Fervor de Buenos Aires o el inicio de la fuga

“No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades [...] he sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente —¿qué significa esencialmente? — el señor que ahora se resigna o corrige”, escribió Jorge Luis Borges en 1969, al prologar la edición revisada de su libro debut, de 1923. A cien años de aquel volumen de poemas, Federico Guzmán Rubio lo sitúa ante las vanguardias y revisa la paradoja de su propuesta, que ya contiene el universo de un autor excepcional

Jorge Luis Borges (1899-1986) en su juventud.
Jorge Luis Borges (1899-1986) en su juventud. Foto: reefcc.org

Borges siguió al pie de la letra el programa vanguardista, pe-ro al revés: en lugar de marchar a Europa a buscar suerte y publicar su primer libro, lo hizo ya de regreso en Buenos Aires, tras residir ocho años en Ginebra y en España; en lugar de dejarse impresionar por los automóviles, el tranvía o cualquiera de las innovaciones tecnológicas, les cantó a los patios, los atardeceres y las calles de los arrabales, como un poeta de pueblo; en lugar de considerar a la juventud un valor por sí mismo y decretar la destrucción de todo lo antiguo, adoptó la sensibilidad de un viejo que rememora un tiempo ya ido; en lugar de pasearse por el centro de la ciudad, verse brillar bajo la luz de neón y admirar el estilo de vida moderno, se replegó en la periferia, en los suburbios que aprendían a ser ciudad e insistían en ser campo; en lugar de saturar sus poemas con palabras nuevas, eléctricas y vertiginosas, ensayó un idioma argentino popular, pueblerino y melancólico; en lugar de abalanzarse hacia el futuro, se replegó en el pasado; en lugar de escandalizar, rememoró; en lugar de copiar, se dio al rescate; en lugar de destruir, fundó.

Fervor de Buenos Aires
Fervor de Buenos Aires

Hablamos de Fervor de Buenos Aires (1923), poemario que fue publicado hace cien años, el menos borgeano y el más auténtico de sus libros y del que brotan todos los Borges que son Borges, porque ya están allí, casi como un programa oculto que sería desarrollado en las siguientes seis décadas. Cuando digo que es el menos borgeano y el más auténtico de sus libros me refiero a que es el que menos cuadra con esa imagen a medias verdadera y mentirosa por completo que se ha construido del argentino como un ser de una racionalidad fría y de una inteligencia matemática, alérgica a las pasiones: Fervor de Buenos Aires es pura sensibilidad, algo que tampoco se les daba muy bien a los vanguardistas, ocupados en destruir el lenguaje, en abrir la boca frente a las locomotoras y en anunciar a los cuatro vientos que el verdadero arte nacía con ellos. Pero entonces, si todo el poemario son remembranzas provincianas, ¿por qué considerarlo una obra vanguardista y no un ejemplo del criollismo, tan en boga en esos tiempos, más cercano a Don Segundo Sombra que a Veinte poemas para ser leídos en el tranvía? Pues porque Fervor de Buenos Aires es pura vanguardia, sólo que sin los elementos más visibles, pero también los más superfluos, de ella.

Es vanguardia porque el poemario es pura metáfora e imagen; bien puede leerse como imágenes concebidas en torno de una Buenos Aires que ya no existía

ES PURA VANGUARDIA porque el poemario es pura metáfora e imagen; de hecho, bien puede leerse como una serie de imágenes concebidas en torno de una Buenos Aires que ya no existía cuando Borges regresó de Europa en 1921, o más bien, que nunca existió salvo en la nostalgia del joven que recordaba, en Sevilla o en Madrid, a la ciudad en la que había nacido y donde había pasado su infancia y pubertad.

Sabemos que Borges evoca Buenos Aires porque lo avisa desde el título, sin embargo, al leer los poemas, la ciudad como tal rara vez aparece; el paisaje que prima es el provinciano, entre la plaza de pueblo y el insistente campo de la pampa. El poema, entonces, como lo leyó Beatriz Sarlo en su

Borges, un escritor en las orillas, se sitúa en esa triple frontera, espacial, retórica y afectiva: espacial porque Borges escribe sobre los arrabales en los que creció, en particular el barrio de Palermo, por entonces límite entre la presuntuosa verticalidad de la urbe y la horizontalidad identitaria de la pampa; retórica, porque emplea los recursos expresivos de la vanguardia para escribir sobre el mundo —es decir, el barrio— que parece resistir la ola de la modernidad, y afectiva porque entra en la literatura elogiando en presente una ciudad que ya no es y que pertenece sólo a sus recuerdos

y porque se erige como el poeta de Buenos Aires, pero de su Buenos Aires, una ciudad irreconciliable, por ejemplo, con la sórdida y furiosa que aparecerá apenas tres años después en El juguete rabioso, de Roberto Arlt.

Borges aplica el programa ultraísta en un lugar inesperado y contradictorio: la Buenos Aires que lo es a medias, mitad ciudad y mitad campo, mitad ficción y mitad realidad. El poeta no escribe versos sobre el bulevar y la avenida, sobre el rascacielos o la electricidad; escribe sobre la noche aún oscura que cae sobre el aljibe, y no sobre la noche frenética de luz de las marquesinas de la calle Florida: “En el dormitorio vacío / la noche cerrará los espejos” (“Campos atardecidos”), “Toda la santa noche la soledad rezando / su rosario de estrellas desparramadas” (“La noche de San Juan”), “Con la tarde / se cansaron los dos o tres colores del patio. / Esta noche, la luna, el claro círculo, no dominará el espacio” (“Un patio”). Todos los poemas concatenan imágenes que, más que responder a una sensibilidad, la construyen; varios de ellos son sólo imágenes, como “Cercanías”, que agregan elementos al paisaje que Borges desea componer: “He nombrado los sitios / donde se desparrama la ternura / y estoy solo y conmigo”.

DE ESTA FORMA, BORGES, una vez más, sigue al pie de la letra el programa ultraísta, al tiempo que lo subvierte. Desde el “Manifiesto del ultra” de 1921, de autoría colectiva, el ultraísmo proclamaba que

... para conquistar esta visión, es menester arrojar todo lo pretérito por la borda. Todo: la recta arquitectura de los clásicos, la exaltación romántica, los microscopios del naturalismo, los azules crepúsculos que fueron las banderas líricas de los poetas del novecientos.

Explícitamente y a riesgo de parecer anticuado, Borges escribe sobre lo prohibido por aquellos prescriptores de lo nuevo y, de manera compulsiva, decide poblar su libro de crepúsculos, uno de los motivos censurados por la nueva estética. No lo hace de manera inocente, sino para distinguirse del resto de vanguardistas, en los que detecta, tras la estridencia de la ruptura y la novedad, la docilidad que brinda la simple imitación.

Así, él declara en “Anatomía de mi ultra”, del mismo año y también publicado en España, que “Yo busco en ellos [en sus poemas] la sensación en , y no la descripción de las premisas espaciales o temporales que

la rodean”, con el propósito de diferenciarse de la corriente homogénea e ingenua de la vanguardia, como “El futurismo, [que] con su exaltación de la objetividad cinética de nuestro siglo, representa la tendencia pasiva, mansa, de sumisión al medio”.

Pero este alejamiento de la corriente dominante de las vanguardias se ejecuta con los recursos esenciales de ellas, sobre todo con dos, que se enuncian en “Ultraísmo”, también de 1921 pero ya publicado en Buenos Aires, en la revista Nosotros: la “reducción de la lírica a su elemento primordial: la metáfora” y la “síntesis de dos o más imágenes en una, que ensancha de ese modo su facultad de sugerencia”.

EL PLANTEAMIENTO BORGEANO rechaza el empleo de la metáfora y la imagen para la simple representación mimética de la realidad que, por moderna y veloz que fuera, no dejaba de ser realidad. El vanguardista, reducido a simple testigo de las transformaciones de su tiempo, es algo muy cercano a un costumbrista, aunque fuera en verso libre o en caligrama. Borges, a golpe de ocaso y de aljibe, propone algo opuesto: emplear el poder de la metáfora más evocativa para construir una realidad propia y distinta, en este caso, una Buenos Aires imaginaria construida a partir de vagos recuerdos infantiles, de los relatos de sus padres contados en Europa sobre la ciudad que habían dejado al otro lado del mar y de la literatura gauchesca, a falta de una literatura argentina auténticamente urbana.

No sería exagerado afirmar que la ciudad plasmada en este libro debut es el primer territorio fantástico que Borges escribe, todavía con un pie en lo real, pero con el otro firmemente asentado en la imaginación y la literatura. La primera escala en el recorrido que desembocaría en “La biblioteca de Babel”, “Las ruinas circulares” o “Tlön...” pasaba por un espacio humilde y melancólicamente fantástico. Así lo leyó Ramón Gómez de la Serna en su reseña:

El Buenos Aires rimbombante de la Avenida de Mayo se vuelve de otra clase, [...] más somero, más apasionado, con callecitas silenciosas y conmovedoras, un poco granadinas. “¿Pero había este Buenos Aires en Buenos Aires?”, nos estamos preguntando siempre en este libro, y nuestra conclusión es: “Pues iremos, iremos”.

Para 1923, Borges había conseguido un sólido reconocimiento como poeta vanguardista, y Fervor de Buenos Aires representó tanto su cúspide como su destrucción. Sus poemas habían circulado en al menos una decena de publicaciones vanguardistas e incluso el mismo Marinetti, en alguno de sus muchos recuentos, lo mencionó como uno de sus acólitos.

Entonces, Borges da un paso atrás y se revela casi como un poeta costumbrista, reaccionario. Si hay una palabra que define el libro es nostalgia, la menos vanguardista de las emociones, y Borges parece regodearse en ella, para escándalo de los escandalosos ultraístas. De hecho, éste, que figura como su primer libro publicado, es la negación de uno anterior, inédito y abandonado, titulado Los himnos rojos, expresionista y comunista. Incluso en el gesto de publicación hay una retirada, un evidente cambio de actitud: apenas un año antes, en compañía de un grupo de amigos, Borges había tapizado los muros de Buenos Aires con los dos números de la revista-mural Prisma, que le anunciaba al mundo el surgimiento del ultraísmo. En cambio, la publicación de Fervor de Buenos Aires no puede ser más modesta, casi familiar: el padre paga la impresión, la hermana ilustra la hermosa y cálida cubierta y, según la leyenda esparcida por el mismo Borges, el libro se distribuye escondiéndolo en los abrigos de las personas que visitaban la redacción de la revista Nosotros, pues de otra forma nadie hubiera estado dispuesto a leerlo y mucho menos a comprarlo.

Se revela casi como un poeta costumbrista, reaccionario.
Si hay una palabra que define el libro es nostalgia y Borges parece regodearse en ella .

BORGES PROLONGÓ EL VANGUARDISMO provinciano en otros dos libros, Luna de enfrente (1925) y Cuaderno de San Martín (1929), en los que incluso se acentúa la aparente regresión poética, pues aparecen poemas con verso medido y rima asonante. La capital cada vez se hace más irreal, más personal, hasta llegar a los versos de “Fundación mítica de Buenos Aires”, que acabaron por ser los que la siguen definiendo, en la literatura de Borges y fuera de ella: “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: la juzgo tan eterna como el agua y el aire”.

Con los tres poemarios, el escritor consiguió dinamitar su fama como vanguardista y quedar reducido a un versificador regionalista, como dictaminó Bernardo Ortiz de Montellano en Contemporáneos, al reseñar Cuaderno de San Martín:

... Creemos que esta comprobación de regionalismo no uni-versal será para el poeta el más grande elogio que no para la poesía, en él, a pesar de todo, de innegable calidad.

Arranca, así, la huida de sí mismo que caracterizará toda su obra y que

representa su gesto más radical: el de la “tradición de la ruptura”, en este caso de su propia obra. Tras el expresionismo de Himnos rojos, aparece el falso regionalista de Fervor de Buenos Aires, luego vendrá el antologador travieso de Historia universal de la infamia, la metaliteratura de Ficciones, el fantástico de El Aleph, el narrador de El informe de Brodie y la poesía rimada de sus últimos libros. El repliegue alcanzará su punto máximo en “Pierre Menard, autor del Quijote”, en el que la originalidad radica en la reescritura, con lo que se confirma que la vanguardia más extrema es la retaguardia, hasta volver a la esencia de la literatura.

Hay en Fervor de Buenos Aires mucho más de los Borges que vendrán: el conflicto entre las palabras y las cosas (“La rosa”), la construcción de una mitología propia (“Inscripción sepulcral”), la noción de que cualquier experiencia es universal (“Remordimiento por cualquier muerte”), la

mezcla entre alta y baja cultura (“Amanecer”) y ese talento único para adjetivar, marca de la casa (“Las doce irreparables campanadas”, en “Final de año”, “El unánime miedo de la sombra”, en “Afterglow”). Sin embargo, es un error leer el poemario como un simple preámbulo a la obra que le siguió; hay que leerlo, simplemente, porque es un libro acogedor, entrañable y hermoso, en el que se encuentran versos como los de la última estrofa de “Amanecer”:

Pero de nuevo el mundo se ha

[salvado.

La luz discurre inventando sucios

[colores

y con algún remordimiento

de mi complicidad en el

[resurgimiento del día

solicito mi casa,

atónita y glacial en la luz blanca,

mientras un pájaro detiene el

[silencio

y la noche gastada se ha quedado

[en los ojos de los ciegos.