Es difícil pensar en un retrato más elocuente de la civilización occidental que las compras de pánico de papel higiénico. Tal vez sea una estampa poco favorecedora, encuadrada mañosamente desde la retaguardia, pero tiene el mérito de hundir el dedo en la llaga de nuestros miedos más profundos. Codazos, estampidas y amenazas con cuchillo han sido la constante en los pasillos de los supermercados en busca del último rollo, y si bien escenas muy parecidas se habían presentado ya frente a otras catástrofes, nadie podía pronosticar la fiebre del papel de baño que se desataría con la pandemia, una fiebre de proporciones globales y acompañada de un sentido de urgencia desconcertante.
LAS TORRES DE PAPEL de baño no forman una barrera contra los huracanes ni su fibra vegetal detiene el vuelo deletéreo de los gérmenes. Como sea, buena parte de la población se considera más segura pertrechándose tras esos tabiques pachoncitos con efluvios a manzanilla y aloe vera. A simple vista se antoja una excentricidad, una respuesta en cadena, enloquecida y sin precedentes, atizada quizá por su difusión viral en internet. Pero más allá de que la amenaza de infecciones nos acecha desde todos los flancos, y sin desestimar las interpretaciones psicoanalíticas sobre el vínculo entre los esfínteres, el acaparamiento y la sensación de control, hay que tener en cuenta que, con recursos relativamente bajos, se pueden evitar tragedias domésticas en medio de un clima generalizado de riesgo y vulnerabilidad, además de que las pilas tembleques de rollos pueden hacerse pasar, casi en cualquier sitio, por readymades de artistas emergentes. Tarde o temprano esos millones de paquetes se abrirán para cumplir la promesa de caricia a la que fueron destinados.
El papel, invento chino al fin y al cabo, se utilizó por primera vez para limpiar la zona que no conoce el sol durante la Dinastía Han, en el siglo II d. C., y se perfeccionó con una serie de ablandamientos y sofisticaciones, entre ellas, el perfumado. Sin embargo, quizá porque el rollo que todos conocemos se patentó en Estados Unidos (donde comenzó también su producción industrial), o porque su demanda es muy alta en Europa (con Suecia a la cabeza), asociamos el papel higiénico con una costumbre occidental, que se impuso a milenios de improvisación con trapos de lana, cuerdas de cáñamo, piedras lisas y hojarasca, y alcanzó una de sus cumbres en la esponja adaptada a un mango y sumergida en agua salada (instrumento de uso comunitario en el Imperio romano). Suponemos que las primeras herramientas de los homínidos servían para cazar; tal vez el origen de la tecnología se remonte a la necesidad de poner fin, en una parte del cuerpo propensa a la rozadura y al prurito, a la experimentación con hojas de lechuga, arena, musgo, virutas o incluso nieve. Todavía hoy, allí donde no logran extenderse los tentáculos de las grandes corporaciones, hay poblaciones que echan mano de plantas, mecates, conchas, cáscaras, cortezas e incluso olotes. El simple recurso de la mano bañada en agua ha resistido la rueda de las generaciones —y de los inventos—, y perdura impasible en vastas regiones del globo, como en el subcontinente indio.
Codazos, estampidas y amenazas con cuchillo han sido la constante en los pasillos de los supermercados en busca del último rollo
CONFIESO que la primera vez que me reconocí plenamente occidental fue a propósito de la falta de papel de baño. Viajamos a Calcuta (que ya entonces se llamaba Kolkata), con un cargamento profiláctico que llenaba una maleta; eran tiempos de gripe aviar y una amiga nos había advertido de la importancia que adquiría un simple rollo a medida que uno se internaba por tierras bengalíes. Pero no contábamos con la magnitud de la venganza de Kali. Un festín de chingri maach, camarones al curry que desataron nuestra voracidad, o más probablemente el delta de té chai que recorre la ciudad y desemboca en los innumerables puestos callejeros, hicieron crisis en nuestros intestinos. De golpe casi toda la comitiva, acostumbrada a otra variedad de bacterias, empezó a hacer visitas frecuentes y prolongadas al baño. Habíamos aprendido a comer con la mano derecha y a mantener la izquierda bajo la mesa, según las reglas de urbanidad de la India, pero no nos atrevíamos a utilizar la cubetita de agua dispuesta al lado de los retretes. El caso es que nos quedamos sin provisiones de papel.
En un trance apremiante, cuando ya habíamos agotado los tubos de cartón que conforman su esqueleto, tuve que salir en busca de lo que se antojaba una quimera. La misión era ridícula y previsible dada mi condición de turista; un bengalí preguntando por naan en las tortillerías de Veracruz no pasaría tantos aprietos. Tras muchas indagaciones, descendí a los callejones del mercado negro. Por un rollo, ¡un único y escuálido rollo que ni siquiera era de hoja doble!, pedían diez dólares. Con escándalo, ruborizado ante la dimensión del robo, me llevé cuatro. Sobra decir que tampoco bastaron, por más que hiciéramos alarde de papiroflexia con nuestra dotación de tres cuadritos. (Después de todo, Kali es una deidad poderosa, asociada al aspecto destructor de la divinidad). Así que, mientras reflexionaba sobre los abismos que separan a las civilizaciones y recordaba viajes menos extremos en que nos entregábamos con ligereza a hacer promesas sobre el bidé, hube de recorrer varias veces el laberinto bochornoso del mercado negro. (Añado, entre paréntesis, que uno de los miembros de la comitiva, un célebre escritor mexicano que ahora se desempeña como funcionario —y quien por cierto había resistido los embates de la diosa negra gracias a un régimen estricto de Coca-Cola—, me obsequió, en esas circunstancias desesperadas, uno de sus libros. Quizá porque su sistema digestivo no había sido expuesto a una presión tan demandante, nunca sospechó que, a través de ese regalo inocente, sometía el ejemplar a una de las pruebas de calidad literaria más arduas que quepa imaginar...).
ME PREGUNTO si la avidez de papel de baño no calmará algún miedo atávico inconsciente, un terror cósmico ante la idea de mancha, enterrado bajo capas y capas de justificaciones alrededor de la higiene. La producción actual de rollos de papel deriva, en mayor medida, de fibra virgen, es decir, directamente de los bosques, muchos de los cuales se sacrifican en beneficio de nuestros culos. Nos hemos habituado al espectáculo de pasillos interminables repletos de rollos blancos y esponjosos, por los que avanzamos aspirando el bálsamo que aliviará nuestros traseros, sin reparar en que se trata del reverso de miles de árboles: la imagen espectral, aséptica y mortífera, de un bosque. La demanda demencial de celulosa llevará seguramente a que se precipite el apocalipsis; al menos nos encontrará a buen resguardo tras montañas de papel de baño.