La fiebre egipcia

Al margen

Description de l'Égypte, Vol. V, edición Panckoucke, 1823.
Description de l'Égypte, Vol. V, edición Panckoucke, 1823. Fuente: iisusbog.com

El 4 de noviembre de 1922, el explorador inglés Howard Carter hizo un hallazgo que sacudió al mundo: encontró la tumba, intacta y suntuosa, del faraón Tutankamón.

El descubrimiento no sólo fue un importante hito para la historia de la arqueología, sino que desató una oleada de fiebre egipcia a lo largo y ancho del orbe. No me refiero a una epidemia, ni tampoco a las misteriosas repercusiones que tuvo en la salud de los principales involucrados en la excavación, la llamada maldición que cobró sus vidas repentina y prematuramente —la cual dio pie a una de las leyendas más famosas del oficio arqueológico. No, aquí hablamos de arte, así que la fiebre de la que hablo fue una afición por todo lo que pareciera egipcio y tuvo fuertes repercusiones en la arquitectura, el diseño e incluso la moda. Se le llamó egiptomanía y en el marco del centenario de aquel descubrimiento crucial vale la pena echarle una ojeada a este fenómeno cultural que tomó por asalto al mundo occidental de los locos años veinte y que, en opinión de muchos, sigue vigente hoy.

EN REALIDAD, CUANDO CARTER y su equipo lograron su proeza, la egiptomanía llevaba ya más de un siglo ocupando las mentes más creativas de Europa. Sin embargo, era una moda pasajera que cada tanto tiempo cobraba fuerza, para después desvanecerse. Fue Napoléon Bonaparte quien la inició, aunque inadvertidamente. Todo comenzó con una campaña militar en Egipto en 1798, para la cual Francia desplegó alrededor de cuarenta mil hombres y trescientos navíos a fin de ganarle territorio a uno de los enemigos históricos de los galos: los británicos. Según los ingleses, la tierra de antiguas pirámides representaba un lugar estratégico en las rutas hacia India, uno de sus territorios coloniales más importantes.

En el ámbito bélico, la campaña egipcia fue un desastre para los franceses, pero no fue lo mismo en lo relativo al conocimiento. Napoleón instauró una Comisión de Ciencias y Artes dedicada a estudiar todo lo relacionado con esta exótica tierra, la cual llevaría a la fundación del primer centro de investigación de egiptología, el Institute d’Égypte, que sigue operando hasta nuestros días. De esta manera, mientras algunos estudiaban las especies endémicas, otros elaboraban mapas o analizaban las cualidades químicas de sus cuerpos de agua, entre ellos el famoso río Nilo.

Las pirámides y todos los objetos que ahí se encontraban eran registrados en dibujos... y saqueados para llenar los museos franceses

En el campo de las humanidades, las pirámides y todos los objetos que ahí se encontraban eran meticulosamente registrados en descripciones y dibujos... y saqueados para llenar los incipientes museos franceses. Entre ellos se encontraba la famosísima Piedra Rosetta, arrebatada por los británicos a sus rivales junto con un botín arqueológico más amplio, que hoy se aprecia en las salas del Museo Británico.

Eran ciento cincuenta sabios franceses, como se les llamaba, los encargados de estas labores y su trabajo quedó para siempre documentado en una serie de veintitrés volúmenes que se publicaron entre 1809 y 1829 bajo el título de Description de l’Égypte. Con grabados coloridos de los hallazgos tanto científicos como artísticos, además de escenas en las que se apreciaba la magnificencia de las pirámides, la circulación de sus páginas generó nuevos estilos arquitectónicos, mobiliario y joyería que evocaban para las élites europeas las orillas del Nilo.

Desde entonces, y en gran medida gracias al orientalismo en boga a lo largo del siglo XIX, la fascinación por el pasado egipcio ya estaba presente de este lado del mar, pero cobraría mucha mayor relevancia al develarse los misterios de Tutankamón. Para entonces ya había llegado la era del art déco, movimiento arquitectónico que permeaba todo el campo del diseño e incluso de las artes plásticas. De formas depuradas y un lenguaje puramente geométrico, las antigüedades arqueológicas encontraron campo fértil en este estilo, tanto la prehispánica como la egipcia, con sus formas estilizadas.

En Estados Unidos, sobre todo, la fiebre egipcia tomó carta de naturalización. Aparecieron tiendas y restaurantes que parecían transportados de Giza a las ciudades más cosmopolitas, como Chicago, mientras los vestidos y la joyería tomaron prestados los verdes de los sagrados escarabajos y los trepidantes pigmentos de la pintura mural. En 1923, la Textile Color Card Association de Estados Unidos, que reunía los colores en tendencia año con año —como ahora hace Pantone—, dedicaba su edición Primavera-Verano a la colorimetría del arte del antiguo Egipto.

LA MODA EGIPCIA detonada por los hallazgos de Carter no solamente coincidió con el nuevo gusto art déco, sino con un momento político muy particular. Tras la Primera Guerra Mundial y ante la riqueza acumulada gracias a los avances industriales, Estados Unidos no únicamente entraba en aquella etapa de esplendor conocida como los locos años veinte, sino que afianzaba su posición geopolítica y como potencia económica. Ante esa nueva y poderosa imagen frente a Europa y sus imperios, la búsqueda por referentes fuera del viejo continente tenía sentido como un vehículo de legitimación.

La historia siempre ha sido un excelente instrumento para construir identidades. Según los estadunidenses, recordar a las antiguas potencias que en el pasado hubo grandes civilizaciones fuera de sus dominios mandaba un poderoso mensaje sobre el lugar de Estados Unidos en la historia. Algo similar sucedió con la arqueología mexicana, cuyos descubrimientos también fueron absorbidos por las artes del otro lado de la frontera con un mismo sentido identitario.

En esta construcción de un nuevo imaginario, el cine —que en aquellos años nacía como industria— también jugó un papel fundamental. Es quizá en ese ámbito donde el descubrimiento de Tutankamón tuvo su mayor impacto. La moda por las decoraciones y los vestuarios egipcios murió casi tan rápido como los exploradores que se adentraron en la tumba del faraón, pero todavía hoy las momias y sus maldiciones perviven en nuestro imaginario, ya sea con el icónico rostro de Boris Karloff o en compañía de Brendan Fraser.