En 1957 se inaugura la Unidad Habitacional Santa Fe, construida en un terreno arbolado en la periferia, al oeste de la ciudad. A la ceremonia acuden el presidente Adolfo Ruiz Cortines y Antonio Ortiz Mena, director del Seguro Social, para entregar las viviendas a los trabajadores y con ellas la idea de progreso, bienestar, e incluso del derecho al ocio, como dice el contrato de arrendamiento. No se trata sólo de un conjunto arquitectónico sino de una idea del futuro: 2,300 viviendas, casas y edificios, escuelas, guarderías, canchas deportivas, un centro de salud, jardines, una plaza pública, un casino para eventos sociales, un teatro y un centro cultural, donde las mujeres pueden tomar cursos de cocina o de costura.
Regresé en 2017, diez años después de mi última visita, para filmar un video que consistía en leer un fragmento de Obra negra, mi última novela, la cual tenía como escenario el lugar donde crecí. Con el tiempo y la distancia le había tomado cariño a la unidad, pero quien de verdad influyó en ese sentimiento fue mi hermano, quien publicó un libro de fotografías titulado USFDF. Tácticas de apropiación, que publicó la editorial Acapulco. Las fotos mostraban la transformación de la unidad desde 1957 has-ta la fecha. Cuando el IMSS vendió las casas a los inquilinos en los años ochenta y dejó de hacerse cargo de la administración, las viviendas, que hasta entonces eran idénticas, de un mismo color, se convirtieron, en su mayoría, en adefesios que cada familia amplió y decoró como Dios le dio a entender. En cuanto a los edificios, los nuevos dueños pusieron en las ventanas vidrios polarizados y algunos pintaron el pedazo que les pertenecía de la fachada de un color distinto, sin mencionar la apropiación de las áreas comunes.
La administración pasó a manos de los vecinos, en su mayoría personas de la tercera edad, que no podían ocultar el orgullo que sentían por mi hermano, por la unidad y por ellos mismos. Así que al terminar la lectura de mi libro, se ofrecieron a darnos un tour por lo que ellos consideraban los lugares emblemáticos de la colonia. Subimos a la azotea del 45, el edificio más grande de la unidad, con cinco pisos y cincuenta departamentos. Desde la azotea se veía el WTC, la Torre Latinoamericana, los volcanes, el Ajusco, los nuevos rascacielos sobre Paseo de la Reforma e incluso la Estela de Luz.
Para festejar los cincuenta años de la unidad, en el 2007, un grupo de vecinos hicieron un documental que llamaron Un tostón para la Unidad Santa Fe. Entrevistaron a la primera generación de habitantes, entre ellos mi abuela Marta, a las celebridades, como la banda de rock ¡Qué Payasos! y a personajes como el Tom, el Guayabo, el Ficsius, legendarios por sus borracheras y desmanes. Fue el Tom quien dijo, ya totalmente alcoholizado a las doce del día, sentado en una de las bancas de la Plaza de los Héroes, mirando de frente a la cámara, que mandaba un saludo a todos los habitantes de la unidad, mejor conocida como Hollywood Santa Fe. Todos sentimos cariño por nuestro barrio y sus calles angostas, por los espacios verdes, por la escuela primaria a la que fuimos, por el teatro donde cada fin de semana representaban Vaselina y José, el Soñador.
Toda la familia vio el documental en casa de mi abuela Marta, quien se emocionaba y agregaba historias mientras en el televisor la gente de la unidad opinaba o simplemente pasaba por la cámara, incluso los perros, de los cuales se hicieron tomas especiales, como el Churro, el perro de mi hermano, o Goliat, un mastín napolitano color gris.
Los nuevos dueños pusieron en las ventanas vidrios polarizados y algunos pintaron la fachada de un color distinto
Para mí la unidad cobró otro significado, hasta puedo decir que llegué a sentir una suerte de orgullo de pertenencia por el lugar donde grabaron Quinceañera con Maricruz Olivier, Tere Velázquez y Martha Mijares. La chica pobre vivía en la Unidad Santa Fe y, con mucho esfuerzo, sus padres festejaban sus quince años en el casino, que alguna vez fue un lugar para ir a bailar o tomar una copa y ahora es un centro deportivo.
Así que en 2017 regresé a la unidad a grabar una cápsula de video que no duraría más de tres minutos. El proyecto consistía en filmar a escritores que tuvieran textos sobre la Ciudad de México. Quedé de verme con el camarógrafo y sus asistentes en la entrada para buscar la locación. Llegaron en una camioneta con el logotipo de la UAM, que llamó la atención de los vecinos. Recorrimos los espacios en los que transcurría mi novela. Al camarógrafo le gustó el jardín del casino, que está poblado por jacarandas y ahora tiene un espacio con aparatos para hacer ejercicio. Bajo la sombra de los árboles pusieron una silla color verde para que leyera mi texto. Mientras me colocaban el micrófono, se acercó un tipo a preguntar qué vendíamos. Era de unos sesenta años, con el cabello largo, chino y canoso, vestido con huipil, pantalón de mezclilla y huaraches. Le dije que estábamos filmando un video. Me pidió mi dirección, teléfono y me tomó una fotografía. Lo permití para deshacerme de él.
Al terminar la grabación, regresó para decirme que había ido a comprobar lo que le había dicho, que buscaría mis libros y que yo podía seguirlo en su canal de YouTube, que era fotógrafo. Después corrió frente a la cámara para salir en el video.
Todavía recorrimos la Plaza de los Héroes para que el camarógrafo hiciera otras tomas. Luego se fueron y yo me quedé un rato en la unidad, fui a comer tlacoyos, y después a la iglesia de Cristo Rey, que es donde está la cripta de mi madre y de mi abuela Marta. Leí el epitafio de mi madre: “El que cree en mí vivirá, aunque muera; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás”. Lo había elegido mi abuela sin saber que también sería el suyo. Tomé un taxi que me llevó de regreso a la colonia Nápoles, me sentí feliz de estar en casa. La Unidad Santa Fe se volvía a quedar atrás con mi infancia y mis muertos, en un tiempo remoto.
GILMA LUQUE (Ciudad de México, 1977) ha sido becaria del Fonca y es autora de las novelas Hombre de poca fe (2010), Mar de la memoria (2013), Los días de Ema (2016) y Obra negra (2017).