Roberto Bolaño

El escritor del fin del mundo

La travesía de Roberto Bolaño logró combinar un rastro de leyenda con un rotundo éxito internacional. Su reconocimiento incluye además una especie de culto, sin descartar algunos detractores. Con motivo de su setenta aniversario natal y vigésimo aniversario luctuoso, Federico Guzmán Rubio perfila en el siguiente ensayo las claves decisivas y la relevancia de una experiencia literaria radical que además de honrar a sus antecesores tomó la estafeta para escribir una obra que hoy puede leerse como el epílogo de esa tradición que conocimos como la gran novela latinoamericana.

Roberto Bolaño (1953-2003).
Roberto Bolaño (1953-2003). Foto: Fuente: elortiba.org

Aveinte años de su muerte y a veinticinco de la publicación de Los detectives salvajes, me siento tentado a decir que ya va siendo hora de releer a Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953-2003). Pero esta afirmación es para mí mismo: el chileno nunca ha dejado de ser leído, tanto por el furor que sigue provocando entre los jóvenes que lo descubren y entre quienes alguna vez fuimos jóvenes cuando lo descubrimos, como por la disciplinada publicación de sus novelas póstumas, que siguen desafiando a la decepción tantas veces anunciada.

En todo caso, si a Bolaño se lo leyó hace un cuarto de siglo como la más firme promesa de la casi extinta literatura latinoamericana, hoy se lo lee como algo más y algo me-nos que a un clásico: como a un mito. Los dos acercamientos dificultan la reflexión crítica, pues es imposible leer a Bolaño con sosiego, lo cual ya dice bastante de su obra y en particular, de lo que su figura supone en la configuración de la literatura latinoamericana. Parecería que su estela legendaria obliga a tomar partido entre las almas exquisitas que afirman que “tampoco es para tanto” y esos fans que juegan a ser personajes bolañeanos perdidos en el desierto de Sonora de cualquier barrio de moda de Latinoamérica o España. Pero detrás de tanto ruido y tantas luces está la literatura, porque vaya que la de Bolaño, enfermo de ella, lo es.

PARA ACERCARSE A SU OBRA conviene alejarse un poco de ella y recordar los optimistas y neoliberales años noventa, cuando la narrativa de Bolaño es publicada. En 1996, en México, el Crack decretaba que Latinoamérica ya no existía y su literatura había muerto, mientras Jorge Volpi e Ignacio Padilla escribían sus novelas centroeuropeas sin ninguna marca local. En el mismo año, en Chile, provocadoramente, Alberto Fuguet y Sergio Gómez publicaban la antología McOndo, reivindicación de una Latinoamérica globalizada en la que, acrítica e inocentemente, se avisaba que la manzanita de Apple era un fruto tan regional como las guayabas de García Márquez o los plátanos de la United Fruit Company.

En este entorno, resultaba anacrónico y anticuado el surgimiento de un escritor que se consideraba ante todo latinoamericano y que parecía cargar sobre sus hombros las derrotas del continente; que leía y releía obsesivamente su literatura; que no dudaba en incorporar en su escritura giros idiomáticos mexicanos, chilenos o españoles, y que, lejos de creerse el cuento del fin de la historia, entendía que ésta seguía amontonando ruina tras ruina. Frente a los entusiastas que aplaudían la llegada del nuevo mundo, la figura de Bolaño era la de un nostálgico aguafiestas, un sobreviviente con ganas compulsivas de contar sus viejas batallas a quien tuviera la mala suerte de sentarse a su lado en un coctel de triunfadores, la de un agorero incapaz de pasar página. Los grandes novelistas, lástima, no suelen traer buenas noticias.

Él vivió literariamente, en el peor sentido del término, que es el de la pobreza disimulada con lirismo y el de la errancia motivada por el deseo de conocer mundo y por la búsqueda de algún medio de vida 

A su latinoamericanismo resignado y militante había que agregar otro escandaloso gesto obsoleto. El escritor de final de siglo en esta región, a la vez que renunciaba al fardo de su origen, también había transformado su imagen pública, alejada de pronto de los envejecidos intelectuales de izquierda y de los bohemios trasnochados, incapaces de escapar de las revoluciones frustradas y fracasadas.

El nuevo escritor era ante todo un gestor, el equivalente literario del tecnócrata, al que no se le hubiera pasado por la mente poner un pie en las salvajes provincias latinoamericanas, ocupado, como estaba, en recibir premios y firmar traducciones en las principales capitales europeas.

LA LITERATURA LATINOAMERICANA se había liberado al fin de sus demonios, gracias a lo cual los novelistas mexicanos, argentinos o chilenos podían escribir obras que lo mismo podrían haber sido firmadas por un austriaco, un estadunidense o un belga. Desde esta visión, la novela respondía a un conocimiento técnico encaminado a la fabricación de un producto competitivo, exportable, con la capacidad de satisfacer las exigencias de un mercado globalizado, tal y como lo garantizaban los sellos de calidad de los premios y también los eslóganes de los medios internacionales.

Ahora bien, la respuesta a esta literatura de franquicias no podía ser el refugio en lo folclórico, como lo hicieron los peores epígonos del Boom, sino la apertura al mundo desde un punto de vista latinoamericano, por una parte, y la exploración de lo latinoamericano con las herramientas de la literatura universal, por otra, que son los dos extremos entre los que oscila la literatura del chileno. De nueva cuenta, al rechazar lo global mediante el cosmopolitismo y al huir del costumbrismo mediante lo local, la figura de Bolaño contrastaba irremediablemente con la del emprendedor escritor neoliberal.

Bolaño era, como él lo tenía perfectamente claro, un romántico en el sentido más exacto del término. A saber si por fatalismo o vocación, para él vida y literatura eran inseparables, y la primera servía para alimentar a la segunda, mientras que la segunda justificaba a la primera. Reducir la literatura a la técnica, a una técnica encima homogeneizada y uniforme para la que el adjetivo eficiente constituía el mayor halago posible, no podía ser visto por él más que como un sacrilegio.

Roberto Bolaño
Roberto Bolaño ı Foto: larazondemexico

Esta concepción espiritual suele funcionar en la mayoría de los casos, como lo ejemplifican un sinnúmero de personajes del propio Bolaño, como una excusa metafísica de la mala literatura, pero su caso era distinto. Él vivió literariamente, en el peor sentido del término, que es el de la pobreza disimulada con lirismo y el de la errancia motivada a partes iguales por el deseo de conocer mundo y por la búsqueda desesperada de algún medio de vida; pero también en el mejor de los sentidos: leyó la totalidad de la literatura latinoamericana, eu-ropea y estadunidense, y la entendió a su manera, con lo que, además de crear su propia mitología, consiguió un dominio técnico sin par, como lo atestiguan la sólida y arriesgada estructura de sus novelas, tanto de las extensísimas como de las breves.

ESTA TRAYECTORIA, más parecida a un licencioso régimen monástico que a una carrera profesional, desembocó de golpe en la madurez literaria que representa la totalidad de su narrativa, publicada en el estrecho margen de una década. Para entonces, afincado en Barcelona, el escritor se había convertido, por proyecto y por descuido, en un resumen de Latinoamérica elaborado con su origen chileno, su decisiva y dilatada estancia mexicana, la lectura totalizadora de la literatura latinoamericana y el viaje iniciático que emprendió de México a Chile, que tuvo como destino final su detención en el golpe de Estado de Pinochet.

El dominio técnico, su biografía y la fe fanática en la literatura le permitieron ser un gran narrador. De hecho, mal poeta a su pesar como a su pesar Cervantes fue un mal dramaturgo, Bolaño, al madurar, renunció a la poesía aunque mantuvo de ella su rabiosa vocación y visión del mundo, que quedaron plasmadas en los versos de “Los perros románticos”, al mismo tiempo una poética y declaración de principios: “En aquel tiempo yo tenía veinte años / y estaba loco. / Había perdido un país / pero había ganado un sueño. / Y si tenía ese sueño / lo demás no importaba [...] Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen. / Estoy aquí, dije, con los perros románticos / y aquí me voy a quedar”.

Roberto Bolaño
Roberto Bolaño ı Foto: larazondemexico

EL UNIVERSO BOLAÑO

Completamente desconocido hasta los cuarenta años y con su turbulenta vida de poeta nómada a las espaldas, Bolaño estaba listo para crear un universo propio a partir de sus lecturas y de su biografía. Del cruce de estos dos elementos surge su obra, hecho que constituye, por evidente que pueda parecer la mezcla, un rasgo de originalidad.

Aunque son tantas las excepciones que es difícil considerarlas como tales, parecería que la narrativa metaliteraria y la autobiográfica son irreconciliables, de la misma forma en que se insiste en contraponer literatura y vida cuando se trata de las dos caras de la misma moneda. Dentro de la primera vertiente, la de “la literatura de la literatura” creada por Borges, Bolaño no toma tramas y mitos para reescribirlos, como el argentino, sino que recoge la historia de la literatura para situar en ella, como los últimos descendientes de una genealogía libresca, a los más vivos de sus personajes o incluso a sus libros. Por ejemplo, no duda en situar las vidas imaginarias de La literatura nazi en América (1996) como herederas de un linaje constituido por Schwob, Reyes y Borges. De éste también toma Bolaño la feliz libertad reclamada por los latinoamericanos, recién llegados a la cultura occidental —suponiendo que pertenezcan a ella—, de adueñarse con naturalidad de la literatura universal, pues la propia tradición es tan breve que es aún incapaz de formar una cadena con los pocos eslabones con los que por el momento cuenta. Así, Bolaño escribe lo mismo sobre poetas latinoamericanos deambulando por Europa y torturadores realizando su labor en los sótanos de la historia chilena que narraciones sobre el Frente Este de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial o biografías apócrifas de artistas soviéticos represaliados.

Simultáneamente, sin pretenderlo y sin enterarse de ello, Bolaño inauguró la lectura en clave biográfica tan querida a nuestro narcisista siglo XXI; él puede escribir sobre personajes románticos como todos los que atraviesan Los detectives salvajes (1998) porque él lo fue, e incluso muchos de sus libros pueden leerse, tautológicamente, como la evidencia que le otorga el derecho a escribirlos. Este mecanismo, típico de un romántico, fue aprovechado por la industria editorial hasta el extremo —como si su propia vida no le alcanzara para escribirla— de inventar leyendas amparadas por el malentendido para impulsar la venta de sus libros.

Roberto Bolaño
Roberto Bolaño ı Foto: larazondemexico

EN ESTADOS UNIDOS, por ejemplo, se le convirtió en un adicto a la heroína y en un héroe y una víctima de la lucha contra las dictaduras, cuando él fue el primero en aclarar que su detención en el Estadio Nacional de Chile, durante el golpe de Estado, fue más bien, en comparación con los horrores por demás conocidos, una simple anécdota. Pero la leyenda ya estaba construida, en buena medida por él mismo, y sigue siendo tan firme que su indiscutible éxito comercial no ha podido destruir su imagen de novelista de culto y poeta maldito, ni la tentación de leer toda su obra en clave autobiográfica, incluso la situada en Europa durante la Segunda Guerra Mundial o los cuentos de fantasmas y futbolistas. Porque lo es.

Por supuesto, su obra no es autobiográfica en sentido estricto, porque su narrativa está ficcionalizada, pero lo es porque toda ella pertenece al mismo universo, sugerentemente similar al de la vida del escritor que, hasta el fulgurante éxito del que gozó algunos años antes de morir, se puede leer como una entusiasta concatenación de fracasos.

Los innumerables personajes bolañeanos, cada uno a su manera, responden a una variante distinta de la misma gran derrota que inexplicablemente no ha minado su pureza, candidez y generosidad. Así, encontramos boxeadores retirados, prostitutas solitarias, poetas paupérrimos, enamorados delirantes, pequeños delincuentes, estafadores de poca monta, eternos asistentes a talleres lite-rarios, editores arruinados, exiliados olvidados, a la par de homosexuales melancólicos, revolucionarios vencidos, mariachis extraviados, periodistas deportivos y personajes que no saben cómo ni por qué terminaron donde terminaron, pero que se resisten a abandonarse al cinismo y enfrentan la vida como un acto privado de heroicidad, como la inolvidable Auxilio Lacouture de Amuleto (1999), la madre de los poetas latinoamericanos, que resistió semanas encerrada en un baño la toma del ejército de la Facultad de Filosofía y Letras en el 68, o la Bianca de Una novelita lumpen (2002) que, huérfana, convierte su casa en un territorio fuera de cualquier sistema, o el viejo escritor argentino, en “Sensini” (Llamadas telefónicas, 1997), que sobrevive desterrado en España presentándose a premios provinciales que de vez en cuando gana y muchas veces pierde, a pesar de ser uno de los mejores escritores de la literatura argentina, como lo fue Antonio di Benedetto, en quien está inspirado el cuento.

Sus personajes son patética y épicamente jóvenes a pesar de su edad, a veces saltan de novela en novela y lo mismo enloquecen por la poesía de Rimbaud que por ciencia ficción

SON ESTOS PERSONAJES los que, incluso en las peores circunstancias, protagonizan historias situadas entre la travesura y la novela de aventuras, como los jóvenes poetas que planean secuestrar a Octavio Paz para adueñarse de la poesía mexicana en Los detectives salvajes o ese matrimonio conformado por una actriz venida a menos y un empresario rumano en 2666 (2004), que convencen al presidente de Honduras de construir en Tegucigalpa un metro como el de París. A veces nostálgicos, siempre vitales, empeñados en exigirle a la vida más de lo que está dispuesta a dar, entre una anécdota más absurda e hilarante que la anterior, salvan a Bolaño de caer en la solemnidad cuando, de tanto hablar del mal y de la poesía, parece que se hundirá sin remedio en ella como los escritores a los que más repudiaba.

Sus personajes son patética y épicamente jóvenes a pesar de su edad, a veces saltan de novela a novela y lo mismo enloquecen por la poesía de Rimbaud que por una obra de ciencia ficción, convierten las referencias más olvidadas de los manuales literarios en su modelo de vida, se las ingenian para tener amigos en medio mundo, se instalan meses en su departamento sin cooperar con los gastos. A pesar de saber que fueron arrollados por la historia y por “las guerras floridas latinoamericanas” y que fracasaron como poetas y como adultos, mantienen una fe inquebrantable en la vida que sólo puede explicarse por ser poseedores de un secreto —inocente y definitivo, sórdido y vital, lúdico y deprimente— que es exactamente el que revela la prolífica obra de Roberto Bolaño.

En contraste con ellos, se encuentran los también muchos personajes que encarnan el mal y que, si bien están en apariencia ausentes de Los detectives salvajes, la novela más popular de Bolaño, constituyen una parte esencial de su obra. A veces, unos y otros no son tan distintos, como el aviador, artista vanguardista y asesino de Estrella distante (1996), que bien pudo terminar siendo un perro romántico pero se convirtió en un torturador de Pinochet. Junto a él están, en un lugar destacado, el sacerdote y crítico literario que le daba clases de marxismo al mismísimo Pinochet mientras torturaba jóvenes izquierdistas en Nocturno de Chile (2000), y los judiciales, bohemios sin poesía, que hacen como que investigan los feminicidios de Santa Teresa en 2666.

Roberto Bolaño
Roberto Bolaño ı Foto: Ilustración: EA09 Studio / shutterstock.com

NO ESTÁ DE MÁS RECORDAR, cediendo a la facilidad de la lectura biográfica, que Bolaño logró salir del Estadio Nacional de Chile porque un guardia, viejo compañero de la escuela primaria, lo reconoció y lo dejó en libertad. El gesto, al que el escritor muy posiblemente le deba la vida, resulta inquietante: el compañerismo de quienes estudiaron juntos de niños y la solidaridad entre dos viejos amigos que se reconocen ocurren en un escenario de barbarie y de maldad, y el buen amigo de infancia, generoso en su papel de asesino, es un torturador encargado de exterminar a la juventud más soñadora que existió en Latinoamérica. Por qué de dos niños que estudiaron juntos uno se convierte en un asesino y el otro en un poeta es una cuestión que debió atormentar a Bolaño y un enigma que se plantea sobre todo en su obra más perfecta, Estrella distante.

Esta novela breve captura las preocupaciones de Bolaño como ninguna otra. En el gobierno de Allende, un grupo de jóvenes aspirantes a poetas acude a un taller literario en una ciudad de provincia, en el que se enamoran, se atacan, se plagian, se critican y viven juntos, y de manera intensa, la literatura, que no es sino una forma libresca de experimentar la juventud. Uno de ellos en realidad es un aviador militar que, en el golpe de Estado, desaparece a sus compañeros y a otros jóvenes, mientras se convierte en un artista de vanguardia que, desde su avión, realiza happenings en el cielo sangrante de Chile.

El resto de la novela narra la persecución del aviador por parte de un detective privado, que lo llevará hasta Barcelona. Durante la investigación y el viaje —mecanismos en los que se basan todas las novelas de Bolaño—, surgirán otros personajes que se contraponen al aviador: escritores, artistas y guerrilleros que mueren de SIDA o asesinados por grupos neonazis, lejos de los lugares donde soñaron escribir poesía y hacer la revolución. Quizás el logro más llamativo y misterioso de la novelita es que simultánea y no sucesivamente se adentra en el concepto del mal y en las esperanzas de la juventud, se lamenta de los oscuros destinos latinoamericanos mientras encuentra una inexplicable esperanza en cada vida rota por la historia y resulta, enigmáticamente y sin importar lo gastada que esté la parado-ja, sombría y luminosa como lo son la memoria y la resistencia, y como lo es el universo bolañeano.

EL ÍMPETU Y LA TRAICIÓN

Si Estrella distante resume sus obsesiones, sus dos grandes novelas, Los detectives salvajes y 2666, por el contrario, las expanden. Ambas son más parecidas de lo que en principio podría pensarse por las temáticas tan distintas que abordan, y en el fondo su lectura resulta paralela y complementaria: una se enriquece con la otra. Casi como excusa, en el fondo de ambas late la búsqueda de un escritor desaparecido: la poeta vanguardista Cesárea Tinajero en Los detectives salvajes y el novelista alemán Benno von Archimboldi en 2666. Las últimas pistas que se conocen de ambos remiten al norte de México, en concreto al desierto de Sonora. Pero si bien la excusa de la trama y en cierta medida la estructura de ambas es similar, su simbolismo no podría ser más distinto: la primera es la novela de la juventud y la pureza, mientras que la segunda es la de la corrupción y el mal.

Los detectives salvajes cuenta las andanzas de un grupo de aspirantes a poetas en una idealizada ciudad de México de los años setenta, a la que llegó un jovencísimo Bolaño, quien rápidamente se hizo de amigos tan cuestionables y soñadores como él mismo, con los que fundó la bastante tardía vanguardia de los infrarrealistas, o los real visceralistas en la novela. El grupo se rompe y sus dos principales miembros, Ulises Lima y Arturo Belano, tras la búsqueda de la mítica Cesárea Tinajero en Sonora, vagabundean durante veinte años por tres continentes, errancia que se narra a través de un coro de voces que crean una imagen fragmentada y multiplicada de los dos poetas extraviados en el mundo.

Por su parte, en 2666 los buscadores del escritor desaparecido son cuatro académicos europeos que, luego de algún romance y decenas de congresos y ponencias, aterrizan en la espantosa Santa Teresa, trasunto de Ciudad Juárez, en donde están convencidos de que fue a parar Archimboldi. Los académicos desaparecen de la novela, pero Santa Teresa permanece, así como un gran número de personajes lejana o muy lejanamente relacionados con la sombra de Archimboldi, a través de quienes se narran los asesinatos de mujeres que aún hoy se cometen en la ciudad fronteriza con una impunidad invariable.

A Bolaño le correspondió cerrar la tradición de la gran novela latinoamericana, de la que dejó una majestuosa casa en ruinas, poblada de fantasmas. Pero ese cierre es engañoso

EL RECURSO ESTRUCTURAL más evidente de ambas novelas es el fragmentarismo y la acumulación. La primera tiene un propósito práctico y uno literario. A pesar de la dimensión descomunal de ambos libros (2666 tiene más de mil páginas), la lectura resulta ágil por estar compuesta de innumerables fragmentos que van de un párrafo a diez o quince páginas, lo que la dota de velocidad. Al mismo tiempo, los fragmentos permiten contrastar versiones, construir un rompecabezas narrativo en el que el despliegue de los hechos y el trazo de los personajes va creando un tenso suspenso, y mostrar una realidad fracturada que el lector, casi como un ejercicio cubista en movimiento permanente, tendrá que ir ensamblando.

La acumulación, por su parte, en el caso de Los detectives salvajes, a través de un coro de testimonios sobre la vida de ambos poetas nómadas y una variedad de voces bien diferenciadas, acumula capas de vitalidad sobre las que reposa su leyenda; en 2666, en cambio, consiste de fragmentos, repetidos obsesiva y rutinariamente, que narran con un estilo objetivo y aséptico el hallazgo de cuerpos de mujeres asesinadas en el desierto de Santa Teresa. El lector, así, se enfrenta de manera burocrática al horror de los feminicidios, que no se cuentan de manera trágica sino trivialmente, como un informe escrito por un funcionario perezoso, lo que desde luego remite al concepto de “la banalidad del mal” de Hannah Arendt (no por casualidad hay un vínculo entre una matanza de judíos que concierne a Archimboldi durante la Segunda Guerra Mundial y los asesinatos de Santa Teresa).

De esta forma, ambas novelas establecen un contraste entre la vitalidad y la muerte, la alegría y el mal, la esperanza y la perversidad, que no deja de ser un resumen de la historia reciente de México. Dicha poética de contrastes, presentes de forma descomunal en el simbolismo de las dos novelas, también emerge en la escritura. Si bien Bolaño no es un estilista —el principal reproche de sus detractores—, sus recursos para contraponer realidades son destacables: mediante el uso de la enfática frase corta o del laberinto de la extensa, crea contrastes rítmicos que se corresponden con lo que se narra; a veces es sobrio, sórdido y directo, y otras es irónico, jovial y cercano, según lo requiera la escena, y hace un uso hábil del cliché, al que, sin embargo, le da la vuelta para que resulte primero reconocible y después sorprendente (muchos de sus personajes son “pobres como ratas”, pero una de esas ratas se pone a charlar con uno de ellos de sus respectivas infancias rusas).

A BOLAÑO LE CORRESPONDIÓ cerrar la tradición de la gran novela latinoamericana, de la que dejó una majestuosa casa en ruinas, poblada de fantasmas. Pero ese cierre es engañoso: al reivindicar una forma de escribir y de ver el mundo, justo cuando se anunciaba el fin de la historia, dejó también una puerta abierta para que la traspasaran los que le siguieran, a su manera.

Creo que muchos de sus lectores, si tuviéramos que elegir alguna de sus imágenes, nos quedaríamos con el tratado de geometría colgado de un tendedero, en el jardín de la casa donde vive un exiliado chileno, en el desierto de Sonora. La imagen, extraída de 2666, resulta una metáfora de su literatura: un intento poético, absurdo y fallido de ordenar el mundo en medio de la intemperie, a merced del viento, del sol y de la noche.