Me quedé inmóvil al verte al fondo del vagón, como si no hubiera pasado tantas noches con el deseo de volver a encontrarnos quemándome el pecho. Como si no fuera yo quien, desde hace tres meses, busca tu rostro en cada una de las personas que confluyen en el metro. Como si no lo hubiera recreado en mi mente mil veces: verte, tan sólo de lejos. Que el mundo me diera una señal de que exististe, que no fuiste un producto de mi imaginación. Me paré en seco, como si no hubiera estado de pie tantas veces en los torniquetes de Ciudad Azteca, intentando reconocerte entre el mar de gente. Como si no hubiera recorrido toda esta línea de ida y vuelta, una y otra vez, como antes lo hacía contigo. Durante todo este tiempo creí que la línea B era lo único que me quedaba de nosotras.
Y aun así, al tenerte a sólo unos metros, no pude hacer más que contener la respiración. Vi el piercing de tu nariz y el collar largo que tanto me gustaba, cayendo hasta tus clavículas. Tus clavículas que recorrí tantas veces con mis dedos. Reconocí el gesto, la mueca, el cambio en tu cara, porque seguramente el aleatorio de Spotify te había puesto una canción que no te gustaba. Fue entonces, que me volteaste a ver.
Dices mi nombre y siento que todo se queda en silencio. Ya no hay conversaciones ajenas alrededor, ni vendedores ambulantes, y sé que no volveré a escuchar el pitido de la puerta en cada una de las estaciones. Te sientas al lado de mí, como si nada. Yo miro hacia la ventana y a través de ella te veo mirándome, divertida, como si todo esto fuera un juego. ¿Cómo está Lucky?, te pregunto. Lagunilla, Tepito, Morelos, San Lázaro, Flores Magón, Romero Rubio. Las estaciones pasan, mientras seguimos hablando de tu perrito, tus hermanas, tus amigos, la vida que ha pasado, sin mí en ella.
Me paré en seco, como si no hubiera estado de pie tantas veces en los torniquetes de Ciudad Azteca, intentando reconocerte entre el mar de gente
A veces pienso que durante estos tres meses me quedé esperándote en el andén de nuestra propia estación, como esperaba cada vez que quedábamos de vernos en “mi lado” de la línea B. Tardaste 20 minutos en nuestra primera cita. El tiempo de espera hablaba del estado de nuestra relación. Cuando las cosas fueron empeorando, llegué a quedarme ahí hasta hora y media; de pie, en el andén, mientras tú me decías que ya estabas en camino, que sólo unos minutos más. Cuando acordamos despedirnos, estuviste aquí a tiempo. Pienso en que no tenías tantas ganas de llegar, como sí ganas de irte. El tiempo siempre nos jugó en contra.
Tu voz es la misma, y tu risa y mi risa se unen como si fueran una sola. Tengo ganas de recargar mi cabeza en tu hombro y hacer de cuenta que venimos de regreso de algún bazar, como antes, con las bolsas entre las manos, planeando citas para estrenar la ropa que acabamos de comprar. Quisiera pretender que estos tres meses no han sido reales. Cuando estoy a punto de romper la distancia entre nosotras, empiezas a hablar sobre otra persona. Veo tus ojos agrandarse mientras dices su nombre. Dices que eres feliz, hablas de la plantita que adoptaron juntas. Y yo sólo quiero pedirte que pares, mientras tú hablas de las similitudes entre un amor joven y una planta. No puedo evitar que las lágrimas me empiecen a resbalar por las mejillas. Volteas a verme y guardas silencio. Tu dedo recorre el camino de una de mis lágrimas, apenas rozándome. Una vez me mandaste una imagen que decía: amar es cuidar la fragilidad del otro.
Nos recuerdo en los últimos instantes, cuando sabíamos que ya no había nada más por hacer. Decidimos sentarnos frente a frente y nos dijimos todas las cosas que le agradecíamos a la otra. En cuestión de minutos, estábamos ahogadas en llanto. Nos abrazamos y me dijiste al oído: eres signo de agua, ¿verdad?, yo comencé a reír mientras asentía, y me dijiste que tú también lo eras. Eso explica cosas, contesté. Reíamos y llorábamos. Ese día no nos soltamos, aunque quizá debimos hacerlo. Deseé muchas veces que ese fuera el último recuerdo que guardo de ti.
Las yemas de tus dedos han llegado al borde de mis labios y siento el sabor de la sal en mi boca. Me acaricias la mejilla con el reverso de la mano. Perdón, sabes que siempre he sido muy llorona, te susurro. Yo sé, no es tu culpa quererme tanto, me dices, mientras rozas con tus labios la comisura de los míos.
Hay un sueño que se ha vuelto recurrente, en el que estamos sentadas en el Parque Pushkin, escuchando música, cada una con un audífono, y te enseño esa canción. Tú me preguntas si yo soy el sauce o la nube, y nos miramos sonriendo porque sabemos la respuesta. Entre más se va acercando tu rostro al mío, más cerca sé que estoy de despertar. En mis sueños, no he podido besarte de nuevo.
La señora que iba sentada en el lugar solitario a nuestro lado se ha puesto de pie y nos observa, desde la otra esquina, con asco. ¿Qué nos pasó?, te pregunto, intentando disimular que mi voz se está rompiendo. Me sonríes con los labios, pero tu mirada es triste. Nunca me contestaste el último mensaje, dices, siempre pensé que había cosas de ti a las que no podía acceder, que nunca llegué a conocer.
Quiero contestarte que siempre te pensé como la persona que más me conocía. A nadie le había compartido tanto de mí, aunque no te lo dijera todo con palabras. ¿Te acuerdas de Reforma?, te pregunto. Asientes en silencio. Te tomo la mano para llevarte de vuelta a aquel recuerdo. En él, estamos muy cerca del Auditorio Nacional y acabamos de ver una cafetería con banquitas preciosas. Te tomaría unas fotos muy bellas aquí, me dices, y yo sonrío con timidez. Me hablas de la luz del sol, de ángulos, contrastes y de lo mucho que te gusta mi sonrisa, sospecho que esto último es solamente porque disfrutas sonrojarme. Me tomas de la mano y entramos al café. Estamos celebrando, afirmas, mientras te sientas en la banquita rosa y me lanzas un beso. Es la primera vez que incluirán un texto mío en un medio impreso y por eso decidiste que hoy debería ser un día de fiesta. Te veo con ternura mientras pienso que nunca nadie me había querido tanto como para celebrar conmigo este tipo de cosas. Nadie había entendido nunca lo que la escritura significa para mí.
Me siento en la banca azul junto a ti y decidimos pedir vino tinto, pero cuando la mesera se acerca nos pide que nos cambiemos a las mesas que están dentro del local. Me pongo de pie y tomo mi bolsa, dispuesta a cambiarme a donde nos dijo, pero tú me agarras del brazo y dices, de forma en que todos escuchen: no vamos a dejar dinero en un local racista, clasista y homofóbico. Yo abro los ojos y te digo que está bien, que no pasa nada si nos cambiamos de lugar, que podemos tomar el vino allá atrás, pero tú me dices que no con la cabeza y sales del lugar, yo voy detrás tuyo.
Vieron a dos morras sáficas, morenas, y no quieren que estén a la vista en su cafecito pero sí quieren que les consumamos ¿no?, exclamas, visiblemente enojada aún, no está bien, amor, no está bien que aceptemos esas cosas. Yo te escucho y pienso que tienes razón. Aún ahora, cuando me preguntan qué es lo que más me gustaba de ti, sigo hablando de tu valentía. Qué manera la tuya de dinamitar el mundo para construir uno nuevo, más justo y amoroso.
Terminamos comprando un Lambrusco en el Oxxo y metiéndolo en un termo que traías, lo tomamos sentadas en Reforma, entre nochebuenas, riéndonos de todo. Ese día, vemos la que entonces, ya era mi obra de teatro favorita: Now Playing. Cuando se apagaron las luces, escuchamos la voz del protagonista haciendo una serie de preguntas al público, que sólo se contestan con un sí o un no. Si tu respuesta es sí, tienes que chasquear los dedos, explican. Si la respuesta es no, debes juntar tus labios emitiendo el sonido mmm. Ése se convirtió en nuestro juego personal, por mucho tiempo. Recuerdo hacerte preguntas sólo para interrumpirte a besos mientras me respondías, sentir la vibración en mis labios, llenarnos de risas. Así conociste todo de mí, pienso, a través de esas tardes acostadas en una cama individual, donde nos alcanzaban los rayos de sol y contestábamos sólo a través de ese código que se volvió tan nuestro.
Al terminar la función, caminamos mientras el silencio nos envuelve. Estoy a punto de decirte que la carta que leen en la obra me había hecho pensar en ti cuando vine a verla por primera vez, que sigo creyendo que es en tus ojos donde veo que no estoy tan perdida, o que estamos perdidas juntas y eso es igual de bueno. Pero tú empiezas a hablar de la otra carta, de la carta a la hermana menor. Hablas de la familia, del dolor, de lo hirientes que pueden ser los silencios y de cómo creciste pensando que quien te hiere, te ama de alguna forma. Hablas de la impotencia de no haber podido cuidar a tu hermana. Cada palabra me entrega algo que viene de muy dentro tuyo y yo te rodeo con mis brazos, intentando cuidar lo que está a flor de piel, tus heridas expuestas. Te quedas así, pegada a mi hombro, llorando. Nos quedamos así, abrazadas, abrazadas, abrazadas. ¿Recuerdas esa escena de The Worst Person in the World? Todo se detenía para que ellos pudieran estar juntos. Así me sentía yo, el mundo se había congelado para que pudiera secar tus lágrimas, acompañarte sin decir nada.
Te sostengo las manos como esa vez en este vagón que recorre la línea B, te miro a los ojos mientras te digo con suavidad: nunca nadie ha podido verme como tú. Se nos está acabando el trayecto del metro. Tus manos tiemblan y me hablas con la voz bajita que regresa a mi mente, en sueños. Fue esa voz con la que te despediste de mí. Casi puedo escucharte diciendo adiós de nuevo, hablando de cómo, durante mucho tiempo, hubo dos únicos lugares que podías llamar hogar: nosotras y la tristeza. Y, a veces, se parecían demasiado. En cambio, ahora hablas de la felicidad y lo que aprendimos juntas. De lo mucho que nos debíamos una despedida así. Te miro a los ojos y deseo que el metro pare, vaya más lento, que se corte la electricidad, sólo porque no quiero que termine, porque cada vez estamos más cerca de Ciudad Azteca, porque no quiero que llegues a casa a regar esa plantita que ahora compartes con alguien más, porque quiero hacerte una pregunta y que me contestes en nuestro idioma, porque no quiero que ésta sea la última vez que recorremos la línea juntas.
¿Sabes? Lo mejor del año que compartimos fue verte sacar tu libreta en cualquier lado, mientras me decías, esto puede servir para un cuento, es más, seguramente en cuanto me baje vas a anotar algo ahí. Sonríes, me sueltas la mano y te pones de pie.
Podría acompañarte a tu casa, te di-go. En mi mente, salimos juntas de este vagón. Pienso en todos los pasos que daríamos, en cómo evitaríamos las rayas del piso, en cómo me tomarías de la mano para que yo pudiera caminar por el borde de la banqueta y en lo afortunada que siempre me sentí de estar con una persona que nunca vio eso como algo ridículo o infantil. Pienso en nuestra tradición de besarnos cada vez que pasábamos por la bugambilia de la calle paralela a tu casa, siempre ahí, porque fue donde te besé por primera vez. Te imagino en el marco del portón café, donde nos dijimos adiós una decena de veces, sin querer despedirnos; en la ventana por la que te asomabas para verme partir.
Puedo escucharte diciendo adiós de nuevo, hablando de cómo, durante mucho tiempo, hubo dos únicos lugares que podías llamar hogar: nosotras y la tristeza
Y pienso en cómo será esta última despedida, cuántos segundos-minutos-horas nos quedaremos en el marco de la puerta, un pie adentro, un pie afuera, sabiendo que el siguiente paso es el definitivo. Pienso en si subirás las escaleras a toda velocidad para verme, de nuevo, por aquella ventana. Pienso en tu pulso acelerado y respiración desbocada. La respiración que no volveré a sentir en mi cuello nunca más. No sé si tendré la fuerza para darte la espalda mientras me ves por la ventana, sabiendo que no voy a regresar.
Pero la puerta del metro se abre y tú no dices nada, sales por ella. El silencio se vuelve un quejido agonizante. Lo lleno con el recuerdo de tu voz susurrándome al oído: ¿algún día dejarás de quererme?, y mis labios se juntan, como cuando buscaban los tuyos. Tú y yo siempre sabremos la respuesta, pienso, mientras veo cómo te pierdes entre las personas. Emito, por última vez, un mmm largo, que ya nadie sabrá qué significa. Escucho los altavoces del metro diciéndome que debería ir detrás de ti, pero las puertas ya se han cerrado. Del otro lado, la gente comienza a abordar. El metro parte de Ciudad Azteca, ahora en dirección contraria. Todo lo que recorrí contigo, he de recorrerlo sola.