Excepción y al mismo tiempo continuidad de los muros, elemento móvil de la arquitectura, párpado entre el adentro y el afuera, la puerta es un emblema paradójico de libertad, que permite encerrarse a cal y canto a la vez que abjurar de la vida doméstica y salir al mundo. Cuando Plinio el Joven planeó su pequeño studiolo al centro de un jardín, en un rincón apartado de su villa, en una zona distante de la ciudad, interpuso una serie de capas concéntricas de puertas para alcanzar la anhelada concentración, esa piedra preciosa al fondo de muchas cajas chinas. Y la exigencia revolucionaria de Virginia Woolf en Un cuarto propio no es otra que la de contar con una puerta para sí misma, que entre otras cosas pueda cerrarse durante horas, pues una puerta no sólo separa el espacio, sino también el tiempo.
MUCHAS ESCRITORAS se las han tenido que arreglar escribiendo a hurtadillas en la cocina o disfrazando su libreta bajo el bordado, ante la mirada escrutadora de los demás; Emily Dickinson, quien le cerró la puerta en las narices a las expectativas de su tiempo para dedicarse a escribir, elaboró una suerte de poética de la puerta, por la que muchos de sus poemas se leen como mensajes deslizados a través de rendijas y ojos de cerradura.
Aunque puedo concentrarme en el comedor o en el bullicio de una cafetería, en mis fantasías edilicias entro a una biblioteca circular como la de Montaigne, a la que se accede después de traspasar una infinidad de puertas, a la manera de la cortinilla inicial —en sí misma una puerta— de El Superagente 86, aquella serie sesentera de inventos delirantes y espías en minifalda. Quizá porque en mis ensoñaciones se superponen el creador del ensayo y Maxwell Smart, imagino que, para compensar el laberinto de compuertas, la salida sería a través de un tubo de bomberos.
Se sabe de la existencia de puertas desde las primeras ciudades de Mesopotamia, donde se inventó el tragaluz, pero no las ventanas. Además de las puertas milenarias exhibidas en el Museo Egipcio de El Cairo, procedentes de tumbas que se suponía inviolables, se han conservado jeroglíficos de llaves y cerrojos, especialmente importantes ya que regulaban la comunicación con el Más Allá. Los sarcófagos en sí mismos son una suerte de puerta hermética hecha a la medida y sellada con maldiciones, y a menudo me he preguntado si una caja es la versión en miniatura de una casa o si, por el contrario, fue la caja la que creció hasta precisar de pilotes y cimentación. (Hasta donde sé, antes de volverse un espacio habitable, la biblioteca era un mueble para guardar libros y documentos bajo llave). La puerta de un ataúd, que cierra la casa postrera para abrir una caja de despojos, se cargaría de connotaciones menos fatales si contara con un cerrojo interior, como el que presumiblemente acondicionó el conde Drácula.
El origen conjetural de las puertas se remonta a la época de las cavernas, cuando hubo que desplazar monolitos o levantar empalizadas para protegernos de las fieras. Más allá de las cortinas de fuego y los tendederos de pieles que sirvieron de biombos o puertas inaugurales, el invento decisivo es el gozne, axis mundi ubicuo y reproducible que hace bascular entre el interior y el exterior. El primero del que se tiene noticia se elaboró en bronce hace más de seis mil años, entre los sumerios.
El portento de las puertas es que, como si todas disimularan
un portal, te transportan a otro mundo de una zancada
AUNQUE HAYA puertas engañosas de marfil y otras más certeras pero escasas de cuerno, la puerta por excelencia es de madera, un material más ligero que la piedra que la enmarca y que hace juego con la idea de porosidad a la cual sirve. Entre los etruscos —y después los romanos— los límites sagrados de una ciudad se trazaban a través de un surco. La ubicación de las puertas quedaba fijada allí donde se alzaba el arado. Todo el perímetro restante permanecía inamovible y no se traspasaba nunca, por lo que una puerta es una interrupción —un salto— en una barrera o muralla, en el mismo sentido en que un puerto es una entrada o pasaje entre los arrecifes y acantilados. (A la par de las puertas y los puertos surgió el cancerbero, figura temible que ahora va armado de sellos, de oficios, y nos muestra los dientes con la ferocidad morosa de la burocracia).
Como las del castillo de Kafka o aquella de color negro de la canción de Los Tigres del Norte, hay puertas infranqueables que forman parte del largo y continuo NO de la pared. Y así como su apertura depende de decisiones arcanas o de circunstancias insospechables, hay también margen para la ambigüedad, para la gama de vacilaciones y dudas que se desprenden de la incitación de una puerta entornada. En la indecisa semántica de la pasión, una rendija de pocos milímetros puede significar un guiño irresistible o un simple descuido.
SEGÚN GUTIERRE TIBÓN, aquel viejo sabio italiano, inquieto y “buceador”, como lo llamó Alfonso Reyes, “esa gloria mexicana extranjera” que se sumergió en el mundo subterráneo de los nombres, la letra “D” es una representación del batiente de una puerta. El carácter jeroglífico, sin la panza o línea redondeada, se dibujaba con cuatro trazos sencillos que a veces se reducían a tres y que dio paso a la cuarta letra del alfabeto hebreo-fenicio: daleth, que entre los griegos se llamará delta. A diferencia de la combinación más rotunda entre la “p” y la “t” de la porta latina, el sonido dental “daleth” remite a un espíritu más dócil, que de sólo pronunciarlo ya parece darnos la bienvenida. (A propósito de nombres: ¡qué sonoridad arcaica y misteriosa acompaña el léxico de la puerta, se diría que en consonancia con el eco del hierro y la madera! Quicio, gozne, umbral, aldaba, mirilla, pomo, dintel, jamba, alféizar, pestillo, cancela... Vocablos que construyen por sí solos un poema en un idioma remoto y casi olvidado, que perdura entre nosotros como los fósiles multiculturales de un esqueleto antiguo).
Levadizas o de doble hoja, blindadas o de papel translúcido, el portento de las puertas es que, como si todas disimularan un portal, te transportan a otro mundo de una zancada. Tal vez no a la manera de la Puerta de Años del cuento de Ted Chiang, que permite viajar en el tiempo, sino apenas a una atmósfera distinta, al otro lado de una frontera inadvertida. Me atraen y me repelen alternadamente las abatibles o “de vaivén”, del tipo que se estilaba en el Viejo Oeste, y mis favoritas son las giratorias, que tienen algo de trampa y pasadizo y, si te descuidas, te devuelven al punto de partida. Aunque no instalaría una entre cocina y comedor, me gustaría plantarla en medio de la nada, como la ruina de un parque surrealista o el esbozo de un jardín fantástico. Uno viajaría allí con la intención de transformarse, de entrar a otro mundo (pero dentro de éste), de la misma forma en que se cruzan las puertas de la percepción.