MIS AMIGOS MUERTOS
Mi experiencia con la muerte no me ha dejado dañada la cabecita, no tengo una marca permanente. Me dan calosfríos cuando me doy cuenta de que no me asusta la muerte; que sufro más con la idea, por ejemplo, de enterarme de que Carmen está comprometida y que no podré acercarme a ella impulsado por ánimos depravados. Saberla muerta no se compara en nada con hacerme a la idea de que quizá ya no podremos coger. Quizá el resultado sea el mismo, pero al menos sabré que una vez muerta no tendremos opción. Y mientras viva, hay alguna posibilidad que sólo demuestra que soy malo y cobarde. La maldita ansia lastima el alma. Para mí, eso es más tétrico que saberla tres metros bajo tierra.
Cuando llegaba a morir alguna de las mascotas del hogar, mis padres nunca se esforzaban por ocultarlo; cuando las comenzaba a echar de menos y se me ocurría preguntar por ellas, tenían a bien decirme su status sin disfraz alguno: “Se murió, hijo”, afirmaban como si nada. Ni siquiera añadían que estuviera en el paraíso de los perros o que había pasado a mejor vida y me cuidaba desde el falso cielo. Esa explicación hubiera sido suficiente para dejarme tranquilo y seguir madreándome con los muñecos de Star Wars. Ok, se murió. Ni modo.
Tendría algo así como ocho años cuando vi morir a nuestro Bull Terrier que feneció ciego y loco a causa del moquillo. Mi madre se hallaba bastante encariñada con él. Trabajadores de la Perrera Municipal llegaron a sacrificarlo minutos antes de la entrada a la escuela. Ella atendió al wey que insistía en que “lo dormiría”: lo decía seguramente porque estaba presente un infante (la futura Promesa Literaria de Fin de Milenio, by the way). Ridícula frase. En cosa de diez minutos lo amarró, lo inyectó, le dieron un par de espasmos y se petateó. “Ya está, ahora está dormido”, dijo solemne y me alisó el cabello. “No es verdad. Ahora está muerto. No te enviaron a dormirlo, sino a matarlo”. Me miró sorprendido y en seguida se largó con el cadáver, lo más rápido que pudo. Para él era algo frío y rutinario, pero noté que en esa ocasión le resultó doloroso. Mi madre lloraba y yo sentía pena por ella. Supuse que tenía que llorar también, así que lo hice. Pero en realidad no me sentía afectado por la muerte del can. Al menos, no tanto como ella. Me daba más zozobra no sentir pena porque se acababan de llevar a mi perro, al que a veces sacaba a pasear y seguido le tiraba una pelota durante horas para terminar viéndolo caer en la decadencia.
Mi madre lloraba y yo sentía pena por ella. Supuse que tenía que llorar, así que lo hice. En realidad no me sentía afectado por la muerte del can
Para la hora de la cena mi madre había dejado de llorar. Preparaba los platos mientras cantaba en voz baja. Mi padre y mi hermano guardaban silencio. “El niño vio cuando vinieron por el perro”. Mi padre sólo gruñó. Mi amada madre me preguntó si quería charlar acerca de eso. Negué con la cabeza, pues no se me ocurría qué decir. Se sentó y miró fijamente al rincón donde nuestro perro había pasado sus últimas semanas, ya sin moverse, revolcándose en su propia mierda y miados, y volvió a llorar en silencio, mirándome a los ojos. No supe cómo darle consuelo, me levanté de mi silla y la abracé. Le pedí que, por favor, ella nunca se muriera. Que si iba a hacerlo, lo hiciera conmigo. Supuse que algo así esperaba escuchar. De mi padre, seguramente. Yo no sabía que mi madre no lloraba por una mascota, sino por la vida que se le iba a cuentagotas, más rápido cada vez. Lo único que esperaba era que no pensara que yo era un perverso polimorfo por no sollozar por la recién acaecida muerte. Por no sentir nada. Me abrazó más fuerte, y así estuvimos durante un par de minutos más. Después no volvió a mencionar al perro.
Ya nunca tuvimos otro.
UN EGO DEMONIACO
Actualmente tengo dos amigos muertos. Uno de ellos fue en realidad muy íntimo durante la escuela primaria. En la secundaria dejamos de ser best friends forever y pasando al nivel medio superior dejamos incluso de ser amigos. Hace pocos meses murió a causa de un accidente vial. No asistí al velorio. Si no lo había buscado en tantos años, supongo que hubiera sido hipócrita apersonarme en su funeral. Seguro que mis compañeros de la secundaria estuvieron presentes. Aunque, como yo, tuvieran años de no verlo. Aunque hubiera muerto para ellos mucho tiempo atrás, y se lamentaran con llanto profundo, porque no es justo que este grandísimo hijo de la chingada nos llegue a restregar en nuestra jeta que nuestra juventud no es garantía de una mierda; que de nada valió durante la secundaria haber sido el novio de la chica más bonita de la clase y que un par de semanas después la dejaras por la más nalgona; que de nada sirvió conseguir los huevos suficientes para abandonar una carrera que te garantizaría un trabajo redituable para dedicarte a lo que más te gusta en la vida, sin vergüenza ni arrepentimiento. Mis otrora condiscípulos llorarán porque el grandísimo cabrón nos hizo tangible que nunca fuimos inmortales y que es cierto que nos podemos morir a los 23 años. Le reclamarán con lágrimas ácidas, lamentarán la fragilidad humana y a la siguiente semana seguirán con sus vidas sin acordarse de él o de la vida frágil y disoluta. Evitar ese tipo de escenas de doble discurso fue una de las razones por las que no fui al velorio.
El otro, en realidad, no podría decir que fuera mi amigo. Un compañero que llenaba una banca en el mismo salón de clases, nada más. Una condiscípula que a veces frecuento porque se me antoja, poco tiempo después del deceso me confesó que, saliendo de la secundaria, muchos años atrás, le había pedido que se hicieran novios y ella se negó. Desconsolada, se sentía culpable y responsable de su partida al más allá, ya que de haber aceptado ser su novia, él nunca hubiera realizado ese viaje a Estados Unidos donde encontró la muerte al estrellarse contra un muro de contención en Los Ángeles. “Te entiendo —le dije—, y estoy seguro que compartes el sentimiento con Minoru Yamasaki. Si él no hubiera diseñado las Torres Gemelas, Al Qaeda no las hubiera tirado. ¡Imagínate el martirio que debe sufrir diariamente el pobre hombre por pensar en todo lo que provocó!” Dejé de frecuentarme con ella. También recordé el motivo por el que no voy a los velorios. Suficiente tengo con My own private epiphanies y mis acercamientos con la muerte.
[Él] le había pedido que se hicieran novios y ella se negó. Desconsolada, se sentía culpable y responsable de su partida al más allá
La primera epifanía no la recuerdo y sólo sé lo que me contaron mis padres: A las pocas horas de nacido caí gravemente enfermo. Una gripa o una tos común, algo que tenía que ver con los pulmones y que podría ser normal, pero que en recién nacidos puede ser mortal. Me tuvieron encapsulado en cuidados intensivos durante una semana, el tiempo máximo que marcaba el reglamento interno del hospital, ya que debía dejar la cápsula para darle oportunidad a un bebé con más posibilidades de vida que yo. Me entregaron a mis padres advirtiendo que no aseguraban mi supervivencia, y de lograrlo, quizá no fuera capaz de soportar siquiera una gripe durante mi infancia sin caer en un extremo peligro. Con muchos cuidados, pasando por sobreprotecciones, le di la vuelta al diagnóstico. Un extraño virus se adueñó de mí, pero como no logró matarme, me regaló una visión particular. 23 años después sigo Alive & Kicking y mi madre todavía prende mil veladoras cada vez que estornudo.
Yo siempre pienso que exagera porque no me acuerdo, algún día la entenderé.
JUAN MENDOZA (Naucalpan, 1978), autor de un libro de cuentos y tres novelas, fue jefe de redacción de la revista Generación.