El humo del cigarro

La narrativa en el México actual muestra una saludable variedad de apuestas, voces que experimentan por caminos muy diversos. El cuento que publicamos confirma la plenitud de Eduardo Antonio Parra, cuya escritura le ha ganado premios, traducciones, reconocimientos. Es además un testimonio que observa con puntualidad y transfigura mediante la ficción un ambiente por desgracia reconocible, marcado por la violencia, el desamparo; un episodio que condensa el lado oscuro de nuestro tiempo mexicano —y profundiza en él con los recursos de la literatura.

El paquete, óleo sobre tela, 2001.
El paquete, óleo sobre tela, 2001. Foto: Las piezas en portada y páginas 3, 4 y 5 son obra de Jonathan Barbieri (Washington, D. C., 1955), artista emigrado a este país desde los años ochenta. Provienen de la serie La Pierde Almas. Historia de una cantina, reunida en un volumen de Quarentena Edi

No, no le entro. No sería capaz de hacerles eso a mi mujer, a mi hijo. Sé lo que le pasa a la mayoría de quienes se largan con ustedes. Además, les sobra gente, ¿no? Reclutan a pendejos que apenas salen de la secu, así que han de traer cientos. Mi familia nomás me tiene a mí. ¿Te voy a creer eso de que ustedes se harían cargo de ellos? No, Cástulo. ¿Te das cuenta del tamaño de tu embuste? He visto montones de huérfanos y viudas muriéndose de hambre. Sé cómo terminan estas cosas. Y si a los huercos esos los atraes con los billetes, las viejas y lo del respeto de los demás, a mí esos pinches señuelos me valen madre.

Cástulo lo escucha con disgusto. Las palabras de Vicente lo indignan, parecen de miedo a perder un empleo que apenas le da para malvivir. ¿Pero es cobardía? No está seguro. Deja correr la vista por la barra, voltea a las mesas de billar, donde los jugadores gritan de emoción cuando alguna bola cae en la buchaca. El calor lo aplasta en la silla, le provoca mareos repentinos. Se unta la botella en frente y mejillas para sentir lo fresco, y regresa impaciente la mirada al otro.

No te lo digo porque me falten tompeates. Me conoces, sabes que me sobran pa poner a cualquiera en su lugar. ¿O te parece que te falto al respeto? ¿Por eso me arqueas las cejas? No jodas, Cástulo. Te hablo así porque tú y yo nos conocemos hasta las muelas. Porque siempre anduvimos juntos, bueno, hasta que conocí a la Marisela y tú te metiste en el negocio. Si no me la hubiera topado, te lo juro por ésta, ahora andaría contigo en lo mismo. Pero tengo compromisos. No quiero que mi hijo crezca como yo. Tú sabes: si no es por los abuelos, me hubiera criado igualito que los cactos que tenía tu viejo en su patio. Silvestre, tapado de púas, sin dirección.

Cástulo no está acostumbrado a que los hombres le hablen con insolencia. Lo mira mientras el otro suspende la perorata para tomar cerveza. No, no se trata de cobardía. Vicente es hombre decidido, rudo, y además listo, aunque quizás está hecho de un material distinto al suyo. Si no ha prosperado es porque no pudo estudiar, por falta de recursos y porque pronto se enredó con la que ahora es su mujer. Lo ve dejar la botella vacía al tiempo que emite un eructo. Cástulo alza la mano y pide dos más. El mozo lo obedece de inmediato. Al ponerlas frente a él, del cristal resbalan fragmentos de escarcha. Anacleto se las mandó bien frías. Cástulo piensa que así es como le gusta que lo traten: que hagan lo que él dice de buen modo y sonriendo. En un ademán inconsciente lleva la mano a la cintura. Comprueba que la pistola está ahí. Vicente lo mira risueño.

Recuerda aquellas peleas con el abuelo. Sobre todo una, cuando al oír los cintarazos y los insultos, Vicente saltó de la cama dispuesto a defender a su madre

TODOS TE OBEDECEN, cabrón. Lo que siempre quisiste. Que te digan señor al entrar a un lugar y te hagan caravanas. Ya lo tienes, Cástulo. ¿Pa qué me ocupas? Cada quien tira pal lado que le gusta. Yo no dije nada cuando entraste a eso en lo que andas, y la neta no me gustaba. Pero eres mi compa, ¿qué no? ¿Por qué vienes ahora tú a decirme qué debo hacer? ¿Quieres que viva mejor? Gano poco, pero nos alcanza pa tragar y no andar encuerados. Mi viejo se metió en lo que tú y ya ves cómo le fue. Sí, ni tú ni yo lo conocimos, y eso que casi nos cambiaron los pañales juntos, pero era lo que gritaba mamá cuando discutía con el abuelo: que la mala le cayó desde que le dieron piso a su viejo. Debes acordarte. Siempre te la pasabas en mi casa.

Cástulo responde con movimientos de cabeza. Cuando le mandó decir a Vicente que quería verlo, había olvidado sus verborreas. Ahora que el otro se explaya sin pausa piensa que, de haberlas tenido presentes, no habría ajustado la cita. Pero su amigo es como don Héctor quiere: macizo, bragado, sin dobleces. Por eso pensó en él cuando el patrón dijo que necesitaban hombres. “Hombres, no mocosos de los que ni siquiera saben limpiarse. A los que no les tiemble para matarse con otros...”. ¿Sabrá Vicente matarse así?

Acuérdate de mi madre, güey. De las chingas que se metía desde que enviudó. Aparecía molida por las tardes en casa de mis abuelos, donde nos arrimamos porque no le alcanzaba ni para un mugre cuarto. Teníamos unos diez años cuando supimos que llegaba tarde por las noches. Lo notamos porque nos despertaba el cigarro.

Entonces te quedabas a dormir casi diario, porque en tu casa eran muchos entre tus hermanos, tus papás y los tíos que vivían con ustedes. Además, mi madre te gustaba, no lo niegues, cabrón. Era joven aún y a ti ya te había entrado la curiosidad, ¿qué no? No olvido cuando me despertaste preguntándome por qué el cuarto olía a humo. Me hablaste en voz baja, pero ella nos chistó pa que nos silenciáramos. Ahí nos cayó el veinte de que lo que olía eran sus cigarros, el cenicero lleno. Tenía rato de haber llegado y en vez de acostarse se puso a ver la noche por la ventana, fumando.

Cástulo apura la cerveza, cierra los ojos y la imagen se instala en su mente: la madre de Vicente joven, de pie junto a la ventana, iluminada apenas por el farol de la esquina. Los labios de un rojo intenso se fruncen al expulsar el humo, y a Cástulo lo recorre un escalofrío cuya causa entonces no podía identificar. Sí, le gustaba. Bufa a causa del calor. Sonríe, y ve que el otro advierte su sonrisa. Gira la cabeza hacia donde el mesero espera sus órdenes, y con la mano pide otras dos. El bar también huele a tabaco quemado. Por unos instantes deja de escuchar: el golpe del recuerdo es fuerte. Necesita seguir bebiendo. Cuando el mesero llega con las cervezas, casi le arrebata la suya y le da un par de tragos. Luego mira a Vicente. Vuelve a sonreír.

Ángel de la misericordia, óleo sobre tela, 2001.
Ángel de la misericordia, óleo sobre tela, 2001. ı Foto: Las piezas en portada y páginas 3, 4 y 5 son obra de Jonathan Barbieri (Washington, D. C., 1955), artista emigrado a este país desde los años ochenta. Provienen de la serie La Pierde Almas. Historia de una cantina, reunida en un volumen de Quarentena Edi

YA TE ACORDASTE, ¿verdad? Siempre hacía ruido al llegar. Y si eso no nos despertaba, era el olor. Si le preguntábamos de dónde venía, ordenaba que volviéramos a dormir. Y tardábamos. La veíamos hojear sus revistas a la luz de la lamparita, luego caminaba por el cuarto sin zapatos, y por último se iba al rincón a quitarse la ropa y ponerse aquella camiseta con la que dormía. Siempre triste, como si no dejara de pensar en mi padre. O enojada, pegándome de gritos. Es lo que recuerdo de ella: la fumadera, su tristeza y su coraje. Luego se acostaba de su lado, cerca de mí, y hacía esfuerzos por dormirse. Daba vueltas y se fumaba otros dos cigarros en lo oscuro antes de que oyéramos el primer ronquido. Y nosotros desvelados, riéndonos en voz baja. Pero a veces la oíamos llorar en sueños. Por eso no cuentes conmigo. No quiero imaginar a mi Marisela con esa vida. Ni el dinero que ganara con ustedes sería compensación. Morirme, o perderlos, sería un fracaso mucho más cabrón que ser pobre.

Cástulo no escucha las últimas frases. Se lo impide la imagen de la mujer desvistiéndose en lo más lejano del cuarto, el roce de la ropa al desprenderse del cuerpo, el leve chasquido del sostén, el revoltijo de sombras que la luz de la calle proyectaba en la pared, donde a veces distinguió el contorno de los pechos coronados por un botón. Se limpia el sudor con la mano para que el otro no advierta su inquietud. Recupera una escena: los dos habían salido con ella al cine y, al terminar la función, los llevó a una nevería. Estaban los tres sentados comentando la película, cuando la madre de Vicente sonrió alegre. Era la primera vez que la veía así, sin la sombra de tristeza que siempre le empañaba el rostro. Ustedes sí van a hacer algo con su vida, muchachos, les dijo. Van a ser felices, importantes y respetados. Estoy segura. Abrazó contra su pecho a Vicente, y a Cástulo le despeinó el copete con un cálido revoloteo de los dedos. Sus manos olían a crema humectante y a tabaco.

Ah, qué mamá, tan distraída siempre. ¿Recuerdas? Si salíamos con ella, acabábamos perdidos y nos mandaba a pedir indicaciones. A ti te daba pena. Odiabas que se dieran color de que no sabías dónde estabas: era mostrar debilidad. Yo no podía zafarme. Preguntaba y volvía con las señas. En casa nos hacía mover los muebles buscando las llaves o el monedero hasta que la abuela los hallaba en la despensa o entre la ropa. Su vida era un reverendo desmadre. Siempre adolorida, cansada: de los regaños del abuelo, de su trabajo, de la soledad, de mantenerme, de la vida. Si volvía a casa tarde, se topaba al abuelo esperándola. Discutían, primero en voz baja. Ella le decía al viejo que no se metiera en su vida, y el abuelo reviraba con que si vivía con su hijo en esa casa debía seguir las reglas y obedecerlo. Por momentos bajaban más la voz, como si masticaran las palabras, pero pronto surgían los gritos. Él hablaba de hombres, de indecencia, habladurías. Ella, de que de algún lado tenía que sacar el chivo. Una vez escuché como chasquidos y no supe de qué se trataba, hasta que ella gritó que ya no le pegara. Entonces entendí que el viejo la cintareaba al tiempo que le gritaba eres una puta, qué diría tu marido, qué va a decir tu hijo cuando crezca.

Cástulo ubica el origen de su sensación de tristeza: la madre
de su amigo es el único amor que ha tenido. Un amor que lo carcomió por años y aún le escuece

Vicente deja de hablar, como si algo gordo se le atascara en la garganta. En ese instante el mesero les lleva cervezas nuevas, pero Cástulo levanta la mano y lo frena. Anacleto le hace la seña de que se regrese: no debe molestar ahora a los señores. A Cástulo entonces le cae el recuerdo de aquellos chismes: llegaron hasta su casa y su mamá trató de impedirle que se juntara con Vicente. Decían que la madre de su amigo había rodado hasta lo más bajo. Sus tíos incluso aseguraban haberse metido con ella y que “hacía muy buenos jales”, lo que lo turbaba mucho. También recuerda aquellas peleas con el abuelo. Sobre todo una, cuando al oír los cintarazos y los insultos, Vicente saltó de la cama dispuesto a defender a su madre.

Una noche, tú estabas, nos despertó el griterío en la sala. Los putazos fueron tan fuertes que mamá comenzó a chillar y yo corrí a cubrirla. ¿Te acuerdas? De tan enchilado, el viejo ni me sintió y me tocaron dos chicotazos, uno de ellos aquí en la sien. La marca me duró una semana. Luego vio que yo la abrazaba y sólo así bajó el cinturón. Salió la abuela de su cuarto y le echó madres a él. Que no fuera salvaje, que había que entenderla, que no hacía lo que hacía por gusto sino por llevar a la casa centavos, que se había quedado sin hombre y no había quién viera por ella, que pobrecita y pobrecito yo. Entramos al cuarto y tú nos veías con tamaños ojotes, pero enseguida te hiciste el dormido. Mi madre entonces, antes de ponerse a fumar, nos arropó a los dos y esperó a que durmiéramos. Más bien a que fingiéramos. Y estuvo llorando toda la noche entre cigarro y cigarro.

La gran peda, óleo sobre tela, 2001.
La gran peda, óleo sobre tela, 2001. ı Foto: Las piezas en portada y páginas 3, 4 y 5 son obra de Jonathan Barbieri (Washington, D. C., 1955), artista emigrado a este país desde los años ochenta. Provienen de la serie La Pierde Almas. Historia de una cantina, reunida en un volumen de Quarentena Edi

CÁSTULO SE HABÍA ACORDADO incluso antes que su amigo, por lo que no advirtió cuando el mozo les dejó otras cervezas. Aunque ese recuerdo estuvo enterrado por años en su memoria, ahora puede verlo como si acabara de ocurrir. Esa noche Vicente sucumbió al sueño antes, pero él escuchó el llanto de la mujer hasta el alba. Sin saber la causa, también sentía deseos de llorar.

Se pregunta ahora si la madre de su amigo no sólo le gustaba, si además habrá sido ella su primer amor. Un amor de huerco. El calor se le viene encima de nuevo. Le arde en piel y carne. Un enojo le crece debajo del pecho. ¿Por qué se ha dejado envolver por la perorata de su amigo? No venía a eso. Vino a reclutar a un soldado, no a hundirse en sentimentalismos. Si don Héctor lo viera no nomás se reiría de él, sino que sería capaz de quitarle el mando. Un amor de niño... La frase le rebota en el cráneo provocándole una sensación de ridículo, que se diluye poco a poco para dar paso a una rara tristeza, a un dolor indefinido. Bebe un trago y, justo cuando la cerveza le refresca la garganta, cae en la cuenta de que ninguna mujer le inspiró después lo que la madre de Vicente.

Mientras las broncas con el abuelo se volvían frecuentes, ella se hacía rara. ¿Te acuerdas, cabrón? Aparecía cada vez más tarde y, cuando estaba, ni caso me hacía. Perdió el trabajo en la maquiladora a causa de las faltas. Comía poco, apenas un bocado, y fumaba el doble. Llegó un momento en que ya nunca rio. Se puso flaca. Yo no lo tenía claro, pero la habíamos perdido aunque aún viviera. Y me encabroné tanto que ya nunca la defendí de los regaños y las cintarizas. Si oía al abuelo gritarle puta, me rechinaban los dientes del coraje, pero estaba de acuerdo con él.

Nunca te lo dije. Uno no puede hablar de su madre ni con su mejor amigo. Sí, yo también pensaba que era una puta, que lo mejor que podía hacer era largarse y dejarme con los abuelos; que se fuera lejos para que no nos avergonzara con los vecinos. La odiaba, Cástulo. Tú lo notaste, aunque no dijiste nada jamás, y lo agradezco. En ese tiempo andaríamos por los doce. Ya entendíamos de la vida. Cuando nos despertaba el olor del cigarro, me hacía hacia tu lado en la cama para no quedar cerca de ella. Después nos la encontramos esa noche, y me dieron ganas de matarla. Carajo, ya estoy borracho.

Entre las palabras del otro y sus propios recuerdos, Cástulo ubica el origen de su sensación de tristeza: la madre de su amigo es el único amor que ha tenido. Un amor que lo carcomió por años y aún le escuece. Hace memoria para precisar el rostro de la mujer, el sonido de su voz, su llanto. La ve antes de que se viniera abajo: el cuerpo atractivo, su alegría, aquellas faldas que parecían volar cuando caminaba, su perfume. Sacude la cabeza. Reconoce que también está borracho. Es la única razón para sentir lo que siente. Para dejarse llevar por los recuerdos de una época en que la vida era distinta. Entre brumas de recuerdos llama al mesero y ordena otra ronda. Voltea hacia la mesa de billar. Nadie juega ya. El bar se va quedando solo y él y Vicente están borrachos. Sería un buen momento para que sus rivales entraran a despacharlo. Lleva de nuevo la mano a la espalda y toca la pistola. Ahí está. Fiel, como ninguna mujer. Vuelve a sonreír, mas deja de hacerlo al ver los ojos vidriosos del otro.

Lágrimas de borracho, piensa Cástulo sin desprecio. ¿Cómo no acordarse de aquel yermo, donde paramédicos, policías de azul y sin uniforme manipulaban el cadáver?

¿TE ACUERDAS DE ESA NOCHE? La primera en que nos escapamos tarde al centro. Anduvimos siguiendo a las muchachas que salían de la vespertina, que ni nos pelaban. Tú traías lana y propusiste que fuéramos al cine. Una donde salgan viejas encueradas, dijiste. Yo lucía más grande, era alto y tenía algo de bigote. Pero como tú no acababas de dar el estirón, no nos vendieron las entradas. ¿Ya te acordaste? Dimos la vuelta hasta que, ya noche, dimos con el barrio de las cantinas. No habíamos visto encueradas en la pantalla, pero por allí caminaban viejas con poca ropa. No nos la creíamos. Tú hacías cálculos para ver si la lana te ajustaba de perdida para un faje, cuando entramos en un callejón donde una ruca se la mamaba a un bato. Nos paralizamos. Ellos no nos clachaban y ahí nos quedamos, entre fascinados y muertos de miedo. Hasta que la tipa nos miró de reojo y nos echó mentadas de madre. Nos fuimos risa y risa corriendo al fondo del callejón, y la vimos a ella y a esos dos cabrones...

El puñetazo de Vicente en la mesa sobresalta a Cástulo, que se empina la botella. La cerveza le sabe amarga. La madre de su amigo tenía la espalda apoyada en la pared y un hombre a su lado. Luego vio al otro en cuclillas. Vicente no la había reconocido y ya iba a comentar algo al respecto, cuando él lo detuvo. ¿Cómo olvidarlo? Cástulo supo que era ella porque detrás había un resplandor débil y la silueta de los pechos se recortaba contra la luz igual que en la ventana del cuarto. La misma forma, los mismos pezones. Los ve ahora en la mente, cimbrándose por la respiración y los manoseos del tipo que le busca el cuello como un vampiro. Ella se queja. Dice no, que con los dos no, pero nada hace por evitar que el tipo de pie le conduzca la mano a su miembro mientras el otro le baja las bragas. Cástulo da dos pasos, quiere mirar de cerca el torso desnudo de la madre de su amigo y las nalgas que el hombre en cuclillas aprieta con ambas manos mientras sumerge la cara en el pubis. No puede ver más, porque escucha los pasos de Vicente que huye llorando. Corre tras él, no sin antes darse cuenta de que la mujer los mira con pánico. No alcanzó a su amigo. Esa noche tuvo que dormir en su cama con tres de sus hermanos.

Si mi padre no hubiera muerto, no habríamos tenido que ver eso. ¿Lo entiendes? Mi madre habría sido como la tuya, pendiente de sus hijos, de su casa. Después de esa noche, ya no volvió a llegar a dormir. Nomás se daba sus vueltas, cada vez menos, a dejar unos cochinos billetes. Aunque nunca le conté a él de aquello, el abuelo no le dirigía la palabra. Las pocas veces que ella fue y yo estaba, me escondía al oírla. La abuela la recibía, pero no hablaban más de tres minutos. Todos en el barrio sabían que ahora sí era puta, y nos llevaba la chingada de vergüenza. Estábamos creciendo. Tú y yo seguíamos juntos siempre, pero ya no te quedabas por las noches. En la secu nos la pasábamos tras las morras o jugando futbol. Teníamos otros intereses. Carajo, me acabo de dar cuenta de que nunca habíamos hablado de eso. Jamás tocamos el tema. ¿Por qué ahora? Ha de ser el alcohol.

Sí, Cástulo está seguro de que, si no estuvieran borrachos, no habrían hablado de eso. Un asunto doloroso para ambos. Y no era su intención embriagarse ni embriagar a Vicente, sino tratar de un trabajo. Del único capaz de dar ingresos decentes en los tiempos que corren. Pero como Cástulo es obedecido en el barrio, Anacleto no para de enviarle cervezas que no va a pagar. Y ahora Vicente arrastra las palabras, tiene los ojos rojos y deja escurrir de sus labios un hilillo de baba. ¿Tendrá el mismo aspecto él? ¿Una estampa de borracho llorón? No le importa. Sabe que ni Anacleto ni Vicente ni el mozo se atreverán a contar que lo vieron así. ¿Y qué le va a decir a don Héctor? Piensa en sus arranques de furia. Tampoco le importan. Respira y el olor a cigarro impregnado en las paredes lo sumerge de nuevo en el recuerdo de la madre de su amigo.

DESPUÉS DESAPARECIÓ. En meses, quizá más de un año, no supimos de ella. Yo trabajaba ya, y mi madre se desentendió de darle dinero a la abuela. Entonces conocí a la Marisela y tú y yo dejamos de vernos. Si no me equivoco, andabas también con la Delfina. La vida cambiaba. Éramos casi adultos. Después el abuelo enfermó, decían que a causa de los disgustos con su hija. Yo apenas me di cuenta porque ya me andaba por casarme. Y lo hubiera hecho, si no es porque nos avisaron que la hallaron en aquella zanja. Tú llegabas a tu casa cuando viste a los judiciales en la puerta de la mía, ¿recuerdas? Te acercaste porque oíste el llanto de la abuela. Yo intentaba consolarla, aunque a mí también me estaban llevando los mil diablos. Luego todos fuimos a darle la noticia en su cama al viejo. Fue un duro golpe, del que no se recuperó. Ese día me acompañaste a la zanja donde estaban levantando el cuerpo.

Vicente lo mira con agradecimiento. Tiene los ojos húmedos. Lágrimas de borracho, piensa Cástulo sin desprecio. ¿Cómo no acordarse de aquel yermo en las afueras, donde paramédicos, policías de azul y sin uniforme manipulaban el cadáver? Un judicial preguntó quién era el hijo de la occisa. Vicente se adelantó. El agente, al verlo tan afectado, le dijo que mejor su amigo reconociera los restos. Cástulo no puede evitar un suspiro y de nuevo el aroma a cigarro se le mete en remolinos por la nariz. Porque fue ese olor lo que percibió al arrimarse al cuerpo, antes de advertir el tufo de la carne podrida, de ver las manchas de sangre opaca en la ropa, de horrorizarse con el rostro reseco y la grotesca posición en que estaba. Le dieron doce puñaladas después de molerla a golpes, según un forense. Llevaba semanas ahí. La reconoció por el cabello, un zapato huérfano que brotó de la arena, por ese vestido cuyas faldas volaban alegres con sus pasos y que ya no era sino un amasijo de jirones. Sí, era su amor de niño. El primero. El único. Antes de ir a abrazar a Vicente y decirle que, en efecto, se trataba de ella, Cástulo se limpió las lágrimas y se esforzó para disimular que la muerte de esa mujer lo afectaba más que a su propio hijo.

Y según mi modo de ver, Cástulo, esto ocurrió porque a mi padre se lo llevó la chingada por andar metido en lo mismo que tú ahora. No sabes cuántas veces pensé en cómo habría sido mi madre si él no hubiera muerto. La imagino feliz. Como era antes de olvidarse de reír. Como ahora es la Marisela. Alegre, cantarina, cariñosa. ¿Sabes que no comenzó a fumar sino cuando él entró al negocio? No podía con los nervios. Y cuando lo mataron siguió llenando sus pulmones de humo. Como si quisiera ahogarse. Carajo. A mí me imagino casado con la Marisela y estudiando para darles a ella y a mijo una buena vida. Con dinero. Pero ganado de otro modo. No en el que me propones, cabrón. ¡Pinche vida! Tras enterrarla, y enterrar al abuelo después, te perdí la pista. Dejé de verte en tu casa. Un día tu carnal me dijo que ya no vivías ahí. Nomás apareciste años después, en el funeral de la abuela, para darme el pésame. Venías rodeado de malandros. Ya eras importante, temido. Aunque no supe qué tanto hasta que sacaste a tu jefa de su casa y te la llevaste a tu nuevo rancho...

A VICENTE SE LE ENTRECORTAN las frases. Cástulo recuerda entonces sus primeras borracheras. Iguales que la de ahora: Vicente hablaba hasta que el trago lo vencía y quedaba pasmado, mirando la nada, para después soltar palabras enredadas con maldiciones y caer noqueado. A Cástulo, de decir parco, no le gustaba desperdiciar saliva. Por eso nomás bebía y escuchaba sin intervenir y al final, cuando Vicente caía, lo levantaba para llevarlo a su cama. Y salía rápido, porque ya no soportaba pasar tiempo en esa habitación. Borracheras de novatos que llegaron a su fin tras el hallazgo del cadáver. No podían repetirlas. Ambos habrían terminado ahogados en llanto por la muerta.

Mira a Vicente: apoyados los brazos en la mesa, ve la pared mientras de su boca salen palabras sin sonido. En estos instantes representa para él la imagen del fracaso, aunque tenga mujer e hijo y sea feliz. Cástulo es un triunfador, como lo predijo la madre de su amigo. Un hombre al que los demás obedecen. ¿Intercambiaría su existencia con él? Lo piensa y siente que se le revuelven las emociones. No está seguro. Ahora, por ejemplo, no

tendrá necesidad de servirle de muleta a Vicente para regresar a su casa de pobre. Bastará con que le dé la orden a Anacleto, y él enviará a los mozos para que se lo entreguen a Marisela en la mera puerta. Para eso es el que manda, ¿qué no? Pero Vicente dormirá al lado de la mujer que lo quiere y mañana mandará a su hijo a la escuela tras despeinarle el copete, antes de irse contento a trabajar. Cástulo mañana deberá soportar la cólera del patrón cuando le diga que no reclutó a un hombre como el que quería. Y ahora, al salir de la cantina, llegará al rancho y se acostará solo en su cama. No dormirá. Pensará hasta el amanecer en la madre de su amigo, en cómo habría sido su vida si no le hubieran matado al marido.

Por eso te repito que yo no le entro, Cástulo. Prefiero seguir siendo un pinche pobre diablo, pero vivo. Para ver por la Marisela y el huerco. No. No quiero que mi historia se repita. No soporto ni siquiera pensarlo. ¿Me entiendes, cabrón? ¿Me entiendes? Te entiendo, carnal, responde Cástulo. Y al momento de suspirar vuelve a sentir el olor a cigarro.

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