Gustave Flaubert, el hombre-pluma

Uno de los más notables detractores de las modas y complacencias del mundo literario que le tocó vivir en la Francia de su tiempo fue Gustave Flaubert, cuyo bicentenario natal se cumple el próximo sábado 11. A la par de su coetáneo Charles Baudelaire con Las flores del mal (ver El Cultural 296, 3 de abril, 2021), fue perseguido por la fuerza transgresora que los fiscales en turno denunciaron en Madame Bovary. Son dos piezas que resistieron la censura y cambiaron la estética de la poesía y la novela moderna. El trayecto de Flaubert fue mucho más allá de su obra fundacional, desde la más alta exigencia ante el oficio de escribir: un modelo de rigor y “exactitud maniaca del lenguaje” —según Roland Barthes—, llevado al extremo de una plenitud expresiva que resuena también en su Correspondencia, como el recorrido puntual de este ensayo destaca y celebra.

Gustave Flaubert y Louise Colet.
Gustave Flaubert y Louise Colet. Fuente: commons.m.wikimedia.org

Gustave Flaubert (Rouen, 1821-Croi-sset, 1880), el autor de Madame Bovary (1857), la primera novela moderna, vivió para escribir: todo lo que pasó a su alrededor fue meramente anecdótico, circunstancial. Sin embargo, a diferencia de muchos escritores, de ayer y de hoy, su profunda vocación de escribir y su más alta ambición de dar con un estilo original de narrar no pasaron jamás por la idea del éxito popular que, a su juicio, era como buscar una amplia clientela ignorante para timarla.

Su orgullo artístico le impedía esa simpleza del triunfo momentáneo para un público ávido de naderías que, entonces, al igual que ahora, ocupaba la mente y los afanes de los autores en Francia y en el resto del mundo. Su orgullo artístico no pasaba siquiera por la desesperación de publicar, de dar su escritura a la imprenta. Por ello, no se atrevió a escribir en serio, como un trabajo rudo y desgastante, sino hasta después de los 24 años, cuando se sintió viejo y preparado.

Llegó a pensar que podía morir inédito con tal de que su obra le sobreviviese algunos años para ser la compañía de unos pocos lectores exigentes como él mismo: que compartiesen el placer y la comprensión de una página perfecta, de algunas frases incomparables o, ya en el paraíso literario, de alguna obra que no estuviera muy por debajo del nivel de los libros y los autores clásicos que amaba: Homero, Horacio, Apuleyo y su Asno de oro, Job el bíblico (autor de “uno de los más hermosos, desde que se escriben libros”), Rabelais, Goethe y, por encima de todos, Shakespeare. En 1846 le escribe a su amada Louise Colet:

Cuando leo a Shakespeare me vuelvo más grande, más inteligente y más puro. Llegado a la cima de una de sus obras, me parece que estoy en una alta montaña: todo desaparece y todo aparece. Ya no se es hombre, se es ojo; surgen horizontes nuevos, las perspectivas se prolongan hasta el infinito.1

Tenía orgullo por su trabajo y, opuesto a él, un gran desprecio por la mediocridad que triunfaba y a cuyo tren se subían incluso algunos escritores no mediocres que se contaminaban de ese ambiente de delirante vanidad. (“¡Cómo se miente en este perro mundo!”, exclamaba.) Entre ellos el propio Victor Hugo, a quien respetaba, o Musset y Gautier, a quienes no admiraba, que “para agradar a los parroquianos” se codeaban con Béranger “que canta sus amores fáciles” y con Lamartine que literaturiza “las jaquecas sentimentales de su esposa”, y con Eugenio Sue “que escribe para el Jockey Club” y con el joven Dumas que lo hace para conciliarse a perpetuidad con el submundo crápula. “Hay para todos los gustos, salvo para el mío”,2 le escribe a Louise en 1852, mientras vive atareado y al borde de la desesperación para dar con el tono y el estilo de su Madame Bovary.

Los dos  tontorrones (así los califica, con algo de amor, Flaubert) que dan título a su obra inacabada exhiben, con aparente candidez, la estupidez incluso cuando abrevan en las obras y en los autores, de todos los géneros, considerados magistrales

CONSTE QUE FLAUBERT sabía distinguir entre el orgullo y la vanidad. En cierta ocasión que la susceptible Louise le reprocha el no destinar, por causa precisamente de la literatura, más atención para ella, lo increpa y lo acusa de arrogante y vanidoso. Flaubert le responde que la arrogancia no es su fuerte y que quizá habrá sido arrogante, alguna vez, frente a “los que se dan tono”, pero nunca ante ella y menos ante la literatura; en cuanto a la vanidad, le asegura que no es emoción que él posea ni mucho menos estime, porque por principio es un ermitaño, y entonces expone la perdurable lección (más que un apólogo) para que el mundo sepa distinguir entre orgullo y vanidad.

Admite ser orgulloso, lo que le permite navegar contra la corriente, en un mundo en el que la vanidad es ostentada hasta por los tenderos, y concluye con la imagen que se volverá su divisa y definición. El orgullo, escribe, es como un gran oso blanco, soberano sobre su témpano; la vanidad, en cambio es como el loro que parlotea de rama en rama, escandalosamente, para atraer las miradas. El oso blanco en su témpano es indiferente ante los demás y si se le mira demasiado opta por zambullirse; a diferencia del loro que, con su escándalo, busca atraer la atención de todos. En su casa, Flaubert tenía precisamente una piel de oso blanco sobre la cual se tendía a pensar, leer y escribir, y él mismo admitía de buen grado el orgullo de parecerse, en su territorialidad, a ese animal impo-sible de acariciar.

Otra imagen que nos dejó de sí mismo es la del “hombre-pluma”, el que acepta con orgullo y hasta con resignación, pero jamás con vanidad. “Soy un hombre-pluma. Siente por ella, a causa de ella, con relación a ella y mucho más con ella”.3 Al igual que Jaromir Hladík, ficticio autor praguense del drama Los enemigos y protagonista del cuento “El milagro secreto”,4 de Borges, de quien éste dice que “fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida” y que “todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento”, Flaubert, el genial autor de Madame Bovary (1857), Salambó (1862), La educación sentimental (1869), La tentación de San Antonio (1874), Tres cuentos (1877) y de la novela póstuma e inacabada Bouvard y Pécuchet (1881), “no trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía”,5 sino para sí mismo, pues para él la gloria literaria, acompañada de aplausos y multitudes, carecía de toda importancia: lo que en realidad importa es la perfección de la obra, generalmente escrita con sufrimientos y no con muchas alegrías.

LOS LECTORES casi nunca piensan en el sufrimiento que ha pasado un gran escritor para entregarles una obra maestra que les proporcionará deleite y conocimiento. Abundan los que creen que el autor se ha divertido escribiendo. Más de una vez, Flaubert expresa que por cada hora de contento que obtiene al escribir, debe pagar un alto tributo de muchas horas, de días, semanas y meses de sufrimiento y desesperación porque no consigue expresar lo que ambiciona. “En cuanto al amor —le confiesa a Louise—, ha sido el gran tema de reflexión de toda mi vida. Lo que no entregué al arte puro, al oficio en sí, allá fue a parar; y el corazón que yo estudiaba era el mío”.6

Hasta antes de 1857, para Flaubert ni siquiera es indispensable la publicación, sino la escritura en su exigencia para alcanzar el arte. En abril de 1852 escribe:

Mi repugnancia para publicar no es, en el fondo, sino el instinto que tenemos de ocultar el culo, que también nos da tanto placer. Querer agradar es rebajarse. Desde el momento en que uno publica, se apea de su obra. La idea de permanecer toda la vida completamente desconocido no tiene nada que me entristezca.7

Y adopta la divisa de Epicteto: “Si tratas de agradar, ya estás caído”.

Gustave Flaubert.
Gustave Flaubert.

Por ello, al final de su vida, sentía un gran disgusto al ser especialmente conocido por Madame Bovary, la novela que, para él, tenía el tema menos sublime de cuantas escribió: “¡Nunca en mi vida he escrito algo más difícil que lo que hago ahora, diálogos triviales!”; “¡tengo que hacer hablar, en estilo escrito, a gentes de lo más vulgar!”, se lamentaba. No es casual que, entre las ediciones de esta novela tan popular, no exista portada que le haga justicia: son cursis, a diferencia de la sobria primera edición francesa.

Deseó que su obra maestra fuese Bouvard y Pécuchet, que la muerte no le dejó terminar. No le faltaba razón. A decir de Borges, esta novela “es engañosamente simple”,8 porque si se es un buen lector, se advierte en ella la perfección estética de la sátira, incluso más que en Swift: esa concisión y mordacidad para retratar la estupidez del género humano lo mismo en su vida diaria que en sus empeños artísticos y aun “científicos”.

Al margen de su novela, Flaubert más que gritar, rugía: “la ignorancia de la gente de letras es monstruosa”; “¡qué triste ocupación, la crítica! [...] La manía del rebajamiento, que es la lepra moral de nuestra época, ha favorecido singularmente esa inclinación entre la gente escribidora”; “el hombre es más fanático que nunca, pero de sí mismo”; “la fuerza del brazo, el derecho del número, el respeto a la muchedumbre, han sucedido a la autoridad del nombre, al derecho divino y a la supremacía de la mente”.9

Los dos “tontorrones” (así los califica, con algo de amor, Flaubert) que dan título a su obra inacabada exhiben, con aparente candidez, la estupidez incluso cuando abrevan (¡y esto es lo mejor!) en las obras y en los autores, de todos los géneros, considerados magistrales, y si se comportan como lo hacen es porque la estupidez es infinita. Para esta novela, el autor reunió todo un Estupidario, con frases idiotas textuales de grandes autores, cuyo mejor complemento es su Diccionario de prejuicios o de tópicos.

FLAUBERT ODIABA que se dividiese a la obra literaria en forma, por una parte, y fondo, por otra; de ahí que considerase que cada uno de sus libros tenía y exigía su propio estilo, que le era inherente y consustancial. Lo que sucede, advertía, es que el público ha sido acostumbrado a leer anécdotas corrientes sin prestar atención a la calidad de la escritura. Se conforma con historias, chismes, sucesos, fábulas y no suele prestar atención a la escritura que debería ser, por principio, una fuente de placer extático y no sólo un vehículo para llevar comadreos.

Al igual que Borges, Roland Barthes reivindica esta obra inacabada:

Leo en Bouvard et Pécuchet esta frase que me da placer: “manteles, sábanas, servilletas colgaban verticalmente, agarradas por pa-lillos de madera a las cuerdas tendidas”. Gusto en ella un exceso de precisión, una especie de exactitud maniaca del lenguaje, una ex-travagancia de descripción10

y, citando la Correspondencia de Flaubert (“un libro siempre ha sido para mí una manera especial de vivir”), Barthes sintetiza en tres palabras la divisa invicta e irrenunciable del autor de Salambó: “escribir es vivir”, y explica: “a los ojos de Flaubert, desaparece la oposición misma de fondo y forma: escribir y pensar son una sola cosa, la escritura es un ser total” y, de este modo, y sin concesión alguna, el escritor “vive la estructura del lenguaje como una pasión”.11

A quienes creemos que la obra maestra de Flaubert es su Correspondencia y, en particular, sus Cartas a Louise Colet, Borges no nos desalienta, sino que, por lo contrario, nos anima al afirmar que en esos volúmenes está el rostro de su destino

Flaubert se nutre de los clásicos que ama y frente a los cuales, sin pose, sin vanidad, se considera insignificante. Por ello, asegura que es preferible no escribir nada si no se está preparado para conseguir algo que tenga la más alta dignidad estética. Barthes insiste: “Flaubert quita, tacha, vuelve incesantemente a cero, recomienza”. No le teme al sacrificio de arrojar a la basura lo escrito y empezar de cero hasta dar con la frase inigualable: su ejercicio literario se nutre también de la repugnancia por la chambonada, y detesta a los escritores que triunfan porque seducen a los burgueses, dice él, con prosa blandengue sobre sensiblerías. “La odisea de la frase es la novela de las novelas de Flaubert”,12 concluye Barthes.

Hasta en el amor, o para comunicar su amor, para convencer a su, en muchos momentos, desesperante amada Louise Colet, que le reprocha el no quererla lo suficiente, uno de los argumentos de Flaubert es que ni siquiera en sus cartas se permite la falta de rigor, la ausencia de estilo literario. De ahí que el 21 de octubre de 1846 le responda lo siguiente a la amante que quiere usurpar el lugar de su vocación: “No, no te reprocharé tus reproches. [...] Pero ¿tengo aspecto de mentiroso? Si no te quisiera, ¿te enviaría cartas como las mías, en que te lo digo todo, todo? ¡Cuidaría mi estilo, redondearía mis frases!”.13

Para Flaubert, ésta es una de las máximas pruebas de su amor por la también escritora Louise Colet (1810-1876), una poeta de 36 años, a quien el “viejo” Gustave (¡de 25!) la exhorta a que se sumerja realmente en el arte y asuma su trabajo con seriedad, dado que la encuentra demasiado inmadura y en exceso caprichosa, como una niña, muy cerca del ardor juvenil, el disfrute del medio literario y la persecución del éxito, pero bastante alejada del amor al arte que, para Flaubert, es el motor de su existencia. No tiene empacho en decirle: “No lees bastantes obras buenas. Un escritor, como un sacerdote, siempre debe tener en su mesilla algún libro sagrado”.14

EL AMOR POSESIVO de Emma Bovary para con sus amantes se parece mucho al amor exclusivo que Louise exige a Gustave, de quien reclama cada vez más atención sexual, emociones, aventuras y menos Shakespeare. Las Cartas a Louise Colet no sólo hablan de sexo y amor, sino también y, tal vez, sobre todo, de arte y literatura. No fueron escritas para todo el mundo ni para darse a la imprenta, pero incluso en ellas el autor no descuidó su estilo. A lo largo de casi una década (del 4 de agosto de 1846 al 6 de marzo de 1855) se amaron y se aborrecieron: pasaron del tú al usted y del amor enfebrecido a la molestia por parte de él y al reproche e incluso al insulto por parte de ella; de los besos en todas partes, como solía enviarle Flaubert, al disgusto absoluto con el que termina esta novela epistolar que no tiene final feliz:

Señora: Me he enterado de que se había tomado la molestia de venir tres veces, ayer por la tarde, a mi casa. No estaba. Y, temiendo las afrentas que semejante persistencia por su parte podría atraerle por la mía, la cortesía me induce a advertirle que nunca estaré.15

A quienes creemos que la obra maestra de Flaubert es su Correspondencia y, en particular, sus Cartas a Louise Colet, Borges no nos desalienta, sino que, por lo contrario, nos anima bastante al afirmar que en esos volúmenes “está el rostro de su destino”, porque “ninguna criatura de Flaubert es tan real como Flaubert”. Aunque en Madame Bovary se propuso estar fuera de su obra (la desaparición del autor) en opiniones, puntos de vista y prejuicios, parece indudable, al leer las Cartas a Louise Colet, que él mismo tuvo su Emma Bovary en Louise, y en gran medida Emma y sus amantes Rodolphe y Léon y aun el viejo esposo Charles están hechos de Gustave y Louise: son ellos la materia prima de un tema vulgar que Flaubert trabajó arduamente para, con su genio, darnos la primera gran novela moderna.

Gustave Flaubert
Gustave Flaubert

Por desgracia, las misivas de Louise Colet a Flaubert ya no existen: la sobrina del escritor, Caroline Franklin-Grout, como su heredera universal que fue, las entregó al fuego, y ahí ardie-ron esas cartas de fuego venéreo —y de reproches, además de súplicas y amor posesivo— que el amante guardó, pero que la heredera encontró tan sólo dignas de las llamas. El traductor y prologuista de la edición española de las Cartas a Louise Colet, Ignacio Malaxecheverría, precisa que la heredera

... no autorizó hasta 1926 la divulgación de las “inestimables cartas” a Louise, y, anciana pudorosa, condenó a la hoguera las misivas de Louise a su tío, pues ofendían su sensibilidad. Con ello, apunta con humor Vargas Llosa [en su libro La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary, 1975], se ganó el odio eterno de los adictos.16

Igual que su admirador Charles Baude-laire (1821-1867), autor de Las flores del mal, Flaubert cimbró la adocenada e hipócrita cultura francesa y no es casualidad que ambos fueran llevados a los tribunales por ofender la religión y atentar contra las buenas costumbres, y que hayan sido juzgados por el mismo fiscal, Ernest Pinard, que, además, para mayor hipocresía, era un adicto secreto a la literatura pornográfica. Ese Pinard, pornógrafo vergonzante, en su función de fiscal, dijo con engolamiento, ante Flaubert, su editor y su impresor, en la atestada sala del tribunal: “El arte que no observa las reglas deja de ser arte; es como una mujer que se desnuda completamente. Imponer las reglas de decencia pública en el arte no es subyugarlo, sino honrarlo”. ¡Es para reírse! Pero la hipocresía siempre se da aires de gravedad ofendida. Flaubert fue absuelto y Baudelaire condenado, pero sin ellos la literatura y, en general, el arte y la cultura, no serían los mismos. Con Las flores del mal y con Madame Bovary, publicadas el mismo año (1857), sus autores rompieron los diques de una farsante sociedad y fundaron la modernidad para que el mundo avanzara, aunque nuestra actualidad se esmere en retroceder con la corrección política y la nueva inquisición moral.

SI QUEREMOS SABER quién fue Flaubert, cómo actuaba, cómo pensaba, cómo se comportaba ante la vida y frente a la literatura no es necesario, aunque pueda ser interesante, leer sus biografías, entre las cuales se cuenta la de Jean-Paul Sartre (1905-1980), El idiota de la familia (1971): desmesurados volúmenes en los que diserta y fabula sobre el gran novelista; abarcan el periodo que va desde su nacimiento, el 12 de diciembre de 1821, hasta 1857, año de la publicación de Madame Bovary. Sartre tiene el horrible defecto de creer que sabe más de Flaubert que el propio Flaubert.

Están asimismo el Gustave Flaubert (1989), de Herbert Lottman (1927-2014), mucho más serio e informativo, y el hasta ahora insuperable El loro de Flaubert (1984), de Julian Barnes (1946), cuya mayor virtud es la de constituir la novela real de un escritor adicto a Flaubert que conversa con él y lo deja hablar a sus anchas sin inventarle sambenitos o sartreanas ficciones psicoanalíticas.

Reacio al patriotismo , a diferencia de Louise, Flaubert le dice a su amante que la patria de todo escritor es el idioma con el que trabaja no para que sólo los franceses lo lean, sino con la ambición de dialogar con el mundo, como Shakespeare

Pero nada mejor para conocer realmente a Flaubert que leer su extraordinaria Correspondencia, al tiempo que releemos sus obras singulares que lo son porque cada una de ellas corresponde a un mundo distinto y bien definido. Si queremos conocer lo que Flaubert pensaba del amor, el dolor, el placer, la literatura, el trabajo del escritor y su sentimiento de éxito o fracaso, nada hay como leer sus cartas. Como un volumen aparte, sus Cartas a Louise Colet revelan no sólo su actitud ante la mujer, sus conceptos sobre el amor, el matrimonio, la paternidad (la idea de ser padre le aterrorizaba) y el afecto, sino también y sobre todo su actitud ante la escritura, sus ideas sobre la literatura, el éxito popular y el medio literario al que detestaba.

Reacio al “patriotismo”, a diferencia de Louise, Flaubert le dice a su amante que la patria de todo escritor es el idioma con el que trabaja no para que sólo los franceses lo lean, sino con la ambición de dialogar con el mundo, como cuando Shakespeare les habla a todos los que tienen sensibilidad e inteligencia y los universaliza.

Para alguien que quiera conocer a Flaubert resulta indispensable la lectura de un fragmento de la extensa carta que, en 1846, le manda a Louise para fijar su postura en arte y literatura. Por ello citamos in extenso las palabras tan actuales de ese viejo, entonces inédito, de 25 años:

... Es fácil, con una jerga convenida, con dos o tres ideas en boga, hacerse pasar por un escritor socialista, humanitario, renovador y precursor de ese porvenir evangélico soñado por los pobres y por los locos. Ésa es la manía actual; se avergüenzan del propio oficio. Hacer simplemente versos, escribir una novela, tallar mármol, ¡ni hablar! Eso valía antiguamente, cuando no teníamos la misión social del poeta. Ahora cada obra ha de tener su significado moral, su enseñanza graduada; hay que darle un alcance filosófico a un soneto, es preciso que un drama dé palmetazos a los monarcas y una acuarela debe moderar las costumbres. La picapleitería se cuela por doquier, la furia de discurrir, echar peroratas, defender; la musa se convierte en el pedestal de mil ambiciones. ¡Oh, pobre Olimpo! ¡Serían capaces de plantar en tu cima un campo de patatas! Y si sólo mediocres se metieran en esto, se podría dejarles hacer. Pero la vanidad ha desterrado al orgullo, y ha establecido mil pequeñas codicias allá donde reinaba una amplia ambición. También los fuertes, los grandes, han pensado a su vez: ¿por qué no ha llegado ya mi día? ¿Por qué no agitar a esta multitud a todas horas, en vez de hacerla soñar más tarde? Entonces se han subido a la tribuna; han entrado en un periódico y ahí están, apoyando con su nombre inmortal teorías efímeras. Se esfuerzan por derribar a un ministro que caerá sin ellos, cuando podrían, con un solo verso satírico, atar a su nombre una ilustración de oprobio. ¡Se ocupan de impuestos, aduanas, leyes, de paz y de guerra! Pero ¡qué pequeño es todo eso! ¡Cómo pasa! ¡Qué falso y relativo es! Y se animan con to-das estas miserias; gritan contra todos los tramposos; se entusiasman con todas las buenas acciones comunes; se apiadan de cada inocente muerto, de cada perro atropellado, como si hubieran venido al mundo para eso. Es más hermoso, me parece, ir a varios siglos de distancia a hacer latir el corazón de las generaciones y llenarlo de alegrías puras. ¿Quién dirá cuántos divinos estremecimientos ha causado Homero, cuántos lloros ha transformado el buen Horacio en una sonrisa? Sólo en lo que a mí respecta, siento agradecimiento hacia Plutarco debido a esas tardes que me dio en el colegio, llenas de ardores belicosos, como si entonces hubiera llevado en mi alma el ímpetu de dos ejércitos.17

AL PROLOGAR La tentación de San Antonio, el más raro de sus libros, Borges escribió: “Gustave Flaubert puso toda su fe en el ejercicio de la literatura. Se negó a apresurar su pluma; no hay una línea de su obra que no haya sido vigilada y limada”.18 Se entiende por qué le rinde tributo en “El milagro secreto” mediante el personaje Jaromir Hladík, quien segundos antes de ser fusilado por los nazis en Praga, logra dar término en su mente, puesto que la escritura le está vedada, a su drama Los enemigos, descubriendo “que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales, debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora”.19 Al cumplirse doscientos años de su nacimiento, en sus ambiciones de perfección y en cada una de sus obras, Flaubert está más vivo que nunca... para quienes sepan apreciar la grandeza.

Notas

1 Gustave Flaubert, Cartas a Louise Colet, traducción, prólogo y notas de Ignacio Malaxecheverría, Siruela, Madrid, 1989, p. 78.

2 Ibidem, pp. 194-198.

3 Ibidem, p. 169.

4 Jorge Luis Borges, “El milagro secreto”, en Artificios (1944), segundo libro de Ficciones, Alianza/Emecé, Madrid, 1971, pp. 165-174.

5 Ibidem, pp. 168, 173.

6 Gustave Flaubert, Cartas a Louise Colet, op. cit., p. 204

7 Ibidem, pp. 176, 177.

8 Jorge Luis Borges, “Vindicación de Bouvard et Pécuchet”, en Discusión (1932), ensayo utilizado como prólogo en la edición argentina de Bouvard y Pécuchet, traducción de Aurora Bernárdez, El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2016, pp. 7-11.

9 Gustave Flaubert, Cartas a Louise Colet, op. cit., pp. 185-193.

10 Roland Barthes, El placer del texto y Lección inaugural de la Cátedra de semiología Literaria del Collège de France, traducción de Nicolás Rosa y Oscar Terán, Siglo XXI, México, p. 45.

11 Roland Barthes, “Flaubert y la frase” (1967), en Nuevos ensayos críticos, segundo libro de El grado cero de la escritura / Nuevos ensayos críticos, traducción de Nicolás Rosa, Siglo XXI, México, 1973, pp. 191-204.

12 Ibidem, p. 201

13 Gustave Flaubert, Cartas a Louise Colet, op. cit., p. 99.

14 Ibidem, p. 211.

15 Ibidem, p. 390.

16 Ibidem, p. 9.

17 Ibidem, pp. 70, 71.

18 Jorge Luis Borges, Biblioteca personal, séptima reimpresión, Alianza, Madrid, 2007, p. 77.

19 Jorge Luis Borges, “El milagro secreto”, op. cit., p. 174.