Escritura y venganza

En años recientes, la Academia Sueca se ha visto inmersa en 18 acusaciones de abuso sexual y otras por filtración de datos, más el polémico premio a Peter Handke, señalado por algunos como partidario del genocidio. Este año, el organismo se fue a la segura: optó por la distinguida poeta neoyorquina Louise Glück, de voz firme e intimista. La autora ha señalado que, siendo niña, la escritura fue para ella una “venganza contra circunstancias” —entre ellas, el bullying escolar o el avasallamiento materno. Ofrecemos un ensayo sobre el tema y extractos de una entrevista que concedió tras ser notificada del reconocimiento.

Louise Glück (1943).
Louise Glück (1943). Foto: Fuente: m.facebook.com

TRADUCCIÓN • MAX COLUNGA

Cuando era niña, tenía una enorme sensibilidad ante los desaires. Mi definición de ellos era tan amplia como profunda era mi sensibilidad. En este punto confío en mi memoria porque la niña que describo corresponde exactamente con la adulta que evolucionó. Entonces como ahora, yo también me sentía estrictamente orgullosa, renuente a mostrarme herida o admitir una necesidad. El orgullo gobernaba mi conducta. En mi mente excluía toda muestra de enojo (lo que obviamente parecía vengativo, pues confirmar que había desaires o heridas, pensaba, era satisfacer al torturador). El enojo era la muestra de sangre de que la flecha se había clavado. El enojo ético o moral (del tipo que suscitan los campos de concentración) estaba exento de estas inhibiciones. Pero la mayoría de esos casos, como los de los campos, inspiraban terror más que rabia. Yo tenía, si puedo juzgar desde mi vasto catálogo de humillaciones y mi gélido y teatral desdén como protección personal, una vasta rabia contenida.

Es apenas sorpresivo que mi vida fantasiosa consistiera ante todo de sueños de ascenso triunfal. Ninguno de esos sueños involucraba la acción. Mis fantasías de venganza se fundaban en el desprecio a la acción, a cualquier muestra de esfuerzo. El daño sucedía sin mi intervención manifiesta y se perpetuaba a sí mismo indefinidamente: la necesidad de herir o —como en los libros que yo leía— asesinar al enemigo desplegaba la insuficiencia del ser, así como la acción comprobaba la existencia de una herida. Mi idea de la venganza era probar que no me habían herido, ni me cobraba de algún modo una herida que (según demostraba una y otra vez mi fantasía) yo había transfigurado milagrosamente en algo que podía envidiarse con intensidad. Mi sueño era provocar envidia: mi idea de la venganza dependía de que su objetivo permaneciera por completo consciente y alerta.

PENSABA, SOBRE TODO, en los poemas que iba a escribir. En mi imaginación, tendrían una grandeza que iba a imponer, en multitudes de lectores, un asombro unánime; los únicos desacuerdos surgirían en los intentos por describir o dar cuenta de esa grandeza. En algún momento advertí que semejante recepción jamás había ocurrido en la historia de la literatura. Sin embargo, seguí sintiendo que ocurriría, tenía que ocurrir, porque mi propia respuesta a la literatura que veneraba era así de intensa y absoluta. En esos momentos yo estaba imbuida de asombro, que me parecía distinto por completo de la opinión (ésta, locuaz, aquél, estupefacto). Me sentía a mí misma en presencia de una verdad incontestable o una ley universal. Curiosamente, este asombro no me aniquilaba, como esperaba que iba a ocurrir con los enemigos en mis fantasías. En éstas, el asombro se combinaba con sentimientos de vergüenza horrorizada, una conciencia de equivocaciones que nunca podrían corregirse, una percepción de sus propias carencias y errores de juicio. Las fantasías de venganza dotaban a mis adversarios de un gusto literario sofisticado y exigente; ellos se castigaban entre sí mientras que yo existía, de un modo simple y trascendente.

Las fantasías requerían que mis adversarios permanecieran inmutables, congelados… la persona que resultaría devastada por mi virtud y profundidad espiritual debía 
ser idéntica a la persona que sostenía un objeto a punto de arrojarlo contra mí

Ese guión siempre estuvo presente, en algún grado, en mi vida imaginativa. Se convirtió en mi respuesta inmediata para todo fracaso público y privado, el menosprecio, la traición, pero también para acontecimientos y molestias mucho menores, ante los cuales semejantes fantasías mostraban una desproporción salvaje. No eran tan sólo un bálsamo. Eran también gasolina. Alimentaban mi deseo ya presente de escribir poesía y lo transformaban en una ambición urgente. No podían sustituir a la inspiración, ni sobornarla para hacerla existir, pero la aumentaban con el impulso de un propósito o necesidad; me estimulaban cuando yo podía quedar fácilmente paralizada. Durante muchos años fue un placer intenso anticipar que con el tiempo llegaría el tranquilo despliegue de la venganza, con sus justos y gloriosos rechazos a los juicios y relaciones de poder existentes.

UNA PREMISA CRUCIAL de estas fantasías era la de un tiempo espacioso o expansivo, donde la distancia entre el actual ser humillado y el triunfante ser intrínseco podía incluir un puente. El lenguaje de la venganza depende por completo del tiempo futuro: ya verán, se van a arrepentir, y demás. Como el tiempo siempre me pareció que estaba en riesgo o que su provisión era escasa, no esperaba que la edad influyera sobre lo que, en mi vida fantasiosa, debió ser una actitud teórica. Y, sin embargo, algo ha cambiado. Las fantasías se han desvanecido y con ellas los tremendos arranques de estamina y energía.

De hecho, al llegar a esas edades en las que, en cualquier sentido imaginable, es posible que el tiempo se abrevie (o, en efecto, que disminuya con rapidez), algo parece distinto del sentimiento constante de que uno podría ser escindido de modo injusto o prematuro. Además de esa idea del tiempo expansivo, las fantasías requerían que mis adversarios permanecieran inmutables, fijos, congelados en mi futuro infinito: la persona que pronto resultaría devastada por mi virtud y profundidad espiritual debía ser idéntica a la persona que sostenía un objeto a punto de arrojarlo contra mí. Pero todos mis rivales y jueces, mis amigos y colegas, habían sido sometidos y vapuleados por el tiempo. La compasión y el sentido comunitario habían debilitado el ánimo vengativo, o lo habían reemplazado por una idea de experiencia colectiva, como opuesta a la jerárquica, sustituyendo con inesperada tersura y generosidad mi antigua dureza y violencia. Estos cambios habían fijado en nuevos objetivos un acto mucho menos vigoroso —brevemente rencoroso, pero incapaz de generar energía verdadera.

A veces extraño a esos enemigos inmutables y el poder que conferían, así como al mito del tiempo generoso cuando, en apariencia, la pequeña balsa del ser podría mantenerse por muchas décadas. Pero mi fascinación con este tema es ahora más pragmática y ansiosa: cómo encontrar esas energías que fueron, toda mi vida, alimentadas por la pasión de la venganza.

Fuente: threepennyreview.com, otoño de 2013. Título original: "On Revenge" ("Sobre la venganza").

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martin