi cartera.
Días más tarde me detuve en una de las varias librerías Porrúa (de primos o hermanos) que había en el Centro de la Ciudad de México; estaba en República de Brasil, a cuadra y media de la Plaza de Santo Domingo. Saqué el papel, se lo mostré al dependiente... y éste regresó con un tabique de color blanco, maravilloso en su aspecto. Era la edición de Joaquín Mortiz de la novela. El objeto me pareció fantástico. Tenía su belleza propia.
—Pero no es de Guillermo Cabrera Infante, sino de Fernando del Paso
—me aclaró.
Dudé un poco, por la referencia equívoca; pregunté el precio. Me alcanzaba para comprarlo. Y salí cargando el tabique blanco.
Llegué a la novela en el momento justo de mi aprendizaje como lector, no sólo para reconocerme en ella, sino también para hallar un modelo literario poderoso
¿QUÉ EDAD TENÍA? Unos 18 años. La edad y la geografía serán importantes en esta historia, pues la novela que compré entonces en una sucursal de República de Brasil trataba de estudiantes universitarios y se desarrollaba, en su mayor parte, en los alrededores de la Plaza de Santo Domingo, que eran también mis territorios: de niño estudié piano en la Escuela Superior de Música, que estaba en República de Cuba; en la espera de los resultados del examen de admisión a la preparatoria trabajé en una joyería de República de Brasil 22B que se llama Joyería Midas (aún sobrevive, aunque la zona cambió de giro y ahora la mayoría de los comercios son de venta de artículos fotográficos); y cuando llegaron mis resultados del examen de admisión descubrí con sorpresa que me aceptaban en la Preparatoria 1, en el Antiguo Colegio de San Ildefonso. Fui de las últimas generaciones preparatorianas que poblaron ese recinto.
La novela, el tabique blanco, se ubicaba en esos espacios conocidos y reconocidos por mí. Y los personajes tenían, más o menos, mi edad. La edad que yo tenía cuando compré el libro.
Llego a este punto y se abre un abismo, como si se tratara de un cuadro escheriano: sentado en una banca de la Plaza de Santo Domingo leo una novela que ocurre en la Plaza de Santo Domingo; voy y vengo, en la lectura, de la realidad a la ficción y de la ficción a la memoria.
Lo digo sin pretender ser egocéntrico: por lo apuntado arriba, parecía un libro escrito para mí.
Llegué a la novela quizá en el momento justo de mi aprendizaje como lector, no sólo para reconocerme en ella, sino también para hallar un modelo literario poderoso. Pude percibir los alcances de la narrativa mexicana en un ejercicio novelístico radical dedicado, a la vez, a lo que me rodeaba. Me preguntaba cómo este paisaje para mí tan común, recorrido en mi infancia (por la escuela de música) y mi adolescencia (por la Joyería Midas y la preparatoria), se había transformado en ese libro extraordinario.
Mi memoria se atora en un punto; como en aquello del huevo y la gallina, no sé qué fue primero: si mi encuentro con Palinuro de México, o mi lectura del Ulises de James Joyce. No lo sé.
Los leí ambos tempranamente, y son dos faros que fijan en mí ciertas coordenadas lectoras.
UNO DE LOS EJERCICIOS aprendidos en el Taller de Sueños consistía en contar el sueño desde varias perspectivas, desmontarlo y encontrar, así, ciertas recurrencias, que eran como señales de alerta a desarrollar en la terapia. Me gustó el juego como experimento literario. Creo que se puede aplicar en un relato. Por ejemplo: primero me veo yo caminando por República de Brasil y entro a una librería Porrúa, le entrego un papelito a un hombre y me trae la novela Palinuro de México, de Fernando del Paso; luego soy el dependiente de una librería, en una tarde calurosa en la Ciudad de México, que atiende con cierto agobio a un joven confundido que le muestra un papel en el que se le pide un título de Guillermo Cabrera Infante y lo encuentra, pero atribuido a Fernando del Paso; luego soy una novela blanca, con un orbe colorido en la portada, un mamotreto de 654 páginas, que espera entre los anaqueles de una librería y de pronto es tomado por el dependiente, un tipo de aspecto cansado, que me transporta a las manos de un joven de frente amplia, quien me mira con extrañeza al ver que los datos del papel que trae como referencia no coinciden del todo, pues el libro se llama (yo me llamo) como está escrito en el papelito, Palinuro de México, pero el autor (mi autor) no es Guillermo Cabrera Infante sino Fernando del Paso, cuya foto aparece en la contraportada... El joven duda, me sopesa; le agradan mi peso y mi color, y me lleva consigo.
VOY AL LIBRERO en busca del tabique blanco y lo encuentro triplicado. ¡Compré tres veces la edición de Joaquín Mortiz! Parece como si se hubieran reproducido en el librero. Y dos de ellos los tengo dedicados: uno el 26 de febrero de 1982 (“Para Alejandro Toledo, afectuosamente, Fernando del Paso”) y otro el 9 de febrero de 1992, diez años más tarde (“Para Alejandro Toledo, con agradecimiento por su interés, Fernando del Paso”). Los tres ejemplares muestran en su lomo las arrugas de una lectura completa. Están en el librero como si posaran para una foto familiar; y los rodean otros hermanos, otros Palinuritos, digamos, en ediciones de Casa de las Américas (que piratea a Alfaguara), Plaza & Janés (de bolsillo), Fayard (con la traducción de Michel Bibard) y el Fondo de Cultura Económica.
Esta última edición, por cierto, imita las formas de la de Joaquín Mortiz en su blancura, en reproducir el mismo dibujo de la portada, y en la foto de la contraportada, similar en cuanto a la pose a la original, con un autor ya más maduro, con la cabeza blanca.
Me detengo en una fecha: el 26 de febrero de 1982, cuando pedí por vez primera a don Fernando que me dedicara su libro tenía yo, en efecto, 18 años. La novela se publicó en México en 1980; la primera edición, de Alfaguara, es de 1977.
Reconozco el primer ejemplar comprado porque es el que muestra más signos de batalla y porque entonces subrayaba con marcador amarillo de cera. Al hojearlo, encuentro entre las páginas varios papeles y hay uno que me recuerda cómo fue que me topé con la narrativa mexicana. Es un folleto de cuatro páginas en el que se anuncian los cursos y conferencias de El Colegio Nacional en septiembre de 1981. Carlos Fuentes impartió dos conferencias, bajo el título general de “Cómo escribí algunos de mis libros”; la primera estuvo dedicada a Aura y la segunda a Terra Nostra. Recuerdo haber visto el anuncio de esas conferencias en un pizarrón de la Biblioteca de México, la que está en la Plaza de la Ciudadela, a donde iba a refugiarme a leer a Dostoievksi: me gustaba tomar los tomos gordos, empastados, del autor ruso; llegaba temprano, escogía el libro (pues los anaqueles estaban expuestos y a la mano), y me acomodaba en esas sillas de madera con descansabrazos propias de ese recinto.
El anuncio en el pizarrón me hizo ver que había Dostoievskis actuales; que la escritura no era sólo cosa del pasado, sino que podía encontrarme por ahí con autores vivos. Busqué Aura, lo leí de un tirón y fui a la conferencia de esa semana (es toda una novela de cómo escribió la novela, la conservo en un casete grabado ese día); luego la emprendí con Terra Nostra, y lo mismo: la devoré en varias sesiones de diez o doce horas, y acudí a la conferencia respectiva con el orgullo de haberla terminado.
Los demonios (o Los endemoniados), Crimen y castigo o Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, son tres rotundos tabiques; lo era también Terra Nostra. Me gustaban esas experiencias de lector maratonista. Por ello quizá me entusiasmé con el mamotreto blanco que me presentaron en la librería Porrúa. Era del peso o la consistencia a los que estaba acostumbrado. Se parecía incluso físicamente a Terra Nostra, también editado por Joaquín Mortiz. Esa fue (de modo inconsciente) una condición para que lo aceptara y lo llevara conmigo.
Estas divagaciones tienen el fin de proponer que se celebre no el libro en general, sino aquellos títulos que crean experiencias significativas en los lectores .
ESTAS DIVAGACIONES LECTORAS tienen el único fin de proponer que se celebre, principalmente, no el libro en general, lo cual me parece un disparate, pues hay buenos y malos libros, libros de autor y libros de factura comercial; sino aquellos títulos que crean experiencias significativas en los lectores. La defensa abstracta del libro crea la idea de que cualquier título debe ser apreciado, pues se dice que hay que leer lo que sea, pero leer, cuando los libros exigen, reclaman, una postura crítica.
Coincido con el escritor Juan Goytisolo, quien compara la lectura con los hábitos alimenticios: el bestseller es como una hamburguesa (una mala hamburguesa, industrial, de comida rápida), y su consumo excesivo puede ser no nutritivo e incluso dañino para la salud. Goytisolo lo dice mejor que yo; cito:
... El producto editorial, especialmente el confeccionado con esmero, satisface a punto el apetito del lector y se deja consumir, digerir y evacuar como las hamburguesas de nuestras hamburgueserías: fabricado para entretener a un lector pasivo, sale de su conciencia con la misma facilidad con la que penetra. En ese bestseller, punto de mira de la industria editorial y de cuantos autores, expresamente o no, cifran en él su codiciada meta: la conquista del mayor número posible de lectores. (Ensayos escogidos, FCE, México, 2007, pp. 254-255).
Del otro lado está el texto literario, que no aspira a un reconocimiento inmediato ni a la instantánea seducción del público. “No busca lectores”, dice Goytisolo, “sino relectores y a menudo, cuando éstos no existen, se ve en la obligación de inventarlos”.
En esa línea, para reforzar la idea de que los buenos libros crean a sus lectores, se pregunta el autor español: “¿Quién podía leer Los cantos de Maldoror o el Ulises joyciano cuando fueron escritos?”
Pedro Salinas también distingue entre lectores y leedores; me parece, pero es sólo una impresión (y esto habría que conversarlo), que las redes sociales están creando muchos leedores y pocos lectores. Y dice José Lezama Lima, en el arranque de La expresión americana: “Sólo lo difícil es estimulante; sólo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento”.
Tal es mi propuesta en estas celebraciones librescas: evitemos, en la medida de lo posible, el producto editorial, y pongamos la mira en lo más alto, el gran libro: complejo, ambicioso, estimulante.
Para mí eso representó, en mi juventud lectora, este libro: Palinuro de México.
LIBROS QUE VUELAN
ME GUSTA abrir un libro y que no se rompa por el lomo ni se desprendan sus páginas como si fueran naipes. Que responda al trato duro. Que pueda uno llevarlo a la cama y doblarlo, para ir de una página a la otra sin sobresaltos; y que aguante las piruetas con la almohada y las cobijas para lograr el subrayado preciso. O que resista en el autobús los brincos por los baches o los topes y las paradas o aceleres bruscos, y se mantenga entero en mis manos. Bien cosido y bien pegado; con un papel decoroso (un buen Bond que no sea ese otro Bond, James Bond), que lo haga casi inmortal, y de impresión uniforme. De buena tinta, pues. Es un compañero de viaje con alta resistencia y tenerlo así, confiable y fijo, crea una sensación de equilibrio. Podría uno llevarlo a la montaña (en imitación de Rulfo) y leerlo en la cima. O desplegarlo en el escritorio, aprisionarlo un poco, recorrer sus líneas, estudiarlo con calma, y hasta se pensaría en algún instante, si uno se distrae, que va a volar. —Alejandro Toledo