“Mi juventud me es como una costra: una herida debajo, que diariamente sangra. Por eso estoy desfigurado”. Este epígrafe del poeta alemán, Gottfried Benn, define lo que Mario Panyagua (Ciudad de México, 1982) plasmó en Doctor Jekyll nunca fumó piedra, libro de crónica publicado en 2021 por Producciones El Salario del Miedo. En él, su autor trata de expiar el alma, porque afirma: “Cuando uno escribe revive cosas”.
En Doctor Jekyll... conocemos a Panyagua entre la fe y el misterio. “Traje a la memoria cosas de mi niñez. Mi madre quería que fuera sacerdote. Me seducían los ritos y los latinajos, pero no la vida célibe. Y no a todos los niños les pasa lo que a mí, el nada inocente jugueteo incestuoso que está en el libro”, afirma el escritor. También recuerda que solía mentir y robar para jugar maquinitas. “Me cacharon robando un juguete en un supermercado; mi mamá tuvo que pagarlo”. Otras vivencias le dieron fuerza para narrar historias como la del sacerdote Francisco Gabriel Bautista, que narra en “Ángel de carne”.
A ese padre, a quien algunos consideran un mártir aunque le dieron veintisiete años de cárcel por asesinato, lo conocí cuando no podía dejar de fumar crack. Mi madre me insistía que fuera a verlo; supuestamente curaba adictos y hacía exorcismos. Terminé formando parte de grupos de WhatsApp para tratar de comprender por qué lo idolatran sus parroquianos.
Como ese texto se desarrolla en las faldas del cerro del Ajusco, donde vive Panyagua, conecta con la vida del haitiano Odelin, protagonista de “Un demonio venido del África”. Comenta al respecto: “Otro padre propagó el odio a los inmigrantes afroantillanos, tachándolos como seguidores del vudú. Luego del terremoto del 2010, que devastó Haití, llegaron muchos a mi colonia. De Odelin se decía que rendía sacrificios a demonios africanos, pero se ignoraba que era católico”, explica el autor del libro de poemas Pueblerío (Malpaís Ediciones, 2017).
Me urgía terminarla porque estaba sufriendo, pero quería que el lector supiera cómo son realmente esos lugares. Algunos me decían que había hecho una crónica gonzo... y me metí en el tema
EL HILO NARRATIVO de Doctor Jekyll... entrelaza algunas historias. También une personajes que pertenecen a las cloacas y acompañan al escritor oriundo de Azcapotzalco en su viaje al inframundo. De hecho, éste es un libro difícil de digerir por la violencia que lo cruza: el papá del autor sintió tristeza al leerlo, mientras su madre dijo que se había visto reflejada en sus páginas, como en “Lo mejor de lo peor”, que habla sobre los días que Panyagua pasó en un centro de rehabilitación para toxicómanos. Fue Jorge Vázquez Ángeles, editor de Metrópoli Ficción —que publicó primero el texto— quien motivó a Panyagua a intentar la crónica. “En la primera traté de exhibir una experiencia que me causaba vergüenza”, explica, y añade que comenzó a escribir intuitivamente. “Me urgía terminarla porque estaba sufriendo, pero al mismo tiempo quería que el lector supiera cómo son realmente esos lugares. Algunos conocidos me decían que había hecho una crónica gonzo, y para saber a qué se referían me metí en el tema. Tiene pocos años que leí a Hunter S. Thompson, sentí que encontré un compa que comprendía el negocio de navegar a contramarea”.
Otra crónica que le costó trabajo fue la que da nombre al libro. “Estuvo complicado terminar ‘Doctor Jekyll’ por la cuestión de la droga. Vino el antojo, pero también el recuerdo de la jodida podredumbre que trae consigo fumar piedra. Quienes me ayudaron a recordar ciertas cosas de ese texto fueron El Gabacho y El Golpe. Hubo otro amigo, Eliot, a quien quité de la versión final por respeto a la memoria que su familia le guarda; andaba en malos pasos y una madrugada de 2020 le dieron un balazo”, cuenta sobre tres de sus viejos amigos de la colonia La Raza.
Pero así como contó con el apoyo de algunos personajes, otros se molestaron, como El Taz, quien aparece en “No sólo de pan vive el hombre”: “Me cuestionó por qué los llamaba perdedores. Otros cuates sintieron gacho por cómo estaban retratados, pero tampoco guardé reservas conmigo”, abunda. Tuvo entre sus primeras lecturas las historietas del Capulinita, creció en La Raza, al norte de la Ciudad de México, y se adentró en las drogas. Pronto adquirió el hábito de la lectura y en su adolescencia fue llamado El Loco, en ese feroz microuniverso donde decidió ser escritor, para narrar lo que se vive a ras del suelo.
En el capítulo “El ocaso del artegio” da a conocer cómo los ladrones viejos (carteristas, farderos, paqueros, chorleros) se encuentran en proceso de extinción: lo de hoy son los escuadrones de robo con violencia y el sicariato. Así, “la crónica se desplaza hacia esos cabrones que contrastaban con el viejo código de ladrones como El Carrizos, El Elotes o El Vampiro, que robaban sin hacer daño físico —precisa el también amante del blues—. Ese mundo para mí era normal. Por ejemplo, cuando los escuadrones llegaban con el botín, hasta te pedían tu casa para guardar parte de las cosas. Todos nos conocíamos y nadie se hacía pendejo, cada quien sabía en qué andaba”.
Sin arrepentimiento ni pudor, asumiendo que este libro —con el que debuta en la crónica— es su respuesta a la industria de la superación personal, Panyagua advierte: “La verdad no es algo fácil de contar”.