El hombre es un ser que espera y, por lo mismo, acaba conociendo la decepción.
GILLES LIPOVETSKY
A girl named Sandoz.
THE ANIMALS
Un pinchazo, dos, tres. ¿Cuántos más para apaciguar la fatiga de ser uno mismo?, se preguntó Lee mientras observaba las aspas impasibles de un rehilete que no dejaban de girar y que cuanto más fijo las miras, más de prisa van.
—¡Sadie! ¡Sadie...! Escucha, he pasado gran parte de mi vida mirando, pero apenas he observado lo que ocurría a mi alrededor. El mundo del arte progresa concentrándose en un punto de fuga falso, perdiendo de esa manera las perspectivas cíclicas y generales. Y por supuesto no es fácil ser visionario en medio de la niebla. Recuerda, sólo hay cosas transmisibles a través de las escalas del jazz.
Mientras Lee sostenía su perorata, Sadie continuó con sus labores sin prestar la menor atención a lo que él decía.
—¡Ya lo tengo, Sadie! La fórmula parece sencilla. El primer track del disco debe tener un tema capaz de penetrar la mente del escucha en cuanto ponga la aguja sobre el disco. Un tono que haga al alma rechinar, chirriar, acariciar, raspar, cortar, gozar. Los temas restantes ya no serían tan importantes, quizá un poco la primera pieza del lado B, pero todo lo demás sería olvidable. Algo así como, mmmm, espera. ¿Mi trompeta, Sadie? Pásame el maldito instrumento.
Sadie ignoró la orden de Lee y sin aspavientos se dirigió al cuarto de baño para tomar una ducha, pero antes sacó del cajón de la vitrina la .38 snub nose, un modelo muy pequeño de revólver que Lee le había conseguido para su protección. La ocultó dentro de uno de los bolsillos de su gabán pues temía que Lee fuera a cometer una estupidez. Una vez que ella entró a la recámara escuchó a lo lejos el eco de un reclamo: “A la mierda, Sadie, ve-te mu-cho al ca-ra-joooo”.
Lee alargó la última sílaba de la palabra al punto de cambiar de color como un camaleón capaz de mimetizar su piel con las hélices anaranjadas y rojizas del rehilete. Después se incorporó con dificultad del sofá, sostuvo su trompeta e intentó interpretar la frase melódica que rondaba en su mente, pero no pudo. El aire de sus pulmones había desaparecido. Entonces intentó inhalar aire a profundidad pero su esfuerzo lo hizo desplomarse sobre el sofá como si cayera hasta el fondo de un vórtice y sin más se durmió. Sadie, una vez fuera del baño, se dirigió a la sala y como una ama de casa cuidadosa que evita que un polvillo de ceniza caiga al suelo, recogió algunos algodones hervidos, una cuchara, un par de ligas, una jeringuilla y el mechero. Antes de irse a acostar colocó sobre el cuerpo inerte de Lee una frazada.
AL DÍA SIGUIENTE, desde la primera hora de la mañana, Sadie insistió en que Lee debería de caminar por el parque para desintoxicarse. Él la entendió, era fin de semana e iniciaba la jornada de trabajo. Salió del apartamento abrigado pues, aunque apenas empezaba el otoño, el frío ya calaba los huesos. Mientras Lee deambulaba por el parque, le llamó la atención cómo también la fronda de los árboles se había adelantado a la estación, tornando su ramaje en una gama de anaranjados como cuando se dispara un arma. Manhattan ardía.
El resto de la tarde Lee dejó que su sombra se deslizase por la ciudad con un solo propósito en la mente: disponerse de un pinchazo y después ir a un gig 1 al Village Vanguard para interpretar con la trompeta una depurada experimentación melódica. A la media noche, mil y un punzaditas de una fina aguja atravesaban la piel del antebrazo de Lee hasta depositar la sustancia deseada en la sangre. Ya en el escenario, listos para tocar, los instrumentos crujían y se estiraban como si se desperezaran del peso de lo humano. “La tensión rítmica y unos nerviosos metales interrumpían en condiciones extrañas, nunca antes ejecutadas. Había nacido un nuevo estilo, algo de una novedad absoluta capaz de trastornar la conciencia”. Eso fue lo que les dijo Sandoz a los músicos cuando dejaron de tocar. La ovación se interrumpió justo cuando el baterista sustrajo de su neceser una jeringuilla de cristal cortado en forma de tapón de botella con una nueva dosis de manteca.2
—¡Lee, Lee...! Tienes llamada, es Sadie y por su tono de voz parece que está muy molesta.
Lee regresó la jeringa a Berkley y fue refunfuñando a tomar el auricular.
—¿Cómo te va, nena? —preguntó él, para suavizar la conversación.
—¿Por qué no has llegado a casa, Lee? —respondió ella con una inflexión hosca.
—No he podido, el Village está a reventar y a todos les ha fascinado el nuevo tono.
Ella se ofendió:
—¿Por quién me tomas? Estoy segura de que estás con esa perra.
—No, por qué iba yo a querer ofenderte. Lo único que digo es que no he podido regresar a casa.
—Pues ya no regreses.
—Si es lo que quieres, que así sea. Entonces hasta pronto.
—Hasta nunca.
Lee colgó el teléfono y regresó consternado a la sala donde esperaba su orquesta.
—Señores, se acabó el gig —dijo—. Ya no puedo más.
LEE PASÓ ESA NOCHE con Sandoz. Se habían conocido dos meses antes, durante la presentación en el Five Spot. Después del gig hubo una juerga a la que invitaron a Sandoz; Lee, al verla, le dio prioridad ante todas las demás mujeres, incluyendo a Sadie.
A la mañana siguiente Lee regresó a casa por sus cosas y Sadie al verlo se le abalanzó con caricias.
—¡Basta, Sadie! Sabes, te agradezco mucho lo que hiciste por mí, pero lamento confesar que eres de esas personas que hay que ver una sola vez en la vida. Después de todo, ¿por qué tienen que ser eternos los lazos entre las personas? Aquí ya hay tedio, doble hechura, irritación, cansancio.
Sadie se derrumbó en lágrimas, Lee la abrazó y añadió:
—Lo que nos toca es lo más inmaterial, lo más específicamente humano, eso es lo que nos hace derramar lágrimas.
Con la voz entrecortada, Sadie le respondió:
—Recuerda, aún habrá noches en que no sabrás qué camino tomar y yo estaré ahí.
Lee alistó una maleta y antes de abandonar el apartamento mencionó a Sadie que festejarían el décimo aniversario del Slungs’ Saloon con un nuevo tono y que ella estaba invitada. En ese punto, Sadie experimentó un dolor como luego de una operación en la que han quitado algo sin nombre. Le haría falta algo que no se puede explicar, pero tampoco sustituir.
El día del aniversario Sadie decidió asistir al Slungs’. Tomó hacia el Lower East Side y caminó sin ver, pero bien sabían sus pasos adónde dirigirse.
Entró al lugar y colgó su gabán en el perchero de la recepción. Cuando ingresó al salón principal, observó sorprendida cómo Lee tocaba la trompeta llevando el ritmo con un movimiento brusco de cabeza, como un gorrión enjaulado que no oye nada de lo que el espectador escucha, que escucha eso que el público no oye. Así lo sintió Sadie, ebria de excitación, similar a la primera vez que lo escuchó soplar la trompeta en la entrada de la estación del metro Pelham Parkway, pero esta vez la sensación era aún mayor, capaz de llevarte hasta un oasis de reflexión ideal.
La orquesta terminó de tocar y Lee, absorto con su logro, dio un vistazo para contemplar el estupor de la audiencia. Fue cuando miró cerca de la entrada a Sadie. Descendió raudo del escenario y ya próximo a ella, de manera vacilante, dijo con un dejo de interrogación más que de alegría:
—Viniste.
Esa pregunta para nada causó pesar. Ella estaba feliz y respondió:
—Estuviste extraordinario, Lee.
Tus dedos parecían más ligeros que tus pensamientos revoloteando sobre las válvulas del instrumento.
—Te dije que tenía una fórmula para triunfar.
—No hay fórmulas para el éxito, Lee, tú eres un genio.
DE REPENTE, LEE OBSERVÓ cómo se le descomponía el rostro a Sadie. Sus párpados no aleteaban, sus sienes no se deformaban ni su ceño se fruncía, carente de arrugas como un infante. Simplemente, el globo de sus ojos se deslizaba como si estuviera en altamar, de izquierda a derecha y de arriba para abajo, rodando sobre sí mismo.
Cuando Sadie albergaba esperanzas de que volverían a la normalidad, de reojo vio a Sandoz y se estremeció, al grado que se intimidó ante aquella mujer con la que ahora Lee cogía. Era hermosa y joven, casi una adolescente. Se había sorprendido de tal forma que no podía recobrar el aliento.
La tenía en suspenso entre el cielo y la tierra, pero cuando creyó sentir cómo el olor de Sandoz se adhería a su ropa, la puso de vuelta en su sitio y sin reparo afirmó:
—Su perfume es violento y vulgar, tufo a incienso viejo, tan venenoso como el hálito de aquellos que emergen del ghetto. Basta olerlo para saber que le gusta la mugre.
Sadie, aunque por dentro se encontraba desecha, se tragó su orgullo y airada abandonó el Slungs’ Saloon. Afuera nevaba.
Al darse cuenta de que Sadie había olvidado su gabán, Lee salió tras ella para entregarlo. Consciente de la pena que había causado, enredándose en su saliva espesa y pegajosa pidió perdón. Sadie recibió el gabán, se lo puso y a pesar de ello tuvo frío. Después, sin verle el rostro a Lee dio media vuelta y se retiró de allí. Por su parte, Lee regresó al salón para unirse al desenfreno con Sandoz y los demás músicos.
Ya lejos de todos y abandonada, Sadie se despeñó. Llevó las manos incontroladas a los bolsillos del gabán encontrándose al alcance de la mano derecha el revólver que reposaba cerca de su vagina. Acarició el cañón y pensó que sólo había que tomarlo y descargar la ira; el efecto de una acción tan insensata e irremediable que llevase tras de sí el fin del mundo. De pronto, junto con un alarido excesivo o quizá la rabia de una nota disonante desfogada de la trompeta, la mujer sostuvo el arma, entró al salón principal con parsimonia, ligera, flotante, espectral. Lee observaba que venía a su encuentro en un silencio espantoso, como el eterno silencio de un sordo. Ya frente a frente, Sadie apuntó a la altura del pecho de Lee y antes de activar el gatillo profirió con sarcasmo: “Siempre tuviste razón, Lee, la vida es un péndulo oscilante entre el sufrimiento y el tedio”.
Nota
1 Tocada de jazz.
2 Heroína.