El joven Novo contra el nacionalismo

En este 2022 se festeja el centenario del muralismo mexicano, derivado de la Revolución y del régimen que surgió de ella. Bajo el propósito de acercar sus propuestas a la plaza pública, fundó un periodo de efervescencia cultural que no pudo estar a salvo de contradicciones, al recrear una historia sublimada a la luz de la ideología socialista que no reflejaba la realidad del país, según apunta en este ensayo uno de sus críticos. En la ruta de la apuesta muralista, sus posturas se endurecieron y algunos debieron pagar las consecuencias. Entre ellos, el joven Salvador Novo —y, por extensión, el grupo de Contemporáneos—, en un caso que detallan las siguientes páginas. Volveremos al tema la próxima semana, con otro punto de vista disidente, desde las propias filas del movimiento.

Salvador Novo (1904-1974).
Salvador Novo (1904-1974). Fuente: facebook.com

A mi padre, en sus 80 años

Salvador Novo López nació el 30 de julio de 1904 en la Ciudad de México. Sus padres, Andrés Novo Blanco, de origen gallego, y Amelia López, zacatecana, se llevaban quince años de diferencia. Debido a los avatares económicos, don Andrés se mudó con la familia a Chihuahua y después a Torreón, para solicitar el apoyo económico de un tío de Amelia. El tío Francisco se había enriquecido comprando y rentando casas, a pesar de su proclividad al juego de cartas —en el que perdía dinero, a decir del autor.

En ese momento la violencia de la Revolución Mexicana estaba en apogeo. Un grupo de gavilleros asediaba el pueblo de nombre Jiménez y, aduciendo que buscaban a un federal, irrumpieron en la casa; Novo narra que fue el mismo Villa quien los lideraba. El tío Francisco y Andrés trataron de huir, pero los gavilleros mataron al tío y casi le disparan a su padre. Después del amargo episodio, éste partió a Estados Unidos y Novo abandonó la escuela refugiándose en las lecturas de la vasta biblioteca del tío asesinado.1 No es raro que años después le declarara a Emmanuel Carballo su desprecio por los caudillos:

han querido hacer de un espécimen, un género, lo cual es una aberración zoológica. A estos brutos —los revolucionarios como Zapata y Villa— los escritores los hicieron hombres, figuras: les concedieron la facultad de raciocinio, la conciencia de clase, la posibilidad de indignación y del amor ante determinadas circunstancias sociales. En otras palabras, los inventaron.2

Mientras su vida se normalizaba, Salvador notó que prefería la presencia de los niños a la de las niñas y llegó a tener juegos eróticos con algunos amigos. Después conoció a Napoleón, con quien creó un vínculo afectivo muy fuerte, y finalmente a otro chico que lo inició en las relaciones homosexuales. Por otra parte, su madre tenía la idea fija de que Salvador fuera doctor y eso tendría que llevarse a cabo en la ciudad, por lo cual regresaron y Novo ingresó a la Escuela Nacional Preparatoria.

La Ciudad de México experimentaba un momento decisivo: el Ateneo de la Juventud había sido desmembrado y sólo continuaban Julio Torri, Antonio Caso y Pedro Henríquez Ureña en las calles citadinas. Algunos de sus miembros, como Alfonso Reyes, José Vasconcelos y Martín Luis Guzmán, se encontraban en el extranjero, en un estado de zozobra política y personal. Al llegar Álvaro Obregón a la presidencia surgió cierta calma.

Aunque en la profundidad seguían los asesinatos (el de Villa, en 1923), extorsiones y batallas en el resto del país, en la capital hubo paz.3 Obregón invitó a José Vasconcelos —que acababa de llegar del exilio en Estados Unidos— a la reconstrucción del país y lo nombró rector de la Universidad Nacional. Un año después, a finales de 1921, se fundó la Secretaría de Educación Pública (SEP) y quedó a cargo del propio Vasconcelos. Fue un trabajo sin precedentes, al que se integraron jóvenes de la Escuela Nacional Preparatoria y de Jurisprudencia, quienes editaron revistas como El Maestro —dirigida por Vasconcelos—, a la que se agregaron La falange, Policromías y San-ev-ank, como señala Guillermo Sheridan en Los Contemporáneos ayer.4

La lectura de autores europeos los entusiasma y alerta ante el nacionalismo vasconcelista. Leen a Oscar Wilde con
fruición, traducen sus poemas

Vasconcelos nombró a Antonio Caso director de la Escuela Nacional Preparatoria, donde algunos estudiantes destacaban por su talento literario. Entre ellos, Jaime Torres Bodet (1902), ya secretario particular de Vasconcelos, y Carlos Pellicer Cámara (1897), enviado como representante de las Juventudes Mexicanas a Colombia y Venezuela. También estaban Bernardo Ortiz de Montellano y Enrique González Rojo (ambos de 1899), el primero, joven escritor, y el segundo, hijo de uno de los poetas más célebres del momento, Enrique González Martínez.

Entre esta generación sobresalía un tabasqueño brillantísimo, José Gorostiza Alcalá (1901). Xavier Villaurrutia (1903) y Salvador Novo (1904) conformaban la Generación bicápite. Los últimos en aparecer son dos poetas desgarbados y delgados como boxeadores de peso pluma, Gilberto Owen (1904) y Jorge Cuesta (1903). En realidad, el azar los reunió y las afinidades electivas los volvieron un grupo con algunos horizontes en común y una necesidad de rigor estético que los identificaba. Aunque, señala Gorostiza,

... [el] grupo no ha tenido ni tiene una existencia real. Fue formado en sus orígenes por una selección arbitraria de la crítica que sinceramente reconocía la imposibilidad de reducir a un denominador común concepciones tan diversas, si no tan contradictorias, de la poesía y que se convirtió más tarde en un todo homogéneo no en sí ni por sí, sino en la imaginación de gente inadvertida que prestaba a todos los componentes del grupo, por pura pereza mental, las ideas de uno solo de ellos, o bien, dentro del grupo mismo, en el orgullo de temperamentos solitarios que temían —aún deseándolo— que todos los demás no fuesen sus prosélitos.5

Hay que decir que, si ese grupo no existió, como señala Gorostiza en su respuesta a la conferencia de Villaurrutia “La poesía de los jóvenes de México”,6 sus miembros sí se agrupaban por características en común como el rigor, la curiosidad y la búsqueda de modernidad. Novo se adhiere a este “archipiélago de soledades” al hacer un estrecho vínculo con Villaurrutia, que conocía a los mayores. Guillermo Sheridan registra con minuciosidad:

Nunca en la historia de las letras mexicanas ha habido un escritor tan abundante y sanamente interesado en su propia persona o, mejor, en el personaje creado para contenerla, en una especie de interlocutor constante contra el cual echar a andar, ante la menor provocación, la máquina memoriosa [...] En oposición a Torres Bodet, no menos prolijo pero sí mucho más reservado y tortuoso, la autobiografía de Novo flota entre sus escritos periodísticos, sus textos juveniles, sus conferencias y, por supuesto, su poesía. El material allí desperdigado, paradójicamente, circula mucho más como literatura confesional que los bien ordenados tomos de Torres Bodet.7

De igual forma, Novo se aproximó a otro círculo de estudio que presidía el dominicano Pedro Henríquez Ureña, compuesto por Daniel Cosío Villegas y el nicaragüense Salomón de la Selva. El interés de Henríquez Ureña por las letras norteamericanas, particularmente la poesía, hizo eco en sus pupilos, quienes detectaron en ésta “la posibilidad de expropiar, para los fines de su propia lengua y dentro de su molde, la dicción poética angloamericana, como los modernistas habían ampliado inconmensurablemente el repertorio lírico castellano con recursos aprendidos en Francia”, señala José Emilio Pacheco, en cita de Sheridan.8 Así, el joven Salvador pudo agregar a su ya versado conocimiento literario a los autores que formaron parte de su primer libro, la antología de La poesía norteamericana moderna (1924).

El joven Novo contra el nacionalismo
El joven Novo contra el nacionalismo

“ARCHIPIÉLAGO DE SOLEDADES”

La complicidad, las recomendaciones de libros y las discusiones entre todo el grupo enriquecen el nivel literario y el análisis individual. Los vínculos y las relaciones se fortalecen por las reuniones en el Café París, ubicado en Cinco de Mayo y Bolívar.

Asimismo, la lectura de autores europeos los entusiasma y alerta ante el nacionalismo vasconcelista. Leen a Oscar Wilde con fruición, traducen sus poemas y cuentos. Se acercan a las novelas de André Gide y la vasta obra de Paul Valéry. Los subyugan las múltiples facetas de Jean Cocteau —como poeta, dramaturgo, cineasta, pintor y narrador— y rompen sus esquemas. Además, Cocteau los libera de cierto peso: el autor del Diario de un desconocido es pareja de Jean Marais, el portentoso actor del filme Orfeo.

Adquieren los ejemplares de la célebre Nouvelle Revue Française (NRF), dirigida de 1919 a 1925 por Jacques Rivière y, a partir de 1925, por Jean Paulhan. La NRF fue de las primeras en publicar a los suprarrealistas, lo mismo que a escritores politizados, sin importar que fueran de izquierda o derecha; Drieu la Rochelle y Malraux son ejemplo de ello. Suscitó el terreno propicio para el pensamiento crítico de la época. Su mayor mérito fue atraer a los cuatro más grandes escritores del siglo francés: Proust, Claudel, Valéry y Gide.

Es especialmente André Gide quien les va a influir en mayor medida por la desinhibición ante la homosexualidad. Obras como El inmoralista, Si el grano no muere o sus libros sobre Oscar Wilde o Dostoievsky, por no hablar de sus Diarios y, posteriormente, su Regreso de la URSS, los impactarán en gran medida.

Si para ese entonces ya se les ubicaba como los “Nuevos ateneístas” o “Los falangistas”, por la revista donde publicaban, ellos sentían una inclinación por el legado de la NRF, que les abría las puertas al mundo. Entre las diferentes versiones del origen del título “Contemporáneos”, que utilizarán para su publicación de 1928, sugiero que el título se debe a André Gide, que en el ambiente de la NRF era conocido como “le Contemporain capital” (“el Contemporáneo capital”), pues representaba un núcleo de actividades y posiciones artísticas. No descarto otras versiones. La sugerencia de Sheridan es interesante y vale la pena citarla:

La elección de “contemporaneidad” como propuesta y, a la vez, como autocalificativo, estaba más que sancionada. La elección en plural y en masculino, sin embargo, es la que se presta a la digresión. Contemporáneos ¿se refiere al grupo que deseaba hacer la revista?, ¿o a la supuesta actualidad de sus colaboradores? Y si la palabra no se tomaba en el sentido del tiempo, del latín contemporaneus (contigüidad en el tiempo), sino en el figurado de temporaneus (hacer algo a tiempo de conveniencia), de donde viene contemporeizar (acomodarse al gusto o al dictado ajeno por respeto u otro fin particular), ¿con quién o quiénes se trataba de contemporizar? [...] Novo, por su parte, insinúa que el nombre simplemente fue “tomado” del que usaban unas Éditions du Capitole en París en 1923 para su colección de literatura contemporánea, una suerte de eux mêmes (ellos mismos) de Gide, Maurras, Proust, etc. que se llamaba “Les Contemporains”.9

Sin embargo, considero que André Gide tuvo la preminencia suficiente como para legarles su epíteto a estos jóvenes intelectuales. Más allá de la labor vasconcelista, que pudo ser valiosa para grandes sectores del país, los Contemporáneos representaban otro aspecto de México, que se movía en una pista distinta a la de las masas de la nación. Señala con acierto Carlos Monsiváis:

Con Cuesta como caso muy aparte, los Contemporáneos no niegan explícitamente, más bien al contrario, la existencia de una “sensibilidad mexicana”, y no refutan las tesis del autoconocimiento nacionalista, así se burlen de ellas. Su distanciamiento de la tradición se produce en los poemas y sin teorización adjunta. Son, sí, orgullosamente “elitistas”, un modo como otros de visualizar una técnica defensiva ante el nacionalismo cultural y el antiintelectualismo. Durante un tiempo largo, el señalamiento de la importancia extrema de las obras de arte y las tendencias literarias que a la mayoría nada les dicen, es la empresa que, sin paradojas, amplía los límites del conocimiento.10

Cuando julio Jiménez Rueda los acusó por afeminamiento
de la literatura mexicana, Carlos Pellicer y José Gorostiza recularon. No así Salvador Novo

LA PUERTA A LA MODERNIDAD

En el contexto de Occidente tenía lugar una revolución artística notable y, a golpes de aldaba, la modernidad del siglo XX llegó a México. Lo real es que fueron estos jóvenes quienes le abrieron la puerta. Ante la exacerbación del nacionalismo y del sectarismo, buscaron edificar una notoriedad individual con base en la universalidad y en las nuevas manifestaciones artísticas. Neruda llama a los Contemporáneos “falsos brujos / existenciales, amapolas / surrealistas encendidas”,11 en alusión a que aspiraban a la poesía pura que el abate Brémond y el poeta español Juan Ramón Jiménez ejercían. Sin embargo, Neruda no los puede llamar “cándidos” ni “legos” en el dominio poético. Los Contemporáneos rehúyen los versos pródigos en ornamentaciones, buscan lo esencial de la lengua. Vale la pena retomar lo escrito por Monsiváis con agudeza:

Por más que se diga, no es tan extrema, ni siquiera en el caso de los Estridentistas, la oposición entre modernidad y tradición cultural. Los Contemporáneos no se sienten estrictamente vanguardistas, aunque lo son, porque si se afilian al concepto de vanguardia se dejan atrapar por una actitud escénica. Su dilema es cómo ser revolucionarios, el vocablo que acumula prestigios, si no creen en los métodos en curso: la virulencia y la gesticulación. Ellos no podrían escribir como los Estridentistas: “¡Muera el Cura Hidalgo! ¡Viva el mole de guajolote!”, ni emularían a Paul Klee: “Yo quiero ser como recién nacido, sin saber nada, absolutamente nada sobre Europa [...] Quiero ser casi un primitivo”. [A los Contemporáneos] les urge no ser primitivos, adueñarse de los recursos plenos de la civilización, no distraerse en ocurrencias.12

El muralismo había llamado la atención del mundo. Desde John Dos Passos hasta D. H. Lawrence se sintieron atraídos por lo que pasaba en México. Lawrence le pidió al secretario Vasconcelos que le concediera una entrevista. Sin embargo, a unos minutos de la hora acordada, éste canceló y el encuentro nunca se llevó a cabo.

La crítica de Lawrence al muralismo era muy válida, en el sentido de que algunos de los frescos de Rivera, Siqueiros y Orozco representaban un estado socialista, si no es que ya bolchevique, que no se sostenía en la realidad: “Esas representaciones de los indígenas no tenían otra utilidad: servir de símbolos en el guion utilizado por el socialismo y la anarquía”.13

La Revolución utilizaba la cosmovisión indígena, pero no la reivindicaba. Su camino iba por la línea institucional y no por una propiamente bolchevique, entonces, ¿por qué esa estética en los muros institucionales? Aunque se hablara de Revolución o de saldar cuentas con las comunidades indígenas, las reivindicaciones eran superficiales. Atacaban algunos síntomas sociales, pero no habían hecho el cambio de raíz, aunque lo peroraran y en la cantaleta radicara el nacionalismo que Vasconcelos promovía por vía de los pintores.

No obstante, tal como lo vería D. H. Lawrence, en el aspecto cultural de la Revolución había marcadas contradicciones. Vasconcelos buscaba un perfil nacionalista sin notar excesos como incorporar la imagen de Buda en los muros de la SEP, a la vez que retrataban el apotegma del comunismo, la hoz y el martillo. ¿Buda, Platón, De las Casas y Quetzalcóatl juntos, en serio?

El empuje nacionalista llegó en el discurso antes que en los hechos. En la faceta cultural, cerraba al ciudadano la puerta del cauce europeo del siglo XX, donde con una vivacidad y un dinamismo apabullantes, en la pintura, la danza, la música y la escultura se amalgamaba la renovación vanguardista, desde la liberación política hasta el cuestionamiento de los paradigmas artísticos y estéticos. Los nacionalistas querían cimentar un dique contra el espíritu de una época interdisciplinaria, que se planteaba los fenómenos de la personalidad sin estigmatizarlos. Es decir, en nuestro país se buscaba calcar (a decir de Reyes) el modelo soviético de forma sumisa. Sin negar que algunas obras del muralismo mexicano lograran imponerse, por rigor intelectual hay que decir que buscaban conducir en una sola dirección la sensibilidad del espectador, no proponerle un paseo artístico. De origen, la propuesta estética no era dialéctica, sino estática y anquilosada, ¡oh, pobre Marx!

Los Contemporáneos, como burócratas, participaron de la algarada vasconcelista. Jaime Torres Bodet preparó colecciones para bibliotecas y material para su manejo y cuidado; Novo dirigió el departamento de publicaciones de la SEP y la revista El Maestro Rural. Sin embargo, al manifestarse artísticamente —como individuos con una mente crítica e independiente— se resistieron a entregarse al plan estatal.

En 1925, cuando Julio Jiménez Rueda los acusó por un supuesto “afeminamiento de la literatura mexicana”,14 Carlos Pellicer y José Gorostiza recularon. No así el resto de ellos, en especial Salvador Novo y Jorge Cuesta, dos formas diferentes de rigor y criterio. Cuesta contestó que no era normal que un hombre se preocupara por la virilidad de otro hombre, aludiendo a Jiménez Rueda; ese tema, en todo caso, debería de interesarle a una mujer, no a un hombre. Los escritores virilistas y su discurso homofóbico dieron muestra de la pobreza de ideas que se daba en México. Siqueiros hablaba de “formar el alma del mexicano”,15 lo cual abría otra vertiente para la discusión, pues planteaba el ideal de una tarea contenida en el espíritu de la Revolución Mexicana que, en esencia, no fue otra cosa que una serie de traiciones y muertes a mansalva, más parecida a una novela negra que a un libro de civismo nacional. La mayoría de los caudillos murieron a traición, no en batalla. ¿Hacia dónde podían voltear los Contemporáneos buscando modelos heroicos o ejemplares? ¿Hacia la Rusia de Josef Stalin, con sus purgas internas y su persecución a León Trotsky? A Trotsky, sí, igual que a Victor Serge o a Tina Modotti, los cuales, sin faltar uno de ellos, encontraron la muerte en México, donde el estalinismo se había arraigado en algunos espacios. ¿Dónde quedaron las máximas del Manifiesto comunista, de Marx y Engels? ¿Dónde podríamos ver el paso de ese fantasma sin sectarismos que recorría Europa y pedía a los proletarios del mundo unirse? ¿En Siqueiros balaceando la casa de León Trotsky o en Diego Rivera yendo a Nueva York, muy bien pagado, para pintar el mural del edificio Rockefeller? —y no lo digo con sarcasmo.

Salvador Novo y Carlos Monsiváis (1938-2010), en los años sesenta.
Salvador Novo y Carlos Monsiváis (1938-2010), en los años sesenta.

RIVERA VS. NOVO Y LA DIEGADA

Diego Rivera publicó la sátira “Los rorros fachistas” en El Machete, el 4 de septiembre de 1924. Era la revista del Partido Comunista de México. A la publicación se le agregó un grabado de Orozco titulado Los Anales, que hizo escarnio de la homosexualidad de algunos de los Contemporáneos. La relación de Rivera con Villaurrutia y Novo no era mala, incluso llegaron a visitarlo en su casa y eran recibidos por su esposa, Lupe Marín. También llevaron a Jorge Cuesta en esas visitas. Éste fue el primer ataque de Rivera, pero bastó para romper la relación.

Esa pequeña guerra cultural duró varios años. Uno de los golpes más fuertes propinados a Novo por Rivera fue el despiadado retrato que hizo de él en la SEP, en el mural El que quiera comer que trabaje. Novo aparece vistiendo un suéter rosa, a cuatro patas, con orejas de burro, lentes y arpa caídos y la revista Contemporáneos en el suelo. Un cadete revolucionario le pone el zapato en las nalgas mientras una soldadera le da una escoba a una mujer con los rasgos predominantes de Antonieta Rivas Mercado, ojos caídos y nariz escurrida, mientras ve a su amigo abatido. La respuesta del escritor fue inmediata: preparó veintiocho cuartetos y varios sonetos que dio a conocer como La Diegada (1926), de una factura vitriólica. En estos versos, Novo saca a la luz la relación adúltera que Jorge Cuesta mantuvo con la esposa de Diego, Lupe Marín. Vale la pena ver un soneto y un cuarteto:

Cuando no quede muro sin tu huella,

recinto ni salón sin tu pintura,

exposición que escape a tu censura,

libro sin tu martillo ni tu estrella,

dejarás las ciudades por aquella

suave, serena, mágica dulzura,

que el rastrojo te ofrece en su verdura

y en sus hojas la alfalfa que descuella.

Retirarás al campo tu cordura,

y allí te mostrará naturaleza

un oficio mejor que la pintura.

Dispón el viaje ya. La lluvia empieza.

Tórnese tu agrarismo agricultura,

que ya puedes arar con la cabeza.

Y el cuarteto:

Dejemos a Diego que Rusia registre,

dejemos a Diego que el dedo se chupe,

vengamos a Jorge, que lápiz en ristre,

en tanto, ministre sus jugos a Lupe.

Considero que en La Diegada reside mucho del gran poeta que fue Novo. Incluso retomaría la pregunta que planteó Luis Felipe Fabre:

¿Podrían estos sonetos —al menos los que se conocen, pues muchos de ellos, a más de cuarenta años de la muerte de su autor, aún no han visto la luz— conformar la Gran Obra que tanto los críticos, como el mismo Novo, añoran o escatiman? ¿O por el contrario no son sino meros divertimentos, venenosos derrames, obscenos endecasílabos de ocasión que han caducado junto con las circunstancias que les dieron origen? Quizá ninguna de las dos o quizá las dos cosas a la vez.16

Agregaría que no se trata de ejercicios banales ni coyunturales, pues ahí se puede ver el gran mérito de Novo, la actualización del soneto y de gran parte del verso medido. Que incluso, sin perder el pie, le da una soltura a los sonetos que no tienen los de Villaurrutia ni de Cuesta. La forma de hacer nueva la poesía medida salta, más que a la vista, al oído. Sus sonetos son tersos como los de Garcilaso, Quevedo, Góngora o Sor Juana, ya que tienen una agilidad sensible para el lector del siglo XXI, al franquear el escollo del término arcaico. Esta cadencia y esta prosodia hacen que los poemas satíricos de Novo tengan una pátina de perfección. Y les agrega la belleza de la precisión de los términos al jugar con la polisemia, pero también con el lenguaje especializado, la jerga taurina o las referencias cultas, tal como sucede cuando alude a la obra de “don Luis el de Argote”. La renovación en el verso, sumado al efecto antisolemne o carente de escrúpulos, nos permite decir que Novo es autor de una de las obras poéticas más relevantes, no de Contemporáneos, sino del siglo XX.

Se puede ver el gran mérito de Novo, la actualización
del soneto. Sin perder el pie, le da una soltura que no tienen los de Villaurrutia

ATAQUE DESDE LA CÁMARA

No obstante, el de Rivera no sería el último ataque directo contra Novo y los Contemporáneos: el 31 de octubre de 1934, los escritores José Rubén Romero, Mauricio Magdaleno, Rafael F. Muñoz, Mariano Silva y Aceves, Renato Leduc, Juan O’Gorman, Xavier Icaza, Francisco L. Urquizo, Ermilo Abreu Gómez, Jesús Silva Herzog, Héctor Pérez Martínez y, de nuevo, Julio Jiménez Rueda, se presentaron en la Cámara de Diputados para constituir un Comité de Salud Pública y solicitar la depuración de contrarrevolucionarios y que

... se hagan extensivos sus acuerdos a los individuos de moralidad dudosa que están detentando puestos oficiales y los que, con sus actos afeminados, además de constituir un ejemplo punible, crean una atmósfera de corrupción que llega al extremo de impedir el arraigo de las virtudes viriles en la juventud [...] Si se combate la presencia del fanático, del reaccionario en las oficinas públicas, también debe combatirse la presencia del hermafrodita incapaz de identificarse con los trabajadores de la reforma social.17

Al respecto, la opinión de Carlos Monsiváis es oportuna:

Los Contemporáneos viven a fondo la contradicción [la novedad de la época o el rechazo del papel prefijado de los escritores]. ¿Cómo no ser parte de la Revolución y cómo no alejarse de un movimiento tan abusivamente llevado, tan cultivador de la demagogia? ¿Cómo no dudar de lo revolucionario, término poblado entonces de leyendas sangrientas y emociones feroces, y cómo no apreciar algunos de los grandes resultados del movimiento? El dilema se intensifica: ¿cómo soportar a una sociedad tan provinciana y no reconocer la energía y los beneficios del Estado emergente, cómo verificar los nuevos sentimientos, cómo no aceptar y no alarmarse ante un orden de cosas cuyos primeros heraldos son militarotes de mentalidades rústicas y depredadores o abogados rígidos y voraces? Coherencia y contradicción: estos jóvenes escritores aceptan una parte de la prédica oficial (con excepción de Cuesta, que critica el “clericalismo educativo” de Vasconcelos) y se apartan del bolivarismo (con excepción de Pellicer) y de la grandilocuencia mesiánica. Pero no logran prescindir del mecenazgo, y van de la protección de un ministro al apoyo de otro, son a la vez excluidos y protegidos, desarraigados y burócratas.18

A pesar de la pataleta de los escritores alarmados, que con el paso del tiempo dan pena ajena, a los Contemporáneos se les mantuvo en sus puestos. Cabe destacar que, en contraste con otros integrantes del grupo, estos señalamientos y vituperios parecen foguear a Salvador Novo. No sería aventurado pensar que esta suerte de metralla machista —de un verdadero humor involuntario, por sectaria y limitada— haya madurado el temple de aquel joven temeroso de años previos y lo haya vuelto un poeta al que se le escondía el bulto en la esgrima verbal.

Notas

1 Salvador Novo, La estatua de sal, prólogo de Carlos Monsiváis, FCE, México, 2008, pp. 75-76.

2 Emmanuel Carballo, “Entrevista con Salvador Novo”, en Carlos Monsiváis, Salvador Novo. Lo marginal en el centro, Era, México, 2018, p. 23.

3 Friedrich Katz, Pancho Villa, traducción de Paloma Villegas, tomo 2, Era, México, 2000, p. 318.

4 Guillermo Sheridan, Los Contemporáneos ayer, FCE, México, 2003, p. 57.

5 Ibid., pp. 167-168.

6 Xavier Villaurrutia, Obras. Poesía, Teatro, Prosas varias, Crítica, FCE, Letras Mexicanas, México, 2012, p. 819.

7 Sheridan, op. cit., p. 47. En este caso se refiere a La estatua de sal.

8 Ibid., p. 116.

9 Ibid., pp. 246-247. Y en particular sobre el nombre “Contemporáneos”, pp. 203-204.

10 Monsiváis, op. cit., p. 63.

11 Pablo Neruda, “Los poetas celestes”, en Canto general, Cátedra, España, 2002, pp. 318-319.

12 Monsiváis, op. cit., p. 62.

13 Philippe Ollé-Laprune, Los escritores vagabundos. Ensayos sobre la literatura nómada, traducción de Claudia Itzkowich y Héctor Iván González, Tusquets, México, pp. 182-184.

14 Monsiváis, op. cit., p. 74.

15 Cf. Guillermo Sheridan, México en 1932: La polémica nacionalista, Ediciones Sin Nombre-CNCA, México, 2004, p. 78.

16 Luis Felipe Fabre, Escribir con caca, Sexto Piso, México, 2017, p. 59.

17 Monsiváis, op. cit., pp. 75-76.

18 Ibid., p. 61.