Joyce vs Proust: una cena en París

El tema de estas páginas, documentado por biógrafos y comentaristas, es el encuentro de dos pesos completos de la literatura del siglo XX, quienes coincidieron una noche, recuperada aquí no sólo a través de los testimonios sino también de la imaginación. En efecto, luego de unir las pistas de aquella cena en el Hotel Ritz, a punto de cumplir una centuria, Alejandro Toledo complementa la entrega con la traducción a un pasaje de La noche del mundo, novela de Patrick Roegiers —inédita en español—, que a la par de los hechos conocidos elabora una historia sustentada en la personalidad, la obra y, desde luego, los recursos narrativos de sus protagonistas.

Las puertas del Hotel Ritz.
Las puertas del Hotel Ritz. Foto: Fuente: Álbum Proust, Mondadori, Madrid, 1988.

Según Salvador Elizondo, se trata de una ecuación imposible: James Joyce y Marcel Proust. En tal caso, proponía el autor mexicano: Joyce versus Proust, como si se hablara de un match, una pelea de boxeo. A 732 páginas o siete tomos, añadiría yo, sin límite de tiempo... ¡Ah, el tiempo!

Lo cierto es que una vez, el 18 de mayo de 1922, Joyce y Proust compartieron mesa y transporte. ¿El motivo? Una cena en el Hotel Ritz organizada por el escritor inglés Sydney Schiff (cuyo nombre de pluma era Stephen Hudson) y su esposa Violet, conocidos patronos de las artes. Asistieron, además, el músico Igor Stravinski y el empresario de ballet Serguéi Diáguilev. Hay quien dice que la cena era para estos últimos, por el éxito de sus presentaciones en París. Pero había otros motivos para celebrar: Joyce había publicado en febrero su novela Ulises (editada por la librería Shakespeare and Company, que se ubicaba en la Rue de l’Odéon); y de Proust había aparecido a comienzos de mayo Sodoma y Gomorra II, un tomo más de la serie En busca del tiempo perdido. Asistió, también, el pintor español Pablo Picasso.

Hay muchas versiones sobre esa cena. Su realización es el primer hilo que ata el escritor belga Patrick Roegiers en La nuit du monde (La noche del mundo, 2010); la usa como pretexto para mezclar estilos o tropos joyceanos y proustianos. No recrea en detalle el suceso, sino imagina conversaciones que acaso pudieron suceder (en justicia poética), pero que no se dieron. Le interesan no las diferencias ni los desencuentros, sino las afinidades, lo común a los dos:

... el amor por la noche, la soledad, el deplorable estado de salud, la insularidad de sus personalidades, la amplitud de la obra, el amor por la lengua, pero también las fobias (las ratas para uno, los perros para el otro), el amor por las canciones (los dos adoran “Viens Poupoule”), todo los acerca.

Todo los acerca y todo, también, los separa... como vamos a ver más adelante.

El otro hilo (enhebrado en la segunda parte de la novela de Roegiers) será la muerte de Proust (ocurrida el 18 de noviembre del mismo año) y la asistencia de Joyce a los funerales de su colega. Ese episodio aún está muy lejano (de mayo a noviembre) y habrá que ir a él en otro momento; además, Roegiers proclama: “Los grandes escritores no mueren nunca”. Que así sea.

Céleste Albaret, la asistenta de Proust, confirma que esa cena fue una de las últimas salidas de su patrón y amigo. Recuerda una

... velada en el Ritz, a finales de mayo, organizada por sus amigos ingleses, la pareja Schiff, y a la que asistieron, si no me falla la memoria, entre otros muchos, Diáguilev, de los Ballets Rusos, y el escritor irlandés James Joyce, entonces muy poco conocido. (Monsieur Proust, Capitán Swing, Madrid, 2013, p. 384).

¿Cómo fue? ¿De qué hablaron? Veamos qué dicen los biógrafos de Joyce y Proust sobre aquella cena legendaria.

EN ESTA ESQUINA

¿Por cuál de los dos empezar? Voy al James Joyce de Richard Ellmann (Anagrama, Barcelona, 1982). Éste confirma que la fiesta fue en honor de Stravinski y Diáguilev. Dice que Joyce llegó tarde y tuvo que excusarse por no ir vestido de etiqueta; explicó que no tenía traje formal. “Para disimular su azoramiento, Joyce se dedicó a beber copiosamente” (p. 565 ).

En algún momento se abrió la puerta y apareció, envuelto en un abrigo de piel, Marcel Proust. Al verlo, Joyce pensó en el protagonista de Las aflicciones de Satanás, novela fáustica de Marie Corelli (publicada en 1895). Schiff había enterado a Proust de la reunión, pero no se atrevió a invitarlo por saber de sus dolencias. De último momento, éste decidió acudir. Schiff y su esposa fueron a recibirlo escoltados por Joyce. Se hicieron las presentaciones y éste se acomodó junto a Proust.

¿De qué hablaron? Ellmann presenta, primero, la versión (improbable) que dio William Carlos Williams (en su Autobiografía, publicada en 1928) de ese diálogo:

—Tengo dolores de cabeza todos los días. Mis ojos son terribles —habría dicho Joyce.

—Mi pobre estómago —replicó Proust—.

¿Qué voy a hacer? Me está matando. De hecho, tengo que irme enseguida.

—Yo me encuentro en la misma situación, me iré en cuanto encuentre alguien que me lleve del brazo. Adiós.

Charmé. ¡Oh, mi estómago! (citados por Ellman, éste y los siguientes pasajes, pp. 565-566).

Según Margaret Anderson (lo cuenta en My Thirty Year’s War, de 1930), editora de The Little Review, así fue la breve charla:

—Lamento no conocer la obra de Mr. Joyce —dijo Proust.

—Nunca he leído a M. Proust.

Y ya.

Otro personaje, Arthur Power (entrevistado por Ellmann), dice haber recibido del mismo Joyce la siguiente versión:

—¿Le gustan las trufas? —preguntó Joyce.

—Sí. Me gustan —respondió Proust.

También dirá Joyce, en esta ocasión a Jacques Mercanton (Les heures de James Joyce, 1967): “Proust sólo hablaba de duquesas, mientras que yo estaba más preocupado por las doncellas de éstas”.

Y a Frank Budgen (Further Recollections of James Joyce, 1956) le hará el autor irlandés el siguiente resumen:

Nuestra conversación consistió solamente en la palabra “no”. Proust me preguntó si conocía al duque tal. Yo le dije: “No”. Nuestra anfitriona preguntó a Proust si había leído la parte tal de Ulysses. Proust dijo: “No”. Y así. Naturalmente, era una situación imposible. Lo de Proust empezaba. Lo mío estaba terminando”.

Eso no fue todo. Proust pidió a los anfitriones que lo escoltaran a su casa y Joyce se metió en el mismo coche. Abrió la ventanilla y Schiff la cerró de inmediato para no perturbar a Proust, sensible a los cambios de temperatura. Al final, Marcel insistió en que James aprovechara el mismo taxi, y éste se negó.

Richard Ellmann entrevistó en 1954 a Samuel Beckett, quien dijo haber recibido el siguiente lamento joyceano sobre esa cena: “Si se nos hubiera permitido encontrarnos y hablar en algún lado...”, y concluye:

Sin embargo, resulta difícil imaginar sobre qué base podrían haber conversado. Joyce insistía en que la obra de Proust no tenía parecido alguno con la suya a pesar de que los críticos decían detectar similitudes. El estilo de Proust no impresionaba a Joyce; una vez que un amigo le preguntó si le parecía bueno, él dijo: “Los franceses creen que sí y, después de todo, tienen sus estándares, tienen a Chateaubriand y Rousseau. Pero los franceses están acostumbrados a las frases cortas, no a esa forma de escribir”.

También decía Joyce: “Proust, bodegón analítico. El lector termina la frase antes que él”.

Y recuerda Ellmann, en una nota al pie, una carta de octubre de 1922 de Joyce a Sylvia Beach, en la que le dice:

He podido corregir la primera mitad de Ulysses para la tercera edición y leer los tres primeros volúmenes recomendados por Mr. Schiff de À la Recherche des Ombrelles Perdues par Plusieurs Jeunes Filles en Fleurs du côté de chez Swann et Gomorrhée et Co, par Marcelle Proyce et James Joust.

En la traducción francesa de Ulises se le propuso a Joyce usar la proustiana palabra madeleine cuando se habla de unos pasteles compartidos por Molly y Leopold en los rododendros de Howth, y él pidió que se optara por el más neutro gâteau au cumin.

Cierra de esta manera Ellmann aquel episodio: “Proust murió el 18 de noviembre de 1922, y Joyce acudió al funeral”.

Proust pidió que lo escoltaran a casa y Joyce se metió en el mismo coche. Abrió la ventanilla y Schiff la cerró para no perturbar a Proust, sensible a los cambios de temperatura

Y EN ESTA OTRA

Por el otro lado, tenemos lo que cuenta George D. Painter, el biógrafo de Proust, sobre aquella velada. Dice:

El día 18 de mayo, después de asistir al estreno del Renard, de Stravinski, los Schiff ofrecieron una gran cena a Diáguilev y sus bailarines, así como a los cuatro hombres geniales a quienes ellos admiraban sobre todos los demás, a saber, Picasso, Stravinski, Proust y James Joyce (Marcel Proust 2: biografía 1904-1922, Alianza Editorial, Madrid, 1972, p. 526).

Fue, para Proust, una noche de variados desencuentros:

—¿Le gusta Beethoven? —preguntó a Stravinski.

—Lo detesto —respondió entonces el compositor.

—Pero sus últimos cuartetos...

—Son los peores que escribió (Painter, p. 527).

Joyce llegó a medianoche, “fatigado, y con atuendo impropio a la ocasión, ya que carecía de frac. Sentóse, hundió el rostro en las manos y se dedicó a beber champaña” (ibidem).

Recuerda Painter una carta de Joyce a un amigo, escrita en octubre de 1920, a los pocos meses de su llegada a París, en la que apuntaba:

He observado que hay gente que intenta solapadamente enfrentar a un escritor de aquí, un cierto M. Marcel Proust, con el firmante de esta carta. He leído algunas páginas debidas a él, y no me parecen indicativas de especial talento, pero tampoco hay que olvidar que soy un mal crítico (p. 528; el destinatario es Frank Budgen y la misiva puede leerse en James Joyce, Cartas escogidas, vol. II, Lumen, Barcelona, 1982, pp. 97-98).

Según Painter, Joyce se dirigió a la puerta cuando vio que Proust se disponía a partir con los Schiff:

Cuando estuvieron al interior del taxi de Odilon, Joyce abrió la ventanilla y prendió un cigarrillo, pero Sydney Schiff se apresuró a cerrar la primera y a pedir a Joyce que tirase el segundo. Joyce se quejó de la vista, y Proust del estómago. ¿Le gustaban a Joyce las trufas? Sí, le gustaban. ¿Conocía a la duquesa X? No, no la conocía (citados por Painter, éste y los siguientes pasajes, p. 528).

De nuevo aparece este diálogo:

—Lamento no conocer la obra de Mr. Joyce.

—Tampoco yo he leído a M. Proust.

Sigue Painter:

Cuando llegaron al 44 de la Rue Hamelin, Proust dijo a Schiff, educada pero firmemente: “Por favor, diga a Mr. Joyce que acepte que Odilon lo lleve a su casa”.

Este fue el modo en que se conocieron y se despidieron los dos más grandes novelistas del siglo XX.

Recuerda además el lamento de Joyce a Beckett (ya referido) y concluye:

La incapacidad de los escritores geniales para apreciar recíprocamente sus obras constituye un normal fenómeno de autoprotección que no debemos lamentar. Y ello es así por cuanto si uno de ellos se dejara dominar por la grandeza del otro, la suya propia quedaría menoscabada.

No sé si sea el caso. Luego refiere las varias alusiones a la novela de Proust en Finnegans Wake (comenzada en 1922 y publicada en 1939), “que, al igual que la de Proust, es de construcción circular o en espiral, y que al terminar vuelve a empezar”.

Quizá haya más afinidades. El tiempo recobrado de Proust ocurre en una jornada que es concentración de todo lo anterior, igual que Ulises cifra en un solo día, el 16 de junio de 1904, el pasado y el presente de una comunidad. Acaso ambos andaban, aunque con diferentes relojes, en busca de tiempos perdidos.

SUENA LA CAMPANA

El match, como muchas otras de las que han sido llamadas peleas del siglo, consistió más bien en varios rounds de sombra. Dos de los mayores escritores del siglo XX tuvieron un espacio de diálogo, pero este ocurrió en las peores condiciones.

Quizá esa noche Joyce ya estaba muy borracho. Y a Proust el tiempo, literal y literariamente, se le acababa: le quedaba un semestre de vida. Lo recuperó pocos días antes en sus cuadernos, al poner punto final a su gran ficción, pero lo perdió definitivamente al exhalar el último suspiro. Joyce y Proust, juntos un día, ¡ay!, ese 18 de mayo de 1922.