Mi primer acercamiento a la narrativa de Goran Petrović ocurrió durante una fiebre que tuve por la literatura serbia en mis días de universitario hace casi diez años. Devoré páginas y páginas de autores como Milorad Pavić, Branimir Šćepanović, Danilo Kiš, Meša Selimović, Vasko Popa y, por supuesto, el ganador del Premio Nobel de 1961, Ivo Andrić. Todas estas lecturas eran acompañadas de la música de Goran Bregović y demás bandas balcánicas cuya sonoridad y ritmos me recordaban a la música regional mexicana. Claro, en aquel tiempo no estaba al tanto del curioso e improbable fenómeno del Yu-Mex, donde la cultura, pero, sobre todo, el mariachi y las películas del Cine de Oro, cautivaron al público de la extinta Yugoslavia en las décadas de los 50 y 60, este dato es importante ya que Goran Petrović nació en Kraljevo en 1961. En una de sus últimas presentaciones realizadas en México comentó que su primer contacto con nuestra cultura fue cuando era niño y vio por televisión al diligente Josip Broz Tito dar el Año Nuevo con un sombrero charro. A raíz de esto, días después, el joven autor pediría a sus padres tomarse una fotografía con la misma indumentaria. El hecho de que él mencionara esta anécdota no sólo sirvió para congraciarse esa noche con su público, sino también para poner en relieve el fuerte vínculo que mantuvo con nuestro país, y que también puede interpretarse como uno de los mayores atributos de la época y obra de Petrović, y la razón por la cual se le considera el autor serbio más leído alrededor del mundo con más de ciento treinta ediciones (la mitad de ellas traducciones en una docena de idiomas), su literatura crea una geografía propia, su literatura no conoce fronteras.
La primera novela que me sirvió de puente a su obra fue La Mano de la Buena Fortuna, publicada en español por la editorial Sexto Piso en 2003. La trama gira en torno a un grupo de lectores de un misterioso libro sin género titulado Mi legado escrito por Anastas Branica, un autor aún más misterioso. Un libro dentro de un libro, lectores que buscan a otros lectores entre páginas rebosantes de una exquisita prosa que abre sus secretos en medio de un improbable jardín que poco a poco va cediendo al olvido. Recuerdo la sorpresa genuina que tuve al atravesar esta hermosa y trágica historia, y preguntarme en numerosas ocasiones si lo que estaba leyendo era real. Porque desde un inicio aparentemente realista, se nos va llevando al terreno de la más exuberante fantasía. Los personajes son capaces de realizar lo que en la novela se denomina la “lectura total”, que les permite dejar el mundo y transustanciarse en las páginas de los libros. Pero esto no da pie a un argumento donde todo es escapismo; aquí la literatura es un terreno más de la existencia, la literatura como consuelo, espacio de descubrimiento, libertad y de memoria. En uno de los capítulos más conmovedores se narra cómo un grupo de exiliados rusos lee con muchísimo amor Relatos del cazador de Iván Turguénev, entre sus páginas encuentran la imagen justa de la patria que han perdido.
Desde las primeras líneas de La Mano de la Buena Fortuna, el autor juega con los límites de la narrativa en tanto poiesis: “Era una frase en serbio. Como la siguiente también. Compuesta manualmente. Impresa en letras cirílicas”. Doy por hecho que este inicio debe ser aún más impactante en su idioma original, aunque no por ello desmerezco la inmensa labor que realizó Dubravka Sužnjević, ya que no es sólo traductora de Goran Petrović al español, sino también Ivo Adrić, Selimović y Popa, entre otros. El estilo de Petrović es recargado, de un léxico que anhela agotar sus últimas posibilidades. En ocasiones, parece querer abarcar todas las palabras que pueden hallarse en un diccionario, y por extraño que parezca, es a la vez ligero, juguetón y hasta risueño.
Recuerdo la sorpresa genuina que tuve al atravesar esta hermosa y trágica historia, y preguntarme en numerosas ocasiones si lo que estaba leyendo era real
Fue este primer encuentro lo que me hizo buscar más del autor. De hecho, tanta fue mi admiración por la novela que cuando comencé a impartir clases, esta fue una de las lecturas obligatorias entre mis alumnos, cosa que logré mantener durante cuatro cursos seguidos, y ya fuera para buena o mala fortuna de ellos (debido a la complejidad de la trama), sentí que valía la pena cuando me preguntaban: ¿lo qué estamos leyendo es real?
En Atlas descrito por el cielo (1993), sin duda su novela más experimental, Petrović adopta el apelativo que mejor lo designa: el cartógrafo, debido a que en esta obra traza el mapa imposible de un departamento que se queda sin techo y repleto de objetos mágicos, además de una pinacoteca fabulosa integrada por decenas de pinturas, cuya descripción, a manera de microrrelatos, arman un territorio fabuloso y que presenta ecos no sólo de Borges y de Italo Calvino, sino también de su compatriota Milorad Pavić, del que siempre declaró su admiración. La literatura es aquí mapa y territorio, expande sus límites, abre fronteras, continuamente enreda sus registros, por momentos es fábula, leyenda, en otros, poesía, en otros, ensayo, aforismos, hasta llegar al caligrama. Es una novela que también se explica y se disecciona a sí misma, entre sus páginas se puede encontrar lo siguiente: “Los mapas se pueden hacer sin cadenas, cuerdas, pasos, triángulos, brújulas, astrolabios, teodolitos, escalas, compases, lápices, gomas de borrar, reglas […] No se pueden hacer sin la valentía”.
El hincapié que el autor hace en la geografía no obedece a una índole puramente personal, sino también política y cuya respuesta se encuentra en el imaginario en el cual vivió la primera mitad de su vida, me refiero al proyecto yugoslavo, una nación que conformaba a serbios, croatas, bosnios, montenegrinos, macedonios, kosovares, entre otros. El propósito de Josip Broz Tito después de la victoria sobre el ejército alemán fue el de crear una nación unificada en uno de los territorios con una de las historias más complejas y convulsas de Europa: Los Balcanes, punto de reunión de tres imperios en el siglo XIX, y que en el siglo XX fue el escenario del asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo. La voluntad de Tito para encarar a Hitler y a Stalin, y después erigir su proyecto como un estado no alineado, lo volvió un coloso, no por ello excepto de contradicciones. Es comprensible que Goran Petrović le dedicara una de sus novelas: Bajo el techo que desmorona (2010).
El punto de partida se encuentra en el fatídico día en que se anunció la muerte del dirigente yugoslavo el cuatro de mayo de 1980. El título de la obra hace alusión al techo del cine Uralija, un edificio desvencijado y ruinoso que sólo proyecta películas acordes a los principios comunistas y que fue uno de los tantos sitios donde se informó del deceso. El narrador aprovecha a todos los asistentes del cine para elaborar una obra polifónica que retrata con humor la sociedad yugoslava. Tenemos a los que idolatran al dirigente y que durante años sirvieron al Estado en calidad de espías, tan buenos como el más apasionado voyerista. Tenemos a militares que jamás cuestionan ordenes, tanto así que levantan sus brazos como acto reflejo; o mi favorito, un vagabundo que sueña con recorrer todas las naciones, pero tan pobre que no puede comprar un boleto de tren, y que tiene que esperar hasta su muerte para ser cremado y, de este modo, sus cenizas puedan dar al mar y recorrer todos los confines de la tierra.
Esta obra, quizá la más política del autor, proporciona una radiografía mordaz a un proyecto histórico que buscó siempre su propia identidad (ya fuera dentro o al exterior), que buscó crear sus símbolos, héroes y mitos que hermanaran a un grupo de pueblos, que como diría la historiadora Diana Uribe: “están enfermos de geografía”. El cine Uralija es un microcosmos de esta nación cuyo techo se fue desmoronando hasta su inevitable y ensordecedor derrumbe que llegó finalmente con la disolución, en uno de los episodios más lamentables de la historia reciente y que parecía dar un trágico cierre a un siglo de conflictos en los Balcanes: la guerra de Bosnia en 1992. Uno de los epicentros de la contienda fue Sarajevo, ciudad sitiada de forma casi medieval durante cuatro años por francotiradores y aeronaves que bombardearon día y noche las calles. Dževad Karahasan en Sarajevo: Diario de un éxodo (2005) narra el hambre de los habitantes, el frío de los largos inviernos sin electricidad, las listas de muertos, pero también la resistencia de la población a través del arte, de los músicos que tocaron todas las noches, de los libros rescatados de bibliotecas hechas cenizas, de los actores que seguían representando sus obras en sótanos mal iluminados.
De forma análoga, Goran Petrović, en su obra más ambiciosa, El cerco de la Iglesia de la Santa Salvación (2012), presenta el asedio del monasterio de Žiča durante el siglo XIII por parte de las fuerzas búlgaras. Los monjes aterrorizados ante la visión de tan numerosos y fieros soldados se encierran y ruegan ayuda a los santos, de este modo, su fe consigue elevar al edificio y colocarlo entre las nubes. Suspendidos de este modo, los monjes comienzan su resistencia ayudados de dóciles abejas que fabrican las velas que iluminan las santas efigies. Frente a la ambición política y la violencia, el autor nos ofrece las armas de la imaginación, la fantasía y la belleza. Y a la par de esta epopeya, se nos cuenta de un chico que es concebido durante la toma de Constantinopla por los cruzados, pero cuya madre, temerosa de que su hijo pueda correr peligro en tiempos tan convulsos, decide dar a luz dentro de un sueño, protegiendo al niño de los monstruos de la guerra. Sin embargo, el niño será tentado pronto y vendrá a dar al siglo XX. Entre toda esta mescolanza de escenarios el escritor parece dar una respuesta para aquellos que sufrieron las consecuencias y sinsabores de una geopolítica que jamás los tomó en cuenta, y ofrece de esta manera una nación vasta, carente de confines, mucho más amable, donde el sueño y la realidad habitan el mismo vecindario.
A menudo Goran Petrović declaró su admiración por los autores del boom latinoamericano, y en el caso de esta novela, la filiación con Terra Nostra de Carlos Fuentes. Esta relación ha hecho que numerosos reseñistas y críticos etiqueten su estilo como realismo mágico a la serbia, lo cual, me parece reduccionista, ya que injustamente cierra bajo fronteras muy estrechas, una forma de escribir que apunta a ser casi inclasificable.
El último proyecto del autor consistía en una serie de novelas que formarían un río de historias que abarcarían cientos de personajes, naciones y épocas. La primera de ellas es Papel con sello de agua publicado el año pasado en español. Su historia se sitúa en la Italia renacentista y sigue los pasos de Giovanna II, reina de Nápoles, quien llega a Amalfi con su cortejo de sirvientes y poetas para comprar el más fino papel, y poder escribir en él cartas de amor a Pandolfello Piscopo, su amante (en turno). Lo que en manos de cualquier otro autor podría dar lugar a una narración cursi, en pluma de Goran se vuelve un despliegue de narradores, de escenarios exuberantes, de una indagación sobre la naturaleza de la escritura, sus posibilidades, límites y su inevitable relación con el poder.
Recuerdo muy bien la tarde en la que Goran expuso su vasto plan en el Foro del Tejedor en la colonia Roma; la emoción evidente en el rostro y miradas de todos los que escuchábamos sin poderlo creer. Las muchas historias prometidas y que ya podíamos imaginar en nuestras manos. Incluso ya se nos anunciaba el título de la siguiente novela que sería traducida al español: El iconostasio dorado. Recuerdo también lo nervioso que me puse cuando en la sesión de preguntas pude echar un vistazo sobre sus hábitos lectores, de la edición de novelistas latinoamericanos que terminó por regalarle a la chica con la que salía en su época de estudiante.
Es extraño estar escribiendo sobre él en pasado. Siempre hablé de él con mis estudiantes y amigos en un enfático presente. El viernes pasado, mi amiga Aura García Junco me envió la noticia de su deceso y quedé en shock, después de todo, ha sido un autor que ha estado conmigo la tercera parte de mi vida. No obstante, me conforta saber que sus personajes están ahí, a un libro de distancia, y que quizá, la lección más importante que nos dejó el cartógrafo es que la literatura es esa nación en la que la muerte jamás fue frontera para la vida.