Desde 1734, en el tomo cuarto del Diccionario de Autoridades, se define el sustantivo masculino hablador como “el que habla mucho, sin tiempo y con impertinencia”. La edición del tricentenario del Diccionario de la lengua española (Real Academia Española, Madrid, 2014) recoge la definición de aquél y añade su femenino (habladora), además de observar que es también adjetivo, pero incurre en una torpe anfibología producto de la pésima redacción tan frecuente en el famoso DRAE: “Que habla mucho, con impertinencia y molestia de quien lo oye”.
No. Lo correcto es: “Persona que habla mucho y con impertinencia, y molesta a quien la oye”. Si leemos bien, en la definición del DRAE resulta que no sólo la “molestia”, sino también la “impertinencia”, son atribuibles al oyente y no al hablador.
Una segunda acepción de hablador, en la última edición del DRAE, es la que se aplica a quien “por imprudencia o malicia cuenta todo lo que ve y oye”. Y en una tercera acepción, como americanismo, se aplica al “fanfarrón, valentón o mentiroso”.
Este último término (mentiroso) es sinónimo del desusado (para España, ya que no para América) invencionero (“embustero, engañador”), más cerca del cuentero (“que acostumbra a contar chismes”) y del cuentista (“que acostumbra a contar enredos, chismes o embustes”, “persona que suele narrar o escribir cuentos” y “persona que por vanidad u otro motivo semejante exagera o falsea la realidad”) que del hablantín (“que habla lo que no debe”) y del hablantinoso (“que habla mucho”), pues el verbo cuentear significa “engañar a alguien con falsos rumores” (DRAE).
De ahí también el fabulador (“persona con facilidad para inventar cosas fabulosas o inclinada a ello”); aunque no hay que olvidar que, en el castellano antiguo, el desusado verbo transitivo fabular (del latín fabulāri) no significaba otra cosa más que hablar. Se fablaba, y lo fablable era lo “decible o explicable” (DRAE).
Yerra la Real Academia Española
al definir el sustantivo escritor (femenino:
escritora), en su acepción principal,
como persona que escribe ,
pues miles de millones en el mundo
son las personas que escriben
EN SU NOVELA cuasiautobiográfica El hablador (1987), Mario Vargas Llosa1 centra su atención, y su fascinación, en los kenkitsatatsirira (habladores) machiguengas del Perú amazónico, en el Alto Urubamba, que son, igual que los novelistas y los escritores, pero en la tradición oral, los mantenedores de la memoria de la tribu; pero son también los fabuladores, los invencioneros, los cuenteros, y los speakers (en inglés), pero no con el sentido preciso de oradores o conferenciantes profesionales como los de hoy (ante un auditorio compuesto por fieles fanáticos), sino con el significado lato de habladores: los que hablan, los que relatan, los que cuentan y fabulan: los que tienen por vocación, oficio y misión, hablar, contar, referir la historia de la tribu.
El diccionario de la Real Academia Española, para definir al “que habla”, utiliza el adjetivo y sustantivo hablante, que muy poco tiene que ver con el hablador al que se refiere Vargas Llosa en su novela. En cambio, admite el sustantivo escribidor (femenino: escribidora), definiéndolo como “escritor prolífico” o simplemente escritor pero con un sentido irónico; y advierte que el coloquial escribidor es un sustantivo desusado que se aplicaba al considerado “mal escritor”.
Convengamos que era así y que en esta forma irónica emplea el término Vargas Llosa tanto para sí mismo como para el personaje Pedro Camacho, en su novela La tía Julia y el escribidor.2 Sin embargo, yerra la Real Academia Española al definir el sustantivo escritor (femenino: escritora), en su acepción principal, como “persona que escribe”, pues miles de millones en el mundo son las personas que escriben, esto es que, literalmente, son escribientes, y pocas son las personas “autoras de obras escritas o impresas” (segunda acepción del DRAE) que merecen el exacto nombre de escritoras.
Precisemos algo que se le pasa a la Real Academia Española (como se le pasan tantas cosas sin que se dé por enterada): si hablante (del antiguo participio activo de hablar) es el “que habla” (y, en general, son miles de millones los que hablan sólo porque tienen boca), por paralelismo lógico, escribiente (del antiguo participio activo de escribir) es, con toda precisión, el “que escribe” (y no sólo el amanuense o copista), en tanto que escritor es quien tiene por oficio y vocación escribir y publicar obras particularmente literarias, y no en lo general obras (de cualquier tipo) que pueden ser científicas, históricas, filosóficas, arqueológicas, antropológicas, etcétera, sin propósito literario ni valor estético.
A QUIEN ha publicado un libro científico sobre su especialidad (pongamos por caso Sobre la teoría de la relatividad especial y general, de Albert Einstein), se le denomina autor, pero no necesariamente escritor, que es sustantivo que hoy, y desde hace mucho tiempo, monopoliza el “autor literario”, aunque la Real Academia Española todavía no esté enterada de esto y, por ello, no lo consigne así en su diccionario.
Son escritores Cervantes, Santa Teresa, Quevedo, Sor Juana, Tolstói, Chéjov, Dostoievski, Virginia Woolf, Marguerite Yourcenar, Borges, Juan Rulfo, Vargas Llosa, George Steiner, etcétera, y no lo son Einstein, Newton, Darwin, Marie Curie, etcétera, aunque solamente hayan escrito tratados o libros de su especialidad.
En los casos de Platón, Aristóteles, San Agustín, Descartes, Kant, Wittgenstein, etcétera, queda claro que son filósofos, pues, aunque hayan escrito y publicado libros, esto es obras de filosofía, no se les denomina escritores (término que se utiliza, convencionalmente, como ya advertimos, para los autores literarios), sino filósofos. También hay abogados, ingenieros, médicos, etcétera, que son escritores, pero no por sus obras en leyes, ingeniería y medicina, sino por sus libros de literatura: generalmente, de ficción, ensayo y poesía.
La ignorancia lleva a cosas que resultan ridículas, cuando no hilarantes, por decir lo menos. Si hacemos una búsqueda en Google, perfectamente delimitada entre comillas, del concepto “escritores mexicanos”, el primer resultado automático de tal búsqueda ofrece lo siguiente (incluidos los respectivos retratos): Octavio Paz, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, Juan José Arreola, Sor Juana Inés de la Cruz, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Juan Villoro, Rosario Castellanos, Alfonso Reyes, Laura Esquivel, Jorge Volpi, Xavier Velasco, Elena Garro, Jaime Sabines, Alberto Chimal, Fernando del Paso, Sergio Pitol, José Agustín, Gabriel García Márquez, José Revueltas, Mariano Azuela, Juan García Ponce, Amado Nervo, Jorge Ibargüengoitia, Guadalupe Nettel, Cristina Rivera Garza, Xavier Villaurrutia
Vicente Leñero, Paco Ignacio Taibo II, Ramón López Velarde, Tryno Maldonado, Andrés Manuel López Obrador, Agustín Yáñez, Julián Herbert, Guillermo Fadanelli, José Joaquín Fernández de Lizardi, Enrique Serna, Martín Luis Guzmán, Carlos Pellicer Cámara, Ángeles Mastretta, Inés Arredondo, Álvaro Enrigue, Salvador Novo, Ignacio Manuel Altamirano, Manuel Payno, Ignacio Padilla, Carmen Boullosa, Valeria Luiselli y José Vasconcelos.
Visto lo cual, el motor de búsqueda de Google ignora que García Márquez (1927-2014) vivió muchos años en México y aquí escribió muchos de sus libros, entre ellos su obra maestra Cien años de soledad (1967), pero no es un escritor mexicano, sino colombiano. Esto, por principio. Pero después está lo mejor: ¿qué escritor es ese que se llama Andrés Manuel López Obrador, que se codea con Octavio Paz, Juan Rulfo, Sor Juana, José Emilio Pacheco, Elena Garro y hasta con García Márquez? ¡Cuán rápidamente Google lo incluyó entre las lumbreras de la literatura nacional sin tener un solo libro de literatura! Porque queda claro que en la lista de Google no hay ni siquiera historiadores ni politólogos, sino únicamente “autores literarios”.
No está ni siquiera Miguel León-Portilla, estudioso de la literatura indígena y prehispánica de México. Esto demuestra que, hoy, ser presidente de México se premia también, condescendientemente, no sólo con inexactitudes que desorientan al público, sino con descaradas mentiras que no son otra cosa que formas de genuflexión.
Lo cierto es que no se debe llamar escritor a cualquiera por el simple hecho de escribir. Su denominación precisa, como ya hemos dicho, es escribiente, complemento paralelo del hablante, aunque esto tampoco esté consignado en el DRAE, que únicamente lo aplica al copista.
No se debe llamar escritor a cualquiera
por el hecho de escribir. Su denominación precisa, como ya hemos dicho, es escribiente, complemento paralelo del hablante, aunque esto tampoco esté consignado en el DRAE
EN MÉXICO, Aurora M. Ocampo lo supo mucho mejor cuando se publicó su Diccionario de escritores mexicanos (UNAM, Instituto de Investigaciones Filológicas-Centro de Estudios Literarios, 1988-2007), cuyo antecedente es el diccionario homónimo de 1967, que escribió en colaboración con Ernesto Prado Velázquez: supo, como lo sabemos casi todos, que, por antonomasia, escritor es el autor literario. Por ello, en esta obra de referencia tienen cabida hasta los malos o medianos escritores (en tanto ostenten bibliografía certificada) y no así los buenos y los excelentes abogados, matemáticos, geógrafos, biólogos, arqueólogos, etcétera, que han publicado obras de su respectiva especialidad, pues estos son sin duda autores, mas no escritores, aunque usen la escritura y el libro para expresarse y divulgar los temas de sus disciplinas.
Este concepto (escritor), con esta precisión, está recogido, por fortuna, en el Diccionario del español usual en México (El Colegio de México, 2009, segunda edición, corregida y aumentada), donde leemos: “escritor. Persona que se dedica a escribir obras literarias, especialmente novelas, cuentos y ensayos”.
Podría argumentarse que los autores literarios no deben monopolizar el sustantivo escritor (que pertenece a todo aquel que escribe), y que, para ello, existe el sustantivo y adjetivo literato (“dicho de una persona: versada en literatura” y “persona que profesa o cultiva la literatura”: DRAE); sin embargo, este término hoy resulta un anacronismo, va en el camino del desuso y su significado exacto es el que le dio, en 1734, el Diccionario de Autoridades: “erudito, docto y adornado de letras”. Por ello, cuando hablamos de escritores no hablamos simplemente de autores de libros. Escritor es Chéjov, pero no Chomsky. La escritura literaria es lo que hace al escritor.
Hoy, y desde hace algún tiempo, existen escuelas de escritores, o para hacerse escritores, pero no está de más señalar que los escritores de mayor trascendencia universal no acudieron jamás a una escuela para aprender a serlo, sino que desviaron su formación profesional y privilegiaron la escritura literaria hasta abandonar casi por completo su carrera universitaria: Antón Chéjov estudió medicina y la ejerció durante varios años; Marcel Proust se recibió de abogado, pero nunca practicó la abogacía, y no olvidemos a quienes no realizaron estudios universitarios: desde Joseph Conrad hasta Jorge Luis Borges, pasando por Mark Twain, Jack London, William Faulkner, Juan Rulfo, José Saramago y muchos más.
El escritor polaco Witold Gombrowicz (quien estudió Derecho en la Universidad de Varsovia) refiere, en una entrevista de 1969, la siguiente y muy sabrosa e ilustrativa anécdota:
Cuando estuve en Berlín me invitaron a una escuela para escritores y me pidieron que pronunciase un discurso. Dije: Lo primero que tenéis que hacer, si es que queréis ser escritores, es salir de aquí por las puertas o por las ventanas, da igual, pero huid en seguida, porque no se puede aprender a ser escritor y no se os puede dar ningún consejo, como tampoco se puede dar instrucción a un escritor. [...] Pensar que la literatura es una especialidad, una profesión, es una inexactitud. [...] Hay personas que no han escrito en toda su vida [pensaba, tal vez, Gombrowicz, en Giuseppe Tomasi di Lampedusa y en la novela El gatopardo] y, de golpe, hacen su obra maestra. Los otros son profesionales, que escriben cuatro libros al año y publican cosas horribles.3
VOLVIENDO A LOS SPEAKERS modernos (oradores, conferenciantes, disertadores, arengadores, etcétera), el diccionario de la Real Academia Española ofrece el sustantivo orador (que sólo de un modo tangencial equivale a predicador): “Persona que habla en público, pronuncia discursos o imparte conferencias de forma elocuente y con estilo elevado”. Esta acotación (“de forma elocuente y con estilo elevado”) se la hubiera podido ahorrar el DRAE, pues es inexacta: en muchísimos casos, los oradores ni son elocuentes ni poseen estilo elevado, a pesar de que su modus vivendi sea el de dictar conferencias y llevar a cabo disertaciones ante un público que paga o no por verlos y oírlos.
Los speakers modernos son, por supuesto, los conferenciantes, o conferencistas, de cualquier tema, entre ellos los temas académicos y literarios, pero en particular, hoy, son los gurús de la espiritualidad, la autoayuda y el liderazgo; muchos de ellos muy parecidos a los políticos demagogos que apelan siempre a los instintos básicos de su auditorio, a la emoción, al apasionamiento, al optimismo irracional, pero en ningún momento a la ciencia, la dura realidad y la razón. Se trata de hábiles y torvos manipuladores de la verdad: charlatanes, vendehúmos, colocadores de paparruchas y supercherías y negociantes del bullshit, a los que se refiere Harry G. Frankfurt en su revelador ensayo On Bullshit: Sobre la manipulación de la verdad (2005). Ahí, Frankfurt explica:
Cuando calificamos una charla de “humo”, queremos decir que lo que sale de la boca del que habla no es más que eso: simple vapor. Su discurso es vacío, sin sustancia ni contenido. En consecuencia, su uso del lenguaje no contribuye al propósito al que pretende servir. No se transmite más información que la que el sujeto daría soplando. Existen, ocasionalmente, similitudes entre el humo y los excrementos que hacen que humo parezca un equivalente especialmente adecuado del bullshit. Así como llamamos humo a un discurso totalmente vacío de contenido informativo, así también el excremento es una materia de la que se ha eliminado todo lo alimenticio.4
En tal sentido, vender humo es, literalmente, vender shit, en el entendido de que “el excremento no puede servir para nuestro sostén, de la misma manera que el humo no puede servir para la comunicación”.5 Frankfurt concluye que la proliferación contemporánea de la charlatanería posee raíces muy profundas en las diversas formas de escepticismo “que niegan que podamos tener acceso seguro alguno a una realidad objetiva y que rechazan, por consiguiente, la posibilidad de saber cómo son realmente las cosas”.6
La doctrina de los antirrealistas se basa siempre en otros números, en otras cifras, en otros datos, en otras informaciones, y su propósito es socavar “la confianza en el valor de los esfuerzos desinteresados por determinar qué es verdad y qué es falso, e incluso en la inteligibilidad de la noción de indagación objetiva”.7 Si la verdad no puede ser conocida por el método científico, sólo queda la creencia, la fe, el dogma del leadership que es convertido en leadershit.
Esto es lo que se ha dado en llamar, entre los speakers del bullshit, el pensamiento positivo, que no es otra cosa que el optimismo ilimitado frente a una realidad que abruma. Bárbara Ehrenreich desmonta los mecanismos de esta doctrina en su libro Sonríe o muere: La trampa del pensamiento positivo (2009). El pensamiento positivo no es otra cosa que un autoengaño con el que también, muy lucrativamente, se engaña a los demás. Para la autora, “ser positivo” no es tanto un estado anímico o mental, sino más bien una ideología que estigmatiza a los protestones. El principio de esta ideología es que “si uno espera que el futuro le sonría, el futuro le sonreirá”,8 contra toda información objetiva, contra todo antecedente realista y aun científico. He ahí el humo del bullshit: la porquería humeante.
Los speakers modernos son los conferenciantes, o conferencistas, de cualquier tema, entre ellos los temas académicos y literarios, pero en particular son los gurús de la espiritualidad, la autoayuda y el liderazgo
DISTINTOS A LOS speakers del bullshit existen, en el arte y en la cultura, los conversadores, los dialogantes admirables que también escriben y publican libros. Borges fue uno de ellos; magistral, sin duda. Existen, asimismo, los dialogantes y conversadores que, aunque además sean escritores, son más elocuentes y brillantes cuando hablan que cuando escriben. Tal vez equivocaron la vocación y la profesión, y muy probablemente sus libros sean olvidados antes que sus rollos.
En cuanto a los speakers profesionales, en sentido estricto (muy lejanos de los kenkitsatatsirira machiguengas en el Perú amazónico, y a los fabuladores, novelistas y cuentistas), abundan en la política y entre los gobernantes y, en general, no son ni elocuentes ni brillantes oradores, pero sí hábiles manipuladores de la verdad, excelentes vendedores de humo, graduados en el dudoso arte del bullshit.
Desde el poder, el bullshit se potencia, en la medida en que convence a los que están dispuestos a convencerse sin cuestionar jamás al speaker que, además de líder, es el gurú. Comparado con éste (cuyo objetivo es el poder o el negocio), cualquier kenkitsatatsirira del Alto Urubamba es un santo, un fabulador (exactamente, un hablador), cuya vocación nada tiene que ver con el poder político ni con la ganancia crematística, sino (al igual que el escritor por vocación y no por negocio) con el propósito de conservar y transmitir, sin tergiversar, la memoria de la tribu, y en donde la imaginación es tan importante como la realidad.
Tales son los auténticos guías del espíritu intelectual y emocional, que dan aliento a los protestones más que a los obedientes y sumisos. No es por nada que el escritor húngaro Stephen Vizinczey recomendó lo siguiente:
“Antes de consultar a su abogado, consulte a su Balzac ”. 9
Notas
1 Mario Vargas Llosa, El hablador, Seix Barral, Barcelona, 1987.
2 Mario Vargas Llosa, La tía Julia y el escribidor, Seix Barral, Barcelona, 1977.
3 Witold Gombrowicz, Autobiografía sucinta, textos y entrevistas, traducción de Javier Fernández de Castro, Anagrama, Barcelona, 1972, pp. 70-71.
4 Harry G. Frankfurt, On Bullshit: Sobre la manipulación de la verdad, traducción de Miguel Candel, Paidós, Barcelona, 2006, pp. 53-54.
5 Ibidem, p. 55.
6 Ibidem, p. 77.
7 Ibidem, p. 78.
8 Barbara Ehrenreich, Sonríe o muere: La tram-
pa del pensamiento positivo, traducción de María Sierra, Turner, Madrid, 2011, p. 13.
9 Stephen Vizinczey, Verdad y mentiras en la literatura, traducción de Pilar Giralt Gorina, Seix Barral, Barcelona, 2001.