Mi madre fue monárquica hasta la punta de sus dedos maltratados por el trabajo doméstico. No era la pompa y circunstancia de la corte de la Reina Isabel II lo que la cautivaba, sino al contrario. Como madre de clase media baja con tres hijos en un pequeño pueblo irlandés, estaba encantada, y seguramente satisfecha con la estudiada vulgaridad de la Reina y su familia. Cierto que el Príncipe Felipe era elegante, si no por su propio bien entonces, sin duda, por el bien de los otros, y que lucía y sonaba un poco como una especie de vividor. Pero era un hombre, y qué quedaba por hacer con los hombres, excepto tomarlos con humor y aguantar sus modos irresponsables y egoístas.
Los periódicos ingleses o, como dijo de modo sombrío el sacerdote en el púlpito, los periódicos que atravesaban el canal, no eran leídos en nuestra casa. Las noticias de la monarquía nos llegaban, principalmente, a través del radio. Cómo admirábamos el acento de cristal cortado de los lectores de noticias de la BBC, qué luz nostálgica infundía los ojos de mi madre cuando Alvar Lidell llegaba para asegurarnos que la Reina se hallaba en su palacio y tan saludable como una manzana.
Y luego, cuando íbamos al cine, teníamos los escandalosos boletines de Pathé News que
antecedían a la película. La excitación febril que enardecía a Bob Danvers-Walker cuando ambas realezas —con el entusiasmo jadeante de Bob—, la Reina y el Príncipe Felipe, se mezclaban en uno solo, mientras La-Reina-y-el-Príncipe-Felipe se dirigían al Castillo de Balmoral para sus vacaciones de verano, o hacia destinos extranjeros a bordo del Yate Real Britannia. Bob siempre hablaba con mayúsculas.
SIGUIENDO LOS PASOS de la pareja real venían el Príncipe Carlos y la Princesa Ana, benditos sean. Ya desde entonces Carlos lucía un aire de preocupación —estamos al final de los años cincuenta, y poníamos con cuidado el pie en los novedosos sesenta— mientras la robusta Ana era ya una centaurida [centauro hembra]. Nunca tuvieron en realidad el aspecto de niños, al menos no la clase de niños de un pequeño pueblo irlandés. Siempre lucían una elegancia sobrenatural, con sus limpios y pequeños abrigos, zapatos confortables e impolutos, los rostros restregados por la niñera real hasta casi borrar todo rasgo; la raya del peinado parecía grabada en sus cráneos con una herramienta.
Mi madre se preocupó por el pobre Carlos cuando se supo que sería enviado a estudiar a esa escuela de Gordonstoun. ¿Cuál era el problema con Eton, adonde todos los pudientes mandaban a sus futuros lords y patrones? Ella, mi madre, sólo sabía que Carlos no iba a ser feliz en Gordonstoun. ¿Acaso era un sitio para la realeza? El nombre tenía un timbre hollywoodesco, como Camelot o Brigadoon. El mismo Carlos lo llamaba Colditz1 con falda escocesa. ¿Quién iba a ser un príncipe?
Y, desde luego, la Princesa Margaret era una preocupación permanente. Vaya que era un terror. Podía usar pañoleta, vestir trajes coordinados y faldas tableadas que improvisaba con cobijas para caballos, tal como lo hacía su hermana, aunque todo mundo sabía que lo suyo eran las batas de seda pura con escotes pronunciados, las estolas de mink y los tacones de aguja. ¿Qué iba a pasar con ella? Había querido casarse con el como-podrías-llamarle agradable capitán de grupo, pero desde el principio fue un romance condenado, como todos sabíamos. Bueno, el tipo no sólo era un plebeyo, ¡también estaba divorciado! Aquello no sería permitido por la Reina, el Arzobispo de Canterbury, ni tampoco por mi madre.
ELLA, MI MADRE, tenía acceso directo a las noticias del Palacio a través de [las revistas] Woman, y la inexplicablemente menos favorecida Woman’s Own. En las brillantes páginas de estas comodidades domésticas para señoras, mi madre acompañaba a La-Reina-y-el-Príncipe-Felipe en sus visitas a festejos populares, sus caminatas por bosques y parques reales, o a las carreras de caballos donde el más reciente de Su Majestad, con tres años de edad, parecía siempre el máximo favorito. Había otros pasatiempos también excitantes, como la caza de ciervos en tierras altas o los safaris en Nuestras Lejanas Colonias.
¡Vaya con los tiempos reales! Lejos en verdad estaba la posibilidad de que entre los rostros pálidos y sonrientes del balcón del Palacio de Buckingham hubiera alguno oscuro, para no mencionar a un príncipe de cabellos que flamean entre muchos otros de raza mediterránea oscura2 —¿de dónde se coló ese gen?
Desde luego, inclusive en el apogeo de la monarquía se usaron parches, aunque nada comparado con los escándalos en los cuales la familia se las ha arreglado para empantanarse a lo largo de su reciente annus horribilis. Aquella Margaret, ahora, no ha cejado, hasta que por fin fue a casarse con un fotógrafo, un plebeyo o jardinero, por el amor de Dios. Además se sabía que a ella le gusta tomar una copa ocasional y no había problema, ya que la Reina Madre también es conocida por permitirse más de un ocasional gin and tonic.
"La familia real es el ejemplo soso de un privilegio desgastado. Los Windsor rehuyeron las formas de la realeza, excepto en ceremonias en que el público lo pide".
En todo caso, para mi madre y tantas otras madres como ella, La Reina y su familia representaban, en aquellos lejanos días registrados por los Lidells y los Danvers-Walkers y los escribas de Woman y Woman’s Own, el ideal mismo de la respetabilidad. La historia de los Windsor —quienes, como recordamos, se apellidaron Saxe-Coburg Gotha hasta 1917— es un cuento de hadas al mismo tiempo mágico y mundano, situado no al pie de un bosque en lo más oscuro de Europa Central, sino justo ahí, a la distancia de un viaje en ferry, en Ruritania-On-Sea.
La familia real es el ejemplo soso de un privilegio fantástico ligeramente desgastado. Con astucia, los Windsor rehuyeron las formas de la realeza, excepto en las ceremonias en que el público lo pide. Por lo demás, andan perdidos igual que cualquiera de nosotros. Como ahora sabemos, no hay mayor lugar común en [el bosque de] Windsor que la cacería.
Y tenemos otra palabra con R que aplica: reliability [confiabilidad]. Luego de la debacle que significó la señorita [Wallis] Simpson, la del apretón de Singapur3 y la abdicación que ella provocó, ¿acaso el Rey George y su Reina Isabel, la Reina Madre, no se convirtieron en la roca sobre la cual el imperio en su conjunto pudo apoyarse con segura tranquilidad? ¿Acaso ellos, el Rey y la Reina, no insistieron con valentía en permanecer en el Palacio de Buckingham durante el bombardeo del otoño de 1940, y con ellos la pequeña princesa, como una forma de mostrar su solidaridad con los londinenses en ese momento de prueba, dolor y pérdida? Vaya.
ME PREGUNTO qué hubiera hecho mi madre con la historia de la intriga en tiempos de guerra que me contó hace algunos años un amigo de un pueblo de las Tierras Medias [midlands]. Las llamaremos “Clonmillis”. En la tarde de un domingo de los años setenta, mi amigo llevó a su padre anciano a un paseo por el campo. En el camino pasaron por las puertas de una gran mansión, “Clonmillis Hall”, digamos.
—Ah —dijo el papá de mi amigo—, ahí es donde las princesas se quedaron durante el bombardeo.
Como es natural, mi amigo se fascinó. ¿Su padre estaba seguro de eso? Claro que sí, dijo el viejo. Mientras sus padres permanecieron en el Palacio de Buckingham, las dos chicas, de catorce y diez años, fueron trasladadas en secreto de Londres a las Tierras Medias de Irlanda, donde se hospedaron bajo el cuidado de un propietario local, un solterón brusco pero confiable por su discreción.
Mi amigo continuaba dudando. ¿Por qué su padre estaba enterado de esta información extraordinaria y potencialmente explosiva? Es muy fácil, dijo el viejo. Sólo un puñado de gente lo sabía —el embajador británico, desde luego, y el primer ministro de Irlanda, Éamon de Valera, y su maravillosamente titulado ministro de coordinación de medidas defensivas, Frank Aiken. En Clonmillis, el hombre que hubiera sido responsable de la seguridad de las princesas bebía fuerte y por lo tanto no merecía la confianza de un secreto tan sensible. En lugar de esto, se lo dijeron al segundo de a bordo, quien era, desde luego, el padre de mi amigo.
A través de los años se han hecho esfuerzos para confirmar la autenticidad de este fascinante episodio del tiempo de la guerra. Una noche, en una cena en Dublín, mi amigo se sentó al lado de una venerable dama inglesa que, se rumoraba, había trabajado para el servicio de inteligencia británico durante la guerra. Mi amigo le contó lo que su padre le había contado a él. Ella estaba fascinada y prometió investigarlo a su regreso a Inglaterra. La volvió a ver en Dublín algunos meses más tarde, pero cuando se le acercó, ella respondió con una sonrisa gélida y se fue rápidamente. El Acta de Secretos Oficiales aún obliga.
Cuando mi amigo me contó la historia, pensé que daría para un formidable guión cinematográfico, así que viajé a Londres y le propuse la idea a un productor de BBC Films. Él estaba entusiasmado, acordamos los términos y se elaboró un contrato. Luego Paul Burrell, el mayordomo de la Princesa Diana, publicó las controvertidas memorias de sus años con la familia real, y de inmediato BBC Films se asustó y canceló el proyecto. Raro. Sin lugar a dudas, raro.
Luego está el misterioso hueco en la visita de la reina a la República de Irlanda, en mayo de 2011, cuando Su Majestad desapareció de la atención pública toda una tarde. ¿A dónde fue? ¿Acaso dedicó una nostálgica visita a Clonmillis Hall y las escenas de su propia estancia en 1940?
NUNCA CONOCEREMOS los hechos de este asunto, o incluso si son hechos y no las inocuas fantasías de un hombre viejo. El padre de mi amigo murió hace mucho tiempo y no queda nadie para sustentar su historia de Las invitadas secretas. Pero a la vez, tampoco queda nadie para negarla. Uno podría preguntarle a ella misma, a Su Majestad, aunque por el momento está ocupada con otros asuntos.
¿Y qué pensaría mi madre de todo esto? Aunque ella no era amiga de la Gran Mansión, seguramente se habría emocionado al pensar en las princesas en peligro, trasladadas por el Mar de Irlanda hacia un lugar seguro en la Irlanda rural. Deseo que ella hubiera tenido la posibilidad de leer mi libro.
Fuente: The Irish Times,
1 de febrero, 2020.
Notas
1 Posiblemente se refiera al Castillo de Colditz, en Alemania, convertido por los nazis en campo de prisioneros. (N. del T.).
2 Melanochroi, según la clasificación decimonónica de Thomas Huxley. (N. del T.).
3 La expresión original, Singapore grip, alude a una técnica sexual ejercida en burdeles chinos que, supuestamente, Wallis Simpson aprendió. Fuente: elegance.com (N. del T.).