La generación X treinta años después

El periodista chileno Antonio Díaz Oliva entrevistó en 2011 al escritor Douglas Coupland, a quien se debe eltérmino “Generación X” por su novela del mismo nombre y a quien se le llamó “escritor generacional” o “posmoderno”. Al preguntarle sobre esas expresiones, Coupland respondió: “Ya casi no he escuchado mucho esos términos. Creo que esas denominaciones murieron cerca del 2004. Y, de hecho, ahora que me lo preguntas, incluso me da una sensación de nostalgia”. De eso trata este artículo de José Mariano Leyva.

La generación X treinta años después
La generación X treinta años después Foto: Especial

Bret, Chuck, Douglas, Irvine y Alex. Una época muy agitada

Trainspotting: heroinómanos que vivían al límite, siempre a punto de sobredosis. Algunos se engolosinaban hasta la muerte, otros cambiaban de sustancia y sobrevivían. Renton, Spud, Sick Boy, el violento Begbie que sólo consumía alcohol. La llegada del MDMA como curiosa salvación. El club de la pelea, el hartazgo de vivir conforme a normas que no hacían sentido. La anarquía revivida. Los golpes como terapia de choque. Tyler Durden. Época de pósters en los cuartos con declaraciones: “This is your life, and it´s ending one minute at a time” para Durden. “Choose life. Choose a Job. Choose a Career. Choose a family. Choose a fucking big televisión” para Renton. Los mismos manifiestos con música electrónica detrás. The Dust Brothers, Underworld, Faithless volviéndose masivos por su participación sonora en las películas. La playa. La idea de escapar del mundo al paraíso virgen para nunca tener problemas, para no crecer ni ser el adulto que compra una fucking big television. El paraíso tailandés que se vuelve infierno cuando los narcos sacan a los turistas a punta de balazos. La versión fílmica de un director que apenas iniciaba: Danny Boyle, que también dirigió Trainspotting y más tarde revivió el género de zombis con su película 28 días después cuyo guion era de Alex Garland, el novelista de La playa.

Novelas salidas de la pluma de Irvine Welsh, Chuck Palahniuk, Alex Garland, Douglas Coupland y por encima de todos el precursor que influyó a todos: Bret Easton Ellis. Ellis y su Psicópata americano, su Menos que cero, sus Reglas de la atracción, su Glamorama. Ellis y las versiones fílmicas que hicieron de sus obras, casi todas, fallidas.

Trainspotting llegó a salas en 1996. A muchos nos dio un mazazo sin concesiones. Desde hacía algún tiempo queríamos escribir literatura, pero a partir de ese momento quisimos escribir ese tipo de historias. Los impulsos no eran originales: tenían mucho de colectivo. La literatura comenzaba a estar muy pendiente del cine. También de idealismos bizarros, odas a la violencia que renegaban de las doctrinas institucionalizadas, con una candidez que se creía única. Y flotaba en el ambiente un ansia de reconocimiento que, estábamos seguros, llegaría con la publicación de nuestra primera novela.

Trainspotting (1996).
Trainspotting (1996). ı Foto: Inkl

No 28 días después, sino 28 años después apareció la película Men (2022). En español creyeron necesario agregar el subtítulo: “terror en las sombras”. Un relato incisivo que deja un terrible sabor de boca. Una mujer cuya pareja le hace un violento chantaje emocional para que no lo deje. Él la golpea, ella lo corre de su departamento, él se va para, a los minutos, saltar del balcón de otro departamento y morir ensartado en la reja que acota la banqueta. Meses después, la mujer decide hacer un viaje “de sanación” a un pueblo donde es víctima del acoso de los hombres con los que se va topando. El policía que la tiene que proteger la comienza a controlar, en un jardín un niño le hace un berrinche porque no quiere jugar, al cura de la iglesia le cuenta lo ocurrido con su novio en busca de consuelo. A cambio sólo recibe amonestaciones. Las miradas de los ebrios parroquianos del bar. Todos los personajes son interpretados —bajo hábiles maquillajes y caracterizaciones—por el mismo actor: Rory Kinnear. Las secuencias alternan una quieta belleza con situaciones de tensión propias del suspenso. La violencia escala, hasta que la película se convierte en una auténtica cinta gore. En el final, absolutamente gráfico, nos presenta a un hombre que nace y muere varias veces para hacer siempre lo mismo: acosar a la actriz (Jessie Buckley). El terror se vende como sobrenatural, pero tiene el sedimento de algo muy tangible. Una vez que termina la película, no nos despedimos de los monstruos ficticios que sólo habitan en ella.

Elegí la película casi al azar. Al revisar los créditos me di cuenta que el director y escritor era Alex Garland. El mismo escritor de La Playa, guionista de 28 días después. Uno de mis ídolos de antaño había hecho ese prodigio. Bizarro, sangriento y supurante, pero prodigio al fin y al cabo. Ahí estaba la misma crítica que no da cuartel. Garland tenía una película previa, también poco tersa: Ex-Machina (2014). Un robot femenino que se enamora de un periodista que tiene acceso al laboratorio del empresario y genio que la creó. Ambos hombres la ven como un ser atribulado y fijan posturas distintas para resolver la situación. Ninguno se da cuenta que la mujer robot está urdiendo un plan de escape. Un cuestionamiento del uso de la Inteligencia Artificial lo mismo que de las concepciones

de género. El final también es sangriento y de

una belleza apabullante.

Everything’s Gone Green (2006).
Everything’s Gone Green (2006). ı Foto: MUBI

Garland dejó la literatura. Eligió el camino del cine. No fue el único: Bret Easton Ellis intentó varias veces con el guionismo. No le fue bien. Douglas Coupland, por su lado, hizo el guion de dos películas, entre ellas Everything’s Gone Green (2006) de Paul Fox, que recala en los temas de la generación X. Lo que sorprende en el caso de Garland, es que ha actualizado sus temas. El urgente hastío que sentíamos en los noventa fue sustituido por el acuciante estado de la mujer, por ejemplo. Y no: no

es formulismo mercadotécnico. La historia y las imágenes se ensamblan de manera cuidada, a veces perversamente provocadoras. Garland tenía 26 años cuando salió al mercado su primera novela. La temprana edad era casi un requisito para formar parte de aquel grupo: Bret Easton Ellis publicó Menos que cero a los 21, por ejemplo. Ese requisito, lo recuerdo bien, nos traía de cabeza, creaba amarguras de bar y ocasionaba tormentos nocturnos producidos directamente y sin escalas desde nuestro ego.

Garland hoy tiene 54 años. La madurez le ha llegado con al menos dos cambios: mudó de la literatura al cine, y el interés cultural por lo que lo rodea lo llevó a otras preocupaciones. No se estancó. La violencia, siguió siendo una constante desde 1996 a 2022.

Ex-Machina (2014).
Ex-Machina (2014). ı Foto: Filmaffinity

LA GENERACIÓN X.
LA RED X

Hace 33 años, en 1991, Douglas Coupland, autor canadiense, sacó su primera novela: Generación X. Ni él ni la editorial sabían lo que iba a ocasionar. El título se convirtió en un distintivo, en una marca. El libro da ciertas características de aquellos que habíamos nacido entre 1965 y 1980. En el momento que nos marcaron con una X teníamos entre 26 y 41 años. El rasgo fundamental: el vacío, el descreimiento. Otros rasgos tenían que ver justamente con la música electrónica de Underworld, los manifiestos de Fight Club, las películas hechas por directores que antes habían realizado videos musicales.

Estábamos instalados entre la negación de las grandes ideologías con las que no comulgábamos (el socialismo, el comunismo, el capitalismo, los nacionalismos) y las incipientes ideologías de género o de inclusión sexual. Nos regodeábamos en ese vacío. Nos hacía sentir únicos. Éramos campeones de la sátira. Cierto es que había algunos escapismos: el new age que tanto critica Garland en su novela, o un extraño regreso a instituciones que nuestros padres creían anquilosadas, como el matrimonio. Por otro lado, estaba ese eterno apetito por la autodestrucción de los excesos que no tenía nada de novedoso. Ahí estaban los modernistas y su ajenjo, los beatniks y su heroína. Y la postura del vacío tenía su propia banda musical y djs. Un poco como entendiendo que la literatura había dejado de ser el producto cultural predominante.

Parte de la academia se sintonizó con las emociones X. Hablábamos de La era del vacío (1983) y El imperio de lo efímero (1987) del sociólogo francés Gilles Lipovetsky. También estaba El fin de la Historia y el último hombre (1992) de Francis Fukuyama. Pocos libros tan provocadores y desacertados como el de Fukuyama que declaró el fin de la historia quince minutos antes de que internet apareciera. Los libros —y las películas y los discos— duraban más tiempo en los anaqueles —y en las carteleras y en las tiendas. Se publicaba menos, se hacían menos películas, no se intentaba estar a la par de la vorágine en las redes.

En el momento que nos marcaron con una X teníamos entre 26 y 41 años. El rasgo fundamental: el vacío, el descreimiento

Hoy nos sorprende ese retorno a las ideologías de una izquierda que se institucionalizó, se criticó —desde la propia izquierda—, de la que se conocieron sus atrocidades y que hoy se imaginan como ideas que jamás hubieran vivido su aplicación práctica. También nos asombran los discursos de liderazgo empresarial que hablan de proactividad para lograr situaciones ganar-ganar, porque en los ochenta vivimos una versión similar pero sin corrección política. Salvaje. Ahí está indeleble en nuestro hipocampo Patrick Bateman, el Psicópata americano de Bret Easton Ellis. Nos alarma la corrección política que increpa sin cuartel a la expresión libre y que insiste en negar toda perversión. En 2015 Chuck Palahniuk, creador de El club de la pelea, publicó Invéntate algo. Relatos que no te podrás sacar de la cabeza. Por fortuna pasó desapercibido para

los guardianes de la corrección política. Los cuentos son una bravata contra esa urbanidad: un mundo en donde los ciudadanos intentan a toda costa provocarse un retraso mental para vivir los privilegios que eso conlleva. El video de un individuo que es violado por un caballo y que se vuelve alegre trending topic porque la víctima es un hombre adulto y blanco, y no una mujer, o un hombre de un grupo étnico “minoritario”. En su madurez, Chuck Palahniuk sigue retratando las contradicciones sistémicas que nos acechan en las esquinas.

Después de publicar Generación X, Coupland grabó unas cápsulas en MTV leyendo fragmentos de la obra. La mercadotecnia hizo lo suyo, y fue cuando se filtró la denominación del orbe literario al extenso público. En esa época las cámaras de los celulares no eran potentes. Para bajar una foto de internet te tardabas varios minutos. El streaming era ciencia ficción. ¿Alguien se acuerda de la soberanía de MTV? Hoy los canales están desprovistos del poder de antaño. Han sido superados por las redes. No hay necesidad de pasar por con un consejo editorial para emitir una opinión: basta una cámara de celular y buena iluminación. El poder de Hollywood también ha desaparecido con su glamur y sus excesos bien retratados en Glamorama (1998) de Easton Ellis. Damien Chazelle, hizo un homenaje al epicentro del cine en Babylon (2022). Los homenajes se hacen cuando el festejado está en algo parecido a su ocaso. Un Hollywood superado por el streaming. Por la ingente cantidad de películas y series que aparecen cada día. Pero la película tiene guiños de otros crepúsculos. En 1926, el nacimiento de Hollywood no tenía nada de glamur: los estudios eran parapetos de madera con una escenografía mínima en medio del polvo de una llanura. Las batallas campales las perpetraban indigentes que realmente terminaban heridos. Y arriba, en una colina, una escritora dictaba a su asistente que tecleaba en una Remington a toda velocidad lo que está viendo a la lejanía con unos binoculares. En un momento se detiene y expresa lo que realmente piensa:

—Todo esto del cine no es más que una mamarrachada.

Suspira hastiada y luego le dice a su asistente:

—Yo conocí a Proust, ¿sabías?

El siglo XX puede leerse como un proceso de ocasos. El periodista Christopher Silvester lo plasma en su compilación Las grandes entrevistas de la historia (1993). La primera entrevista en forma fue hecha al líder mormón Brigham Young en 1859, quien se rebeló en Estados Unidos ante la federación y creó Salt Lake City. Días después, el gobierno crearía el estado de Utah alrededor para lograr algún control. Los religiosos llevaban la batuta del liderazgo. Más tarde los principales entrevistados eran pensadores, científicos y escritores. Karl Marx en 1871, Robert Louis Stevenson en 1887, Mark Twain en 1889. Muchos escritores deploraban las entrevistas. Consideraban al género como una bajeza estética, pero sobre todo sentían que los estaban esquilmando: en vez de pagarles por un artículo, mandaban a un periodista para exprimir sus ideas gratis. Los políticos comienzan a aparecer más tarde, el príncipe Bismarck en 1890, por ejemplo. Los dramaturgos florecen con el cambio de siglo y siempre les preguntan si el teatro desaparecerá frente al cine: Ibsen en 1897 o Bernard Shaw en 1931. Vienen después los directores como Hitchcock en 1957, los actores como Marilyn Monroe en 1960. Hacia 1975 aparecen figuras como Jimmy Hoffa. Ya no es necesario estar cerca de la creación, de la investigación o de cierto talento para ser entrevistado. Los famosos lo mismo pueden actuar que cantar. Luego ni siquiera eso es requisito. Hace sólo falta un poco de arrojo y buena suerte para hacer un podcast. La polémica sustituye a la creación.

Pero es un reconocimiento que no dura mucho. Un influencer sucede a otro en cuestión de semanas. Y frente a ese aluvión desconcertante, aquella idea de lograr notoriedad con la primera novela es un coctel de sueño arcaico con aceituna de piedra. Seamos honestos: la generación X deseaba algo parecido a esa fama. Bret Easton Ellis o Irvine Welsh se portaban como rockstars. Hollywood era buen amigo para uno, la escena de la música electrónica para el otro. Escritores que mantenían un pie del lado de la creación literaria y el otro en esa fama que después se decantó por Facebook o Instagram. Después llegaron los años.

Los últimos libros de Ellis son un pastiche que se aferra a los temas del pasado. No es el único. Suites imperiales (2010) se parece a Porno (2002) de Welsh: regresar a los protagonistas que les dieron éxito un par de décadas antes. El resultado no es muy brillante. En su mayoría se sostiene sólo de la nostalgia. En 2020, Ellis saca Blanco. Una obra que intenta desentrañar a la corrección política y al conservadurismo estadunidense. Tampoco es muy afortunada: se centra demasiado en él mismo. Así nos enteramos que la relación entre Ellis y Twitter (hoy X) ha sido errática. A veces ha creado polémicas por escribir desde el estómago y con la cabeza llena de sustancias. Luego se arrepiente. Abre y cierra su cuenta una y otra vez. No se decide entre seguir siendo escritor o convertirse en personalidad mediática de las redes.

No es el único. Las redes se vuelven terreno pantanoso para los escritores. Es necesario tener cuentas, es necesario estar presente en ese universo para que los libros se vendan un poco más. Pero ese universo se alimenta de polémicas, de bailes con poca ropa, de pegarse fuerte en la cabeza.

En México hoy también tiene que ver con atacar virulentamente o alabar hasta la náusea a personajes e ideas políticas. No tienen que ver con la creación literaria. Otros escritores optan por cerrar sus cuentas y hacer declaraciones de monasterio: “jamás volveré a las redes”. Un par de meses después, sus cuentas están de nuevo activas. No pasa nada: las redes tienen demasiada información y muy poca memoria.

Salman Rushdie nos cuenta que después de su intento de asesinato (2022), regresó a X para “echar una mano en el lanzamiento” de su nuevo libro. “Pero Twitter es un pozo envenenado, y si metes un cubo ahí dentro es seguro que saldrá bastante lleno de inmundicia.” Las respuestas a las entradas sobre su libro no tenían nada que ver con su libro: le aseguraban que él se había buscado el atentado, que lo habían puesto en el lugar que merecía. La duda aparece: ¿hacerse de seguidores en las redes realmente significa que la gente leerá el libro que escribiste? Parecen dos orbes no sólo diferentes, sino opuestos. Uno privilegia la opinión rápida. El otro necesita más circunspección y soledad.

La Generación X se dio un frentazo. Nos tocó esa frontera en la que lo literario perdió fuerza. Quisimos contagiarnos del cine, incluso de las redes, pero dejamos de ser ya personajes públicos tan públicos como, por ejemplo, un youtuber

Líneas antes, el autor nacido en Bombay confiesa sentirse contento porque el libro estaba “en un lugar destacado de librerías”. ¡Salman Rushdie! Quién hace dos décadas vivía en las mesas principales junto a Paul Auster o Martin Amis. Hoy, en casi cualquier librería, hay que preguntar si tienen algún libro de estos autores porque esas mismas mesas están repletas de obras que, justamente, copian las polémicas de X o cuyos autores provienen de la vida pública per se.

El año pasado Bret Easton Ellis publicó Los destrozos. No pude con la novela.

Conforme avancé, el mal humor me asaltó. Anoté en las páginas finales una declaración que bien pasaría como comentario de X: “Ya estamos frente a un B.E.E. reiterativo hasta la náusea. Los mismos temas y obsesiones de los 17 años, 42 años después, sin saber aprovechar un juicio maduro o la perspectiva que da el tiempo”. Las 700 páginas de estatismo me enervaron. Un asesino que tarda tanto en manifestarse que al final ya no importa qué suceda. Los diálogos truncos e ideas incompletas que en Menos que cero —de 182 páginas—me maravillaron por hacer énfasis en el vacío de una generación, aquí sólo me causaron fastidio. Curiosamente, muchos amigos lectores que nunca antes habían leído a Ellis, dijeron que el libro les encantó. La lentitud para ellos era elegancia. En mi caso, fue el primer libro de este autor que no pude terminar. Me gusta el contrapunto: significa que una obra aún tiene el poder de provocar reacciones adversas. Tal vez por ello siga siendo una obra de arte.

Brad Pitt en El Club de la pelea.
Brad Pitt en El Club de la pelea. ı Foto: Fotogramas

Y hoy muy pocos quieren hacer una obra de arte. La idea suena pomposa y produce rechazo. Un libro que se venda es ahora la meta más socorrida. No sé si alguien haya visto una obra de arte en los videos de Instagram. Videos con muchas reacciones pero que son sustituidos por otros videos también con muchas reacciones. Las obras de arte suelen perdurar. Instagram, por cierto, ha sido la aplicación más eliminada de los dispositivos el año pasado.

Todo esto tiene qué ver con la escritura y con el ego. Y en un escritor solía haber mucha escritura y mucho ego. Por ello, la Generación X se dio un frentazo. Nos tocó esa frontera en la que lo literario perdió fuerza. Quisimos contagiarnos del cine, incluso de las redes, pero dejamos de ser ya personajes públicos tan públicos como, por ejemplo, un youtuber. Aun así, hay algo insustituible. Cuando una idea crece para convertirse en una historia. Las imágenes en la cabeza agolpadas mientras los dedos se desgastan por la velocidad. Luego detenerse, reflexionar. Imaginar una escena mejor. Ahorrar palabras para ser más filoso. Terminar el proyecto. Regresar a él. Corregirlo. Buscar dónde publicarlo. Escuchar las sugerencias del editor. Pensar por enésima vez en esa historia que se va haciendo colectiva. Tener en la mano el primer ejemplar. Abrirlo a la mitad. Oler la tinta que destilan las páginas.

Leonardo DiCaprio en La Playa.
Leonardo DiCaprio en La Playa. ı Foto: ABC

La generación X ha envejecido. Ya no hay tanta energía para buscar un amplio reconocimiento. Y si tuvimos suerte, seguimos leyendo, seguimos escribiendo. Tal vez ahora con mayor libertad. Sin pensar cómo se acomodará nuestra obra en un mercado que apenas nos contempla. Regresamos entonces al principio. Leemos por placer. Poco a poco dejamos de ser una generación para fundirnos en una generalidad más universal más añeja y más amable.

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Portada del libro "Overol, apuntes sobre narrativa mexicana reciente".