Enciendo la televisión. Un hombre con un rifle de asalto le dispara a alguien. Cambio el canal. Otro hombre dispara frenético un revólver contra personas que lo acosan. Sigo cambiando y en todos los canales aparecen hombres armados que atacan, se defienden o matan. Las balas vuelan de la ficción a la realidad. En Estados Unidos han sucedido 202 matanzas masivas en los cuatro meses que van del año, la más reciente en un centro comercial en Allen, Texas.
En México las matanzas son cosa de todos los días. En Serbia, un país donde las balaceras son muy raras desde el fin de la guerra (la última fue hace diez años), en dos días hubo dos matanzas que dejaron diecinueve muertos. El presidente Vucic, un derechista, anunció de modo sorpresivo: “Vamos a desarmar a Serbia”. Por desgracia, muy pocos seguirán ese ejemplo. En Estados Unidos, los campeones universales de la violencia armada, se acepta que ése es el “costo de la libertad”, se entierra a las víctimas con “pensamientos y plegarias” y se espera la siguiente carnicería.
En esta cultura de balas sin fin llegamos a John Wick 4, de Chad Stahelski, coescrita por Shay Hatten y Michael Finch. Una serie que ha creado un mundo, el Wickverso, a partir de una narrativa simple y austera como pretexto para la violencia coreográfica, la gimnasia armada, el Gun Fu (como arte marcial con pistolas), en un despliegue de deslumbrantes composiciones cinéticas y viscerales de peleas y matanzas. La estetización de la extrema violencia no viene aquí rodeada de justificaciones hipócritas o coloreada por la necesidad urgente de la protección de la sociedad o el pretexto del sacrificio por el bien público o la defensa moral de la civilidad. En el Wickverso, la violencia es constante, explosiva y extrema, sin embargo, es un mundo sin daño colateral (salvo en el caso del cachorro primigenio), donde la gente común no parece afectada.
El Estado se encuentra ausente, los mecanismos de represión y vigilancia han desaparecido. Es el universo opuesto al que ha creado en Estados Unidos la proliferación descontrolada de armas, fomentada por los fabricantes, los traficantes y los fascistas que cuentan con la permisividad cómplice de los legisladores y la mentalidad infantilizada estadunidense, con su compulsiva dependencia. En el Wickverso no hay atisbos racistas, pero sí un orden aristocrático, donde domina la Mesa Alta, una antigua, secreta y brutal organización criminal planetaria, melindrosamente ritual, que declara excomuniones y parece llevar siglos controlando asesinatos.
En esta ocasión la Mesa es dirigida por el Marqués (Bill Skarsgård), al mando de una anacrónica burocracia que opera como una base de control y un casino. Los miembros más conocidos de esta organización son Winston (Ian McShane), el administrador del Continental de Nueva York, su fiel conserje Charon (Lance Reddick, quien falleció recientemente) y el Rey de Bowery (Laurence Fish-burne), que se hace pasar por un líder de los sin hogar.
La serie ha creado el Wickverso, de una narrativa austera como pretexto para la violencia coreográfica
JOHN WICK (KEANU REEVES) es un asesino que, como todo mundo sabe, se reformó al enamorarse, pero perdió a su esposa por una enfermedad y regresó al oficio por culpa del hijo de uno de sus empleadores, que tuvo la osadía de robarle su auto y matar al cachorro que su esposa le dio como un regalo póstumo. A partir de entonces, Wick ha continuado matando asesinos por docena y ahora ha desafiado a la Mesa, por lo que le han vuelto a poner precio a su vida.
Podríamos decir que sus asesinatos son justificados, pero ésa no es una consideración de la trama. Wick es el Mikhail Baryshnikov del asesinato y el Michael Phelps del homicidio; un hombre que pasa de una escena a la siguiente recibiendo golpes, balas, cortadas y llaves que serían mortales para cualquier persona. Sin embargo, John sobrevive, se defiende y sigue asesinando. Su martirio sisifosiano es una extraña condena de dolor y tormento que Wick debe pagar.
En esta ocasión, al ser tirado por escaleras de Montmartre parece que estamos ante la mejor materialización de su penuria. Podríamos pensar que sus peleas son producto de la cultura de los videojuegos, pero también hay algo de Buster Keaton y mucho de las caricaturas del Correcaminos en sus acciones. En un frenesí insaciable, sin remordimiento ni justificación, Wick se ha vuelto el sinónimo de la venganza cosmética. Lo que hace décadas realizó Charles Bronson (en su serie Death Wish-El vengador anónimo, Michael Winner, 1974, 1982, 1985, Thompson, 1988 y Goldstein, 1994) y Clint Eastwood en Los imperdonables (Eastwood, 1992), lo hace hoy Wick.
LA NECESIDAD DE CONSTRUIR PERSONAJES y motivaciones creíbles resulta secundaria, esporádica o inexistente ante el loco frenesí por crear cautivantes escenas de violencia ininterrumpida, como el equivalente a los números musicales o pornográficos, con su propia lógica, estética y tema que definen esos géneros. A pesar de eso se van planteando alianzas, fraternidades y lealtades entre Wick y algunos de sus colegas asesinos en el mundo, como Caine (Donnie Yen), Shimazu Koji (Hiroyuki Sanada), Akira (Ri-na Sawayama) y el rastreador, asesino, Mr. Nobody (Shamier Anderson), con su maravilloso perro malinois belga. Todos estos personajes parecen adecuados para ser protagonistas de su propia serie derivada.
La fotografía de Dan Laustsen es brillante en su uso de zonas de “penumbra luminosa”, que deja áreas de ambigüedad en el cuadro. El uso del color ha sido fundamental en esta serie de cintas. Siempre hay una equivalencia visual con el estado emocional y las situaciones en que se encuentra John, las secuencias melancólicas en tonos apagados mientras que las de violencia extrema son iluminadas por destellos de neón, luces de autos, el sol del desierto. En cierta forma la elección de colores dramáticos y extremos recuerda el trabajo de Dario Argento y otros cineastas del género giallo.
Si bien esta entrega es superior a las anteriores en concepción visual, uso de la paleta de colores y puesta en escena de secuencias de peleas (Stahelski fue doble y le rinde homenaje a esa profesión) pierde lo más valioso de la serie: su simpleza, desfachatez irónica, brevedad y franqueza. En más de dos horas y cuarenta minutos pasamos del déjà vu a la reiteración, así como a incluir citas y paráfrasis un tanto innecesarias (la exhibición de artefactos bélicos donde sucede otra de las peleas).
Reeves pone en evidencia su gracia, determinación y carácter al crear un personaje de una masculinidad tan amenazante como vulnerable, taciturna y lacerada. Este cuarto capítulo parece realmente ser el final de algo, una reflexión y la pausa para un giro que vendrá en forma de variaciones sobre el tema que ya se anuncia con personajes secundarios (Ballerina, sin duda). De cualquier forma, el final ante la Basílica del Sagrado Corazón puede ser una forma gloriosa de culminar o una estupenda oportunidad para confirmar la imposibilidad del retiro de un asesino. O bien para meditar acerca de la diferencia entre la violencia armada en el mundo real y en esta fantasía fílmica.