Gracias a Dios por esta locura

Si en las historias de su libro Aprende a amar el plástico, Carlos Velázquez expresaba su pasión por la música, ahora la reafirma con este testimonio personal al estilo on the road de las historias de carretera de Sam Shepard. En este viaje a Austin, Texas, el autor se rebela contra la sensatez y el sedentarismo insistiendo en su placer por navegar autopistas, perseguir conciertos de música, embriagarse con comida y bebida, y ante todo: Vivir de noche.

Brian Jonestown Massacre. La banda se autodenominó así por Brian Jones y por el suicidio masivo en Jonestown.
Brian Jonestown Massacre. La banda se autodenominó así por Brian Jones y por el suicidio masivo en Jonestown.Fuente: Slowbrew.com
Por:

In memoriam Roberto Diego Ortega.

Desperté con una sed de ésas que destruyen hogares. Me costó varios segundos reconocer dónde me encontraba. El Holiday Inn del downtown de Austin. Me habían pasado por encima dos noches de descontrol y como un millar de chelas artesanales cuya consistencia turbia asemejaba el vómito de un enfermo de pancreatitis. Me dolía todo el cuerpo. Si no supiera que se trataba de una cruda juraría por mi hija que era fibromialgia, me cae. Dónde quedó el amo de la fiesta que se supone que soy.

Tu misión, Charles, si decides aceptarla, me dije apenas recobré la conciencia, es mantenerte en pie hasta el concierto de Brian Jonestown Massacre. Banda matona donde las haya.

Vaya pruebitas que la realidad impone.

Vencí la tentación de sucumbir a mi desayuno favorito: cerveza. Me chifla el sonido que produce en mi estómago vacío. Como arrojar una moneda de veinte pesos en una cámara hiperbárica. Nuestro amigo el chef vasco Iñaki nos esperaba. Me urgía llegar antes de que se me atravesara un bar y me quedara atrapado en la ciudad. O de que me estallara el hígado. Aquí se volvió loco Daniel Johnston, recordé. Era hora de rajar. En otras circunstancias me habría dejado arrastrar por la perdición. Sello: el callejón de los homeless o águila: un speakeasy colmado de prostitutas desdentadas. Pero esta vez no podía darme ese lujo. Tenía una cita con Mr. Anton Newcombe y cia. Es más, tanto me quemaba por ese puto concierto que habría comido aguacate en caso de ameritarlo. Aunque terminara hospitalizado.

No había recorrido más de la mitad de Texas para acabar bulteando. No sería la primera vez, de acuerdo. Pero esta ocasión era distinto. Nunca me lo perdonaría. Y eso que yo me perdono todo. Para tan delicada misión contraté los servicios de Piñera como chofer. Con mi manera de beber, ponerme al volante sería como saltar de un edificio. Prefiero proseguir con mi lento suicidio a base de alcohol y chicharrón prensado. Así como sin Neal Cassady no habría existido On the Road, sin mi conductor designado estrella mi faceta de cronista de carretera nunca hubiera sido posible. Me habría estrellado antes siquiera de postear un tuit.

Lo más complicado de una situación como ésta es tratar de actuar de modo humano. Cuando llevas demasiado tiempo bebiendo entras en estado astronauta fuera de órbita. Tienes que aprender a desplazarte en gravedad cero. Cortar el suministro vuelve al mundo más hostil de lo habitual. No lo recomiendo. Ojalá te convirtiera en una bestia. Pero no. Te transforma en algo peor. En un pendejo que por no controlar su manera de beber se ha puesto en una situación límite. Y mira las cervezas con la misma añoranza que las mujeres que no pueden embarazarse se asomaban a las carriolas ajenas.

Tampoco era una misión imposible de realizar. Puedo mantenerme alejado del alcohol unas horas, me eché porras con total honestidad. Recuerda que estás en Texas, dije y me di un zape. No importa. Este es el dil. Me abstendré todo el santo día y cuando empiece el concierto comenzaré a beber como godín en viernes de quincena con la mitad del aguinaldo en el sobre. Me encontraba tan concentrado en mantener mi hígado a raya que no había registrado, como el antiguo autómata mexicano que soy, que ya habíamos hecho el check out, nos habíamos trepado al Mazda y estábamos a punto de tomar la Interestatal 35.

Por la manera en que los platillos diluviaban sobre la mesa, Si alguien nos hubiera tomado una foto seguramente habríamos parecido una de esas deidades hindúes con decenas de brazos

Pera, pera, pera, le dije al Piñera. No podemos irnos sin antes visitar la Waterloo Records. Regresa, regresa, hay que surtirnos de unos vinilitos. Pinche muchacho, contestó Piñera y tomó el retorno en la primera salida. Una de las drogas más potentes que he probado en mi vida ha sido Neil Young. Apenas entré a la tienda lo vi en el muro de las lamentaciones: Before + After en clear vinyl. Me abracé a él con la misma pasión con la que me he aferrado a un tortillón de don Lolo. “People of my age / they don’t do the things I do”, canta en “I’m the Ocean”. Pero yo sí, Neil. Yo sí estoy haciendo lo que tú hacías a mis 46. Listo, me dije, ahora sí, larguémonos. Asaltemos una farmacia, una iglesia, lo que sea.

“Need distraction / Need romance and candlelight /Need random violence / Need entertainment tonight”, y era lo que iba a recibir de parte de la pandilla psicodélica de San Francisco.

Como si se tratara de una maldición, apenas nos incorporamos a la Interestatal comencé a sudar como si estuviera montado en una elíptica en nivel 4. Necesito líquidos, proferí. Alto, alto, patalié, oríllate en el primer charco que aparezca, no importa si sea de anticongelante. No, atajó Piñera. Espera a que lleguemos a Buc-ee’s. No falta mucho. Qué mierda es eso, pregunté. El paraíso, me respondió con una media sonrisa cómplice, pero no sabía de lo que hablaba. Un gesto que podría indicar cualquier cosa, como que vendieran cocaína lavada sabor michelada. No aguanto más, protesté. Duérmete un rato, me recomendó. Pero con semejante cruda el único sueño posible era la muerte.

Cientos de kilómetros adelante divisé el letrero con el logo de Buc-ee’s. Un castor con una gorrita. Una gasolinería que vende cualquier chingadera que te puedas imaginar. Es como un Waldo’s inmenso, pero glorificado. En efecto es el paraíso, pero de los adeptos a los triglicéridos. Traileros, lenchas, lenchas traileras, bikers talla XXXL, familias enteras de gordos, puro peso pasado recorre sus pasillos. Bienvenido a Texas, Charles. Caminar por entre las paredes de carne que conforman las espaldas de los obesos tienen un efecto sedante. Es el tipo de anestesia propicia para comprar de manera compulsiva. Y vaya si surte efecto. Una taza amarillo diarrea, una sudadera para mi hija, una donita para el cuello, una morderdera para mi perro, un sanduich de pavo, carne seca sabor lima limón, dulces, una bebida rehidratante y un imán pal refri, todo con la figura del castorcito, fue mi despensa. A la salida me tomé una foto con el castorcito de bronce de decoración que da recibimiento a los viajeros. Por favor, por favor, por favor, le rogué a Piñera mientras le poníamos gota a la nave, siempre que pasemos por aquí tráime a Buc-ee’s. Te lo prometo, me dijo y piso el acelerador a fondo.

Con el occipucio abracé mi almohadita ortopédica, le puché plai al Thank God For The Mental Illness y me concentré en el paisaje como si fuera el inquilino de un psiquiátrico asomándose por la ventana.

Boquerones empanizados en harina.
Boquerones empanizados en harina.Cortesía del autor

HE HECHO MÁS VIAJES A DALLAS en los últimos años que a cualquier otra parte. Sé lo que me espera kilómetros antes de arribar a Oak Cliff. Pero valía la pena intentarlo, ¿no? Por los foquin Brian Jonestown Massacre. Sólo existen tres maneras de hacer un concierto memorable. No beber ni drogarte demasiado para que puedas recordarlo todo al día siguiente. O que la banda se la parta en el escenario y se te quede tatuado en la mente y no puedas olvidarlo pese a la pedota que te cargues. O que consigas tal estadazo que todo te valga madre.

Cómo decirle a tu amigo chef que no. Cómo explicarle que no puedes corresponder a esa clase de recibimiento. Una cerveza, un shot de tequila y una tortilla española todavía humeante. A él qué mierda le importa BJM. A él qué le interesa tu obsesión con la música de Anton Newcombe. Todo lo que sabe es que te alojará unas noches y la mejor manera de sellar ese pacto es bebiendo. A las una de la tarde. Sí, pero daría lo mismo que fueran las diez de la mañana. La única respuesta aceptable es darse ese lingotazo de tequila y bajárselo con un trago de Yuengling. Aunque esa conducta te ponga en el camino de convertirte en el fantasma del sábado por la noche.

Decía Buk que las mejores historias comienzan con un trago de cerveza. Pero también las peores malillas. Como la ocasión en que destapé una caguama a media banqueta una mañana de domingo y seis horas después me esposaron. Qué ocurrió en el inter, ¿fumaría DMT? Sepa. Se me borró el caset. Y justo es lo que trataba de evitar en este viaje. El problema no era caer en la cárcel. La bronca es que me entambaran antes del toquín de los BJM. Si sucedía después hasta lo celebraría. Quizá dentro me encontraría con otros fans y podríamos intercambiar nuestras impresiones del concierto.

Sé que puedo con esto, me dije. Sé que puedo estar a la altura de las circunstancias. Sé que puedo beber a destajo y no bultear antes de tiempo. Como otras veces. Voy a llegar a la meta, murmuré y me destapé otra cerveza. Qué dijiste, me preguntó Iñaki. Que no puedo beber mucho antes del concierto, tío. Llevo tres días de marcha, dije. Necesito mantenerme despierto para el concierto. Pues buena suerte, respondió. Porque con tu manera de beber dudo mucho que lo consigas. A menos que negocies una ayudadita. Primero muerto, rezongué, antes que meterme esa mierda de coca que venden aquí. Si quiero tirar cincuenta dólares a la basura prefiero que sea en imanes para el refrigerador de mi madre. Este antidoping me la pela.

Bueno, el alcohol como quiera. Pero, ¿bebercio + soleta? Jeta de ley. Si creen que esa tortilla de patata de dos kilos y medio era el plato fuerte, no saben lo que es hanguear con un chef. Tras no sé cuántas birras, es de pésimo gusto contarlas, más varios saltapatrás, me abandoné a mi destino. Total, faltaban varias horas para el concierto. Abandonamos la morada de Iñaki y nos lancelot al barrio de Bishop. Javi nos había invitado a comer en Sketches of Spain, el restaurante de cocina española donde oficia Iñaki. Todavía faltaba una hora para que abriera al público. El sistema de sonido escupía “Going’Out West” de Tom Waits. Nos sembraron unas cañas a Javi, a Piñera y a mí. No habían pasado ni quince minutos desde nuestra llegada cuando se desató la masacre.

Me sentía dentro de una película. No cualquiera. Una de la mafia. Por la manera en que los platillos diluviaban sobre la mesa. Si alguien nos hubiera tomado una foto seguramente habríamos parecido una de esas deidades hindúes con decenas de brazos. Boquerones empanizados en harina de garbanzo. Son mi debilidad. Siempre que los paladeo me acuerdo de aquel mes que pasé en Barcelona. Acudía toda la semana a un menú que llevaban una pareja de viejos en Mataró. A diario los pedía. Con papas fritas. Regresé de aquel viaje hecho una doble bestia. Pulpo a la gallega. La comida es una máquina del tiempo. Apenas le doy un bocado se me agolpan en la mente aquellas excursiones que hacía con Bob y la Patrona a la Número Uno, en la Cedemequis. Como seguro en un futuro me acordaré del viajezote que hice a Dallas para ver a los BJM y de la comilona que me estoy mandando en Sketches of Spain, el restaurante español más sexy del condado. Mientras me aspiraba el plato aterrizó el vino. Una botella de Viña Alberdi. De la Rioja, de donde es Javi. Luego cayó una segunda.

Sepa por qué carajo, acudieron a mí unos versos de Rimbaud. “Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde corrían todos los vinos”. Durante mi juventud había releído de manera enfermiza Una temporada en el infierno. Tiene años que no lo revisito, pero todavía me acuerdo de una noche que senté a la belleza en mis rodillas y la hice mi secretaria, bla bla bla. Atribuyo esa regresión a la felicidad que me embriagaba. Ahora, prosigamos.

Camarones al ajillo. El give me some more de la cocina española. Aquí el secreto es remojar el pan, que se hornea en el restaurante mismo, en los asientos. Es igual o más placentero que despacharse los camarones. Chopear ese juguito de mantequilla es tarea de un comensal iniciado. Confieso que desconocía esta técnica. Pero en Sketches me instruyeron. Ese tipo de conocimiento es sagrado para alguien como yo. Es como enseñarle a un mecánico cómo se desmonta la pieza de un motor.

Entre bandeja y bandeja salía Iñaki de la cocina a darle sorbos a un aperol que descansaba en una orilla de nuestra mesa. Ni siquiera nos consultó nuestros niveles de colesterol, conocedor de nuestras capacidades, mandaba lo que le nacía del alma. Croquetas, pimentones rellenos, patatas bravas y más vino. Y más cervezas. No existe nada peor en estos casos que detenerte. Corres con el riesgo de saciarte. Una pausa de diez minutos puede ser mortífera. Porque todo aquello no era más que un preámbulo. Para el toquín de los BJM, sí, pero también para la especialidad de la casa: la paella.

Concierto de Brian Jonestown Massacre.
Concierto de Brian Jonestown Massacre.Cortesía del autor

Un arroz negro para seis u ocho personas entró al quite. Tuvimos que sacar el mataviandas que llevamos dentro. No ha existido todavía el itacate que me derrote. Como decimos acá, si son calamares en su tinta ni me los calienten. La tercera botella de tintillo arribó cuando nos preparábamos para el grand finale: el socarrat. El caviar de los amantes del arroz. Lo que se le pega a la paellera. Que está un poco quemado, pero que es lo más exquisito. La mayor de las recompensas. El manjar por accidente. Quién no rascó las ollas cuando a nuestra madre se le pasó el arroz por estar viendo la telenovela de las doce. Ahora imagínenselo preparado por un chef vasco egresado de la Escuela Superior de Cocina de San Sebastián. Ajúa.

Después de semejante atracón no existe mejor manera de limpiar el paladar que con un gin tonic. Me bebí tres como postre. Ora sí, me dije. Estoy listo para el precopeo. Piñera, Javi y yo nos fuimos a la librería The Wild Detectives a echar la chelita. A la tercera sentí cómo una bolsa de las que se activan cuando hay un accidente de auto me implosionaba en la cabeza. Eh, eh, Charly, me dijo Javi. Pero si estás mamao, tío. Y sí, estaba ahogado. Y más que listo para irme a la cama. Pasó justo lo que trataba de evitar. Lo que no deseaba que ocurriera.

Embriagarme nunca me causa conflictos. Pero esta vez sí que me lamenté. Había viajado doce horas en carretera sólo para ver a los foquin BJM. Y ahora ahí estaba perdido de borracho. No sé si era la adrenalina o mi fuerza de voluntad lo que me mantenía en pie. Estaba hecho un desastre.

Antes de que perdiera el conocimiento, Javi pidió un taxi. Pensé que me llevaría a casa, para bultear a gusto, pero no, nos lanzamos al concierto.

DESDE QUE ENTRÉ AL GRANADA THEATRE me sentí ayahuascoso. Como cuando presientes que ya te va a pegar el ajo. Pero nada de lo que había vikingueado estaba espolvoreado por psicotrópicos. Para distraerme me fui directo por una cerveza. Lo que no he contado es que toda la chela que había bebido era ai pi ei. Cada una con siete grados de alcohol. Más que una Negra Modelo. Es el único camino a la santidad. Un hígado curtido para emponzoñarse con lagers necesita como cuarenta. Y no tengo toda la vida, no me chinguen.

Algo ocurrió, un milagro de navidad: se me bajó la peda. Lo atribuí a mi violento deseo por ver a los BJM. Pero más adelante comprendería lo que me estaba sucediendo, a nivel físico y mental. Se me bajó no significa que hubiera retrocedido hasta la sobriedad. Sino a una pedita que me permitía pilotear la situación como el profesional que soy. Pasé de encontrarme en calidad de bulto a conservar el juicio en cuestión de minutos. Cualquiera, yo mismo, habría apostado que me quedaría tirado. Entonces mi hígado realizó una operación que me devolvió al mundo de los vivos. Y ahí estaba, expectante a la espera de los BJM. Alguien podría decir que siempre me salgo con la mía. Pero juro por la discografía de Tom Petty que esta ocasión todo el mérito fue de la morfología.

No tuve que recargarme en la pared. Podía mantener el equilibro por mí mismo. Los teloneros eran nada menos que Mercury Rev. Javi estaba desconcertado por la jerarquización de las bandas. Para él eran los BJM quienes deberían abrir. En cuanto subieron al escenario me acordé de lo obsesionado que estuve con el Desert Songs en mi juventud. Rayaba en lo enfermizo. Don Sodo me lo había grabado en un memorex. Me ponía los audífonos de un walkman Sony y le daba vuelta al caset hasta que me quedaba dormido. O se acababan las pilas. Los noventa agonizaban, y el sonido de ese disco era el soundtrack perfecto para el fin de milenio.

Sepa por qué carajo, acudieron a mí unos versos de Rimbaud. ’Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde corrían todos los vinos‘

No hace falta que inventen la máquina del tiempo. Ya tenemos la música.

¿Han sentido que van a un concierto y parece que está diseñado en particular para ustedes? Sí, que la banda entabla contigo una conexión especial. Y tocan lo que más te prende. Es lo que me cautivó esa noche de Mercury Rev. Cuando se arrancaron con esa versión etérea de “Love Sick” de Bob Dylan dije, a güevo, mi regalo de cumpleaños atrasado. Time Out of Mind es uno de los discos que más amo. Y es un año anterior a Desert Songs, así que ya sabemos qué estaba recetándose por las orejas la palomilla Rev antes de entrar al estudio.

El momento más emotivo fue, no esperaba menos, “Holes”. Una de las canciones más hermosas que he oído. Más de dos décadas después saldé una cuenta con mi yo adolescente: escucharla en vivo. La justicia poética existe. Si alcanzado este punto hubiera blackauteado, el viaje habría valido la pena. Aunque al día siguiente preguntara cuáles habían tocado los BJM. Por fortuna, continuaba lúcido. Y con una chela que le había arrebatado a Piñera. Todavía faltaba el beso frío a mi hígado. Pero antes de los Rev me tenían reservado otro regalote. Una versión de ocho minutos de “Cortez the Killer” de Neil Young. Acábenme de matar, cabrones.

Más o menos una hora después los BJM tomaron por asalto el escenario. No lo ocuparon, lo invadieron. Fue un allanamiento de morada en toda regla. Anton Newcombe parecía más alguien que se acababa de fugarse de un psiquiátrico que el genio musical líder de una banda mítica. Vestía un chaleco de piel sin nada debajo. Lo que producía una sincronía entre su panza y su calva, como una mujer que lleva a juego unos aretes y unas zapatillas del mismo color. Había algunas caras nuevas. Los BJM son una de las bandas con más rotación de integrantes. No cualquiera aguanta el mal carácter de Newcombe. Pero a su lado estaba el hombre del pandero, la leyenda con las patillas más largas del rock, Joel Gion.

Había corrido con la suerte de quedar situado a tres metros del escenario. Y el boleto sólo había costado 25 dólares. La actuación fue, como casi todas las de los BJM, una combinación de momentos brillantes interrumpidos por los desplantes cortesía de Anton. Sin embargo, no hay mucho qué hacer. Protestarle al demente ese resulta peor. Javi sí que se quejó de “el mal rollo al tío ése”. Pero en cuanto se callaba la bocota todos nos rendíamos ante la música. La única razón por la que tanto los músicos, como los fans, los promotores, y en general todo el mundo soportamos a Anton Newcombe. Sin ese talento y con ese carácter, desde hace muchos años estaría fuera del circuito.

“It’s not cool”, dijo sobre la ovación del público al final de una canción. Y mandó callar a los fans. Pero nadie obedecimos. Tiene un punto cuando dice que es mejor para todos concentrarnos en escuchar. Pero es imposible reprimirse. Sobre todo, con la música compuesta por él. Está bien, Anton, regáñame, pero sigue creando álbumes igual de chingones, hijo de perra. Mientras continúes por ese camino voy a comprar tus discos y asistir a tus conciertos, aunque seas un dolor de güevos.

Concierto de Brian Jonestown Massacre.
Concierto de Brian Jonestown Massacre.Cortesía del autor

Cuando comenzó a sonar “Anemone” se me alteró la percepción de la realidad. El concierto proseguía ante mis ojos pero el venue había cambiado. Ahora el escenario estaba al aire libre. En los márgenes de un desfiladero.

Detrás, metros abajo, veía cientos de coches circular por una autopista. El paisaje asemejaba ciertos parajes de Colorado. En qué momento, me pregunté, nos teletransportaron a esta velaría a la banda y a todo el público fuera de Texas. Temí preguntarle a Javi si veía lo mismo que yo por ese miedo que te asalta en las juergas de lsd de que si te mueves unos centímetros tus terrores se vuelvan reales. Pero aquello era real. No era una visión. O quizá sí. Sólo que no fabricada por un viaje psicodélico.

No había consumido otra cosa que alcohol. Sin embargo, en mis cuarenta y seis años de vida, nunca me había acontecido nada parecido. He bebido hasta la ignominia sin este tipo de resultados. ¿Delirium tremens? Creí que estaban reservados para los teporochos que beben Tonayán. Mi conclusión es que intoxiqué mi hígado a tal nivel que accedí a los mentados paraísos artificiales. Y yo que pensaba que sólo era un mito de güinos. A güevo, me dije, de esto hablaban Baudelaire y cia. ¿Así que este era el cotorreo que agarraban? Por eso me asaltó el recuerdo de Rimbaud durante la comida. Mi hígado había pronosticado el futuro.

Pero si recuerdo haber cruzado las puertas del Granada, me dije incrédulo ante lo que me ocurría. ¿Cómo acabamos en este sitio? ¿Nos habrán trasladado con un portal? Comencé a sospechar de todo. No sólo del espacio, ahora desconfiaba también del tiempo. Quizá este era otro concierto de BJM, en otro año, en otra borrachera, en otro hígado. Imposible, me dije, hoy es 29 de abril, el cumpleaños de Willy Nelson.

Confieso que no sé qué brujería me hicieron en el Granada. Meses después sigo sin encontrar una explicación. Fui objeto de un hechizo, no hay duda. Que fue dirigido por mi organismo. ¿Estaré cerca de la cirrosis? ¿Del cáncer de hígado? La música fue clave. Sin ella no habría sido disparado en la misma dirección. Pero no me ocurrió con Mercury Rev. En ocasiones una banda te atropella con la fuerza de un camión. Es lo que buscaba de los BJM. Que me pulverizaran como a una galleta salada. Lo que sí no esperaba era que la mezcla de su música con el alcohol en mi cuerpo me indujera a tal estado de sortilegio etílico.

Ni siquiera con LSD, ni con hongos he acariciado esas alturas. Benditas toxinas hepáticas. Nunca me paniquié, pero sí me preocupaba cómo regresaríamos a Dallas después del concierto. La sensación de que me encontraba a miles de kilómetros de Texas me inquietaba. Pero al mismo tiempo estaba hipnotizado. Clavado en los BJM con el precipicio detrás. No sé cuántos minutos transcurrieron, sólo que volví en mí cuando oí los primeros acordes de “Pish”. El ride había terminado. Me percaté de que ya no estábamos en el venue al aire libre. Que habíamos regresado, banda y público, al Granada. Era oficial: a mí hígado se le había acabado el parque.

En ocasiones una banda te atropella con la fuerza de
un camión. Es lo que buscaba de los BJM. Que me pulverizaran como a una galleta salada.

Javi se tuvo que ir antes que nosotros. Un par de rolas después, al final de “Abandon Ship”, Anton se quedó solo en el escenario y se puso a tocar la batería durante varios minutos poniéndole una coda de lo más extravagante a la experiencia mística que yo acababa de sufrir. Wow, le dije a Piñera mientras esperábamos el taxi, ojalá todos los conciertos fueran así. Sin contarle nada sobre mi película mental.

Pero la noche todavía no concluía. Para volverlo todo más extraño tuvimos un accidente.

Habíamos parqueado el coche afuera de casa de Javi. Y ahí se hubiera quedado hasta la mañana siguiente, si no fuera porque al despertar saldríamos en chinga de regreso a Torreón. Piñera ni por asomo se había bebido lo que yo. Y en el Granada apenas y se echó dos tragos de cerveza. Él sí había retrocedido penosamente hasta la sobriedad. Por eso ambos tenemos la confianza de que sin importar la hora de la madrugada podemos volver sin poner en juego el pellejo.

Kilómetro y medio nos separaba de la casa de Iñaki. Justo antes de entrar al complejo de departamentos, un carro nos impactó por el costado derecho. Llevaba tal velocidad el otro coche que al frenarse quedó doce metros delante de nosotros. Se bajó una negra hasta el reverendo zoquete, me atrevería a asegurar que andaba más peda que yo. Preguntó si nos encontrábamos bien. Sacó su celular y comenzó a manipularlo. Dijo que llamaría al seguro. Era mentira. Se subió a su carro y se dio a la fuga a máxima velocidad. Todo ocurrió en segundos. No le sacamos foto a las placas. Ni siquiera supimos qué modelo de carro era.

Vaya manera de cerrar la noche. Vaya epílogo para tanto debraye.

Al amanecer seguía conmocionado. La sensación de que alguien me había abierto en canal y mi hígado al aire libre había recibido el beso congelado de los labios de Iceman persistía.

Nos trepamos al coche y agarramos carretera. Tenía por delante doce horotas para atascarme con la música del energúmeno de Anton Newcombe.

Por favor, me dijo Piñera fastidiado de no haber escuchado otra cosa durante todo el viaje, no pongas a los Brian Jonestown Massacre.

Anton Newcombe, músico, compositor y productor de Brian Jonestown Massacre.
Anton Newcombe, músico, compositor y productor de Brian Jonestown Massacre.Cortesía del autor