Kurtz en el Kremlin

Luego del número 341 de El Cultural, esta segunda entrega sobre el tema “De las letras a la guerra” responde a la devastación intensificada desde entonces por los designios de Vladímir Putin. Hoy ningún indicio apunta al final de los ataques contra Ucrania, y esa amenaza cumplida amaga al resto del mundo de maneras imprevisibles. Ante este panorama, convocamos de nuevo a la escritora barcelonesa y notable eslavista Marta Rebón, cuyo nuevo libro, El complejo de Caín. El “ser o no ser” de Ucrania bajo la sombra de Rusia (Ediciones Destino), comienza a circular en los primeros días de junio.

Kurtz en el Kremlin
Kurtz en el Kremlin Foto: Wilfried Pohnke/ pixabay.com

Por fin entiendo la utilidad del poder. El poder brinda una oportunidad a lo imposible. A partir de hoy y en lo sucesivo, mi libertad dejará de tener límites.

ALBERT CAMUS, CALÍGULA

Después de la primera fase de descolonización, que abarca la antigua URSS, empieza la segunda fase: la descolonización de la Federación Rusa.

RYSZARD KAPUSCINSKI, EL IMPERIO

“Me gustan los mapas porque mienten”. Cuando un verso como este lo compone un poeta de origen polaco, ese “mienten” adquiere ecos que atraviesan los siglos y resuena de un modo especial. Así empieza la última estrofa de uno de los poemas póstumos de Wisława Szymborska que, con su sobria ironía en la que siempre prima la singularidad del individuo, describe un mapa físico ajeno a la historia de violencia humana: “Fosas comunes y ruinas inesperadas / de eso nada en esta imagen”. ¡Qué alivio contemplar un mapa sólo dividido por el color de los elementos! El azul de océanos y lagos; el ocre de los desiertos; el blanco de las cimas montañosas o el verde de llanuras y bosques... Digo que es un alivio, porque por unos instantes nos permite descansar de la sintaxis de la frontera, que convierte la tierra firme en un mosaico artificial, cuyas líneas divisorias —cicatriz, grieta, trazo— son las marcas rapaces de nuestra forma de habitar el mundo. En los mapas políticos los colores de la naturaleza ceden a otros cuya única función es la de diferenciar Estados. “[Me gustan los mapas] porque despliegan en la mesa un mundo / que no es de este mundo”, concluye el poema.

Desde donde escribo estas líneas, en Cracovia, el lugar en que vivió y está enterrada la premio Nobel, la normalidad de la primavera se mezcla con la anomalía de la invasión militar en la vecina Ucrania, a la que se llega en un trayecto de pocas horas en tren desde la Estación Central. Otro escritor polaco muy reconocido, Andrzej Stasiuk, ironizaba sobre esta parte de Europa entre imperios antiguos —y no tanto— diciendo que no era sino una red de nudos ferroviarios. Para este autor residente en un pueblecito de los Cárpatos más próximo a Budapest que a Varsovia, vivir en Europa Oriental —y más en concreto en ese espacio cultural heredero de la antigua provincia austrohúngara de Galitzia, que abraza Cracovia, Lviv, Chernivtsí e Ivano-Frankivsk— es como vivir en una isla flotante, expuesto a los vientos y las corrientes, “pendiente a todas horas del cambio del tiempo”.

Y aunque esta mañana el verano parece haberse adelantado en la céntrica Plaza del Mercado de Cracovia, la más grande de origen medieval en Europa, el ambiente se percibe enrarecido, a la espera todos del próximo parte meteorológico por si se avecina tormenta en forma de escalada militar, y también por la angustia de los ucranianos aquí refugiados, cuya apresurada llegada desde el pasado 24 de febrero ha incrementado la población de la ciudad polaca en 23 por ciento. Si damos por bueno que Europa Oriental es una isla flotante, como dice Stasiuk, yo diría que esta parte del Viejo Continente es como una Venecia inundada periódicamente —a veces durante décadas e incluso siglos— por la acqua alta que empuja la fuerza gravitatoria de Rusia. E incluso cuando remite, deja tras de sí su salitre, que sigue dañando los cimientos, y la inquietante promesa de volver a acometer con fuerzas renovadas.

Rusia ha provocado movimientos inesperados, no sólo en países con una tradición de neutralidad más o menos larga. También ha propiciado el recosido de las relaciones ucrania-no-polacas, que se pusieron a prueba sobre todo en capítulos sangrientos del siglo pasado. Ahí están las obras de los poetas Zbigniew Herbert y Adam Zagajewski, ambos nacidos en Leópolis, marcadas por el mismo trayecto de los actuales refugiados que ellos hicieron de niños, aunque en otras circunstancias. Un viaje obligado de huida, pero también en cierto modo de olvido que ha tardado varias generaciones en recomponerse.

Así lo cuenta en Extraña para mí (Lost in Translation) la escritora y académica polaco-estadunidense Eva Hoffman, que nació en Cracovia después de que sus padres sobrevivieran al Holocausto ocultos en Ucrania:

“Parecía como si la guerra hubiera borrado no sólo el mundo literal en el cual vivieron [mis padres], sino también la relación que este hubiese podido tener con sus circunstancias presentes”. En 2016, ambos parlamentos, el polaco y el ucraniano, aún se cruzaban acusaciones sobre los crímenes respectivos, recurriendo al hoy devaluado concepto de genocidio.

Hacia el mediodía, bajo el monumento del poeta Adam Mickiewicz en la Plaza del Mercado, personas con banderas ucranianas y polacas se manifiestan. Nunca falta el himno ucraniano, cuya letra se inspira en la del polaco, y ambos hablan de supervivencia

HACIA EL MEDIODÍA, bajo el monumento del poeta Adam Mickiewicz en la Plaza del Mercado, personas con banderas ucranianas y algunas polacas se manifiestan y entonan cantos. Nunca falta el himno ucraniano, cuya letra de 1863 se inspira en la del polaco, y ambos hablan de supervivencia. Tanto el autor de la letra del ucraniano, Pavló Chubinski, como Mickiewicz saborearon las hieles del Imperio zarista. No, los escritores rusos no tienen el monopolio del exilio.

Esculturas e himnos invitan a hacer comparaciones. Ahora mismo nadie podría hacer algo similar junto a la escultura de Pushkin en Moscú, en una plaza con un largo historial de protestas civiles. Tampoco sostener una bandera ucraniana ni una pancarta de apoyo, ni siquiera un folio en blanco. Nada de hablar de vestirse de azul y amarillo, una combinación cromática sospechosa.

En cuanto al himno ruso, a finales de 2000 Putin recuperó la partitura del soviético, una medida criticada incluso por Yeltsin. En el documental Los testigos de Putin, el entonces candidato y sucesor a dedo para ocupar el Kremlin, todavía sin la maquinaria propagandística bien engrasada de la que dispone ahora, habló sin tapujos a la cámara del cineasta ruso Vitaly Manski sobre que era necesario recuperar cierta continuidad simbólica respecto a la era soviética como una forma de compensar el trauma de su disolución.

La letra del himno renueva viejas consignas asertivas, algo que no sorprende teniendo en cuenta que son obra, tanto la del soviético como la de la actual, de la misma persona —“nación sagrada”, “gloria a la unión milenaria de los pueblos”—, y recoge alusiones a las dimensiones del país, como si su vasta extensión le diera un estatus especial, en lo que parece un diálogo con el poema “Geografía rusa” de Fiódor Tiútchev, que imaginó unos confines portentosos del Imperio ruso: “del Nilo al Nevá, del Elba a China, del Volga al Éufrates, del Ganges al Danubio”. Parecería un gesto, el del himno, de poca importancia después de una década de darwinismo económico, pero, cuando menos, ha resultado profético.

A la lucha por la mera supervivencia se añadió la necesidad de definir qué era ser ruso —una identidad que durante siglos se asoció con ejercer la centralidad en el seno de un imperio multiétnico— para desarrollar una legislación sobre la nacionalidad. Después de 1991, 36 millones de rusos étnicos y 11 millones de rusohablantes que se identificaban con la cultura rusa quedaron fuera del actual territorio de la Federación, como en el norte de Kazajistán, el este de Ucrania y Crimea, al mismo tiempo que un 20 por ciento sí integrante pertenecía a otras minorías étnicas, resultado de las campañas de colonialismo interior lanzadas por Moscú en Siberia, el Cáucaso y Asia central. Aunque en un primer momento Rusia no hizo reclamaciones territoriales, estas regiones acabaron por convertirse en foco de la presión beligerante del Kremlin.

En la sátira postsoviética Generación P (de pizdets, “jodida”), que va sobre la reconversión de un joven de letras (Babilen Tatarski) a hombre de negocios, Víktor Pelevin captó ese estado de ansiedad identitaria a la busca de una idea de Rusia con la que explicarse al mundo y el sentimiento tan arraigado (y promovido) de desprecio percibido de los otros, así como de amor-odio a Occidente. Su jefe pregunta a Tatarski si cuando ha ido al extranjero se ha sentido humillado, y este responde que no, porque nunca ha salido de Rusia, a lo que el primero replica:

Me alegro. Porque cuando salgas, lo sentirás. Te lo digo así de claro: allí no nos consideran personas, más bien un pedazo de mierda o animales. Por supuesto, cuando estás en un Hilton y alquilas una planta entera, hacen cola para complacerte... Todo se debe a que vivimos de sus limosnas. Vemos sus películas, montamos en sus coches, incluso nos comemos su forraje. Y nosotros no producimos nada, si lo piensas bien, sólo cash... Creen que somos una especie de escoria cultural... Animales con dinero... ¡Pero nosotros somos Rusia! ¡Da miedo incluso pensarlo! ¡Qué gran país!... Es sólo que por el momento hemos perdido nuestras raíces debido a toda la mierda que está pasando... Antes teníamos ortodoxia, autocracia y nacionalidad. Luego vino el comunismo. Ahora todo eso se acabó, y la única idea que queda es el cash... Tiene que haber alguna idea rusa, bonita y sencilla, para que podamos exponérsela de forma clara y sencilla a esos malnacidos de Harvard.

La anexión de Crimea supuso la consolidación del giro ideológico a raíz de las Revoluciones de colores de la década de 2000 y la mutación de Rusia Unida, el partido de Vladímir Putin, en lo más parecido al partido único de la era anterior, sampleado con elementos de globalización y del dominio de las redes sociales. La tecnología de punta, los nuevos centros financieros o la organización de grandes eventos deportivos se mezclaron con la recuperación de las reliquias del pasado: la censura, la mitificación de la guerra, la creación de organizaciones juveniles patrióticas, la participación en conflictos bélicos no reconocidos, la retórica de los “agentes extranjeros” o el “quintacolumnismo”, etcétera. Y, a la vez, se erosionaba la convicción de que era posible el cambio mediante la acción política libre. La década de 1990 no había sentado las bases de la tan necesaria reevaluación de un legado histórico con demasiadas sombras para construir un futuro que no estuviera legitimado por la fuerza y el estatus.

En Oficio, Serguéi Dovlátov escribió acerca de la necesidad de ese proceso de aceptación: “Tenemos que derrotarnos a nosotros mismos. Derrotar al siervo y al cínico, al cobarde y al ignorante, al mojigato y al arribista que habitan dentro de nosotros”. Se necesitaban varias generaciones para cicatrizar un pasado de violencia, pero este proceso no se produjo. Es más, se ha rescatado el marco mental tóxico del colonialismo que ha recordado a Europa Oriental sus peores pesadillas. Por eso desde allí han llegado las voces más rotundas desde que explotó la primera bomba.

Kurtz en el Kremlin
Kurtz en el Kremlin ı Foto: shutterstock.com

EL MITO BÍBLICO de Caín y Abel arroja luz sobre lo ocurrido en Ucrania desde una lectura postcolonial. Zelenski respondió al discurso de Putin del 21 de febrero ante el Consejo de Seguridad de Rusia usando el paralelismo bíblico: “se olvidan de nosotros [los ucranianos] cuando hablan de la victoria sobre el fascismo, pero en otras ocasiones recuerdan que somos un pueblo hermano. Me parece que no es fraternal obrar así; más bien es la historia de Caín y Abel”. Tres días después, la madrugada del 24, Caín decidió asestar un golpe mortal a su hermano, porque se sentía víctima de una injusticia, y dirigió toda la rabia y el resentimiento, que entendía justificados, contra el más débil, Abel. A los ojos de Caín, este no merece compasión y el carácter prescindible que le impone a su existencia como nación o cultura lo lleva inscrito en su propio nombre, Abel, de havel, “soplo”, “aliento”, algo transitorio y fútil, “como la sombra que pasa”.

Como apuntó el semiólogo ruso Yuri Lotman, las tramas literarias occidentales tienden a explorar los patrones lógicos, mientras que las rusas se interesan más por lo accidental, como el número que decide la caprichosa ruleta (Dostoievski), el reencuentro de dos amantes en medio de una guerra civil (Pasternak) o el significado oculto del atropello de un guardavías que no ha visto que el tren retrocede (Tolstói). ¿Será que, en parte, nos seducen los personajes literarios rusos por su irracionalidad, la manera en que cada acción positiva y significativa que dan está rápidamente seguida, incluso de manera absurda, por decisiones incomprensibles que sabotean sus propios intereses, por su ir y venir de la elocuencia al sinsentido?

Puede que así se explique que prefiramos vestir nuestra incomprensión con un término impreciso y ambivalente: el de alma rusa. Y que, por eso, añado, sean más habituales los análisis del comportamiento de Rusia a partir de su política exterior, siempre reactiva, que los comentarios de su realidad interior, que prefiramos explicar una invasión sin fundamento, teñida de revisionismo histórico, con el ingreso de países de Europa Oriental en la estructura de la OTAN, o con la defensa rusa de “compatriotas” en otros territorios. En este momento Rusia se ha sumergido en un proceso de desconexión de consecuencias imprevisibles a largo plazo, empezando para su propia economía, otro legado que se dejará a la generación que sólo ha conocido a Putin en el poder.

A causa de su reiterada beligerancia, esta invasión ha hecho que pongamos por fin la lupa en el subtexto imperialista y rusocéntrico de su cultura, a la vez que ha resucitado el pasado de deportaciones, represión y aniquilamiento de otras naciones y minorías étnicas, dentro y fuera de la actual Federación de Rusia. Ni siquiera hoy leemos igual “El jinete de bronce” de Pushkin: ahora también nos fijamos en los primeros versos, que son un desprecio a los finlandeses y la justificación de su expulsión para construir la capital de Pedro I a orillas del Nevá. Y como un gesto de esta nueva sensibilidad, en la producción de Las tres hermanas del Narodowy Stary Teatr de Cracovia, Moscú ya no aparece temporalmente como la ciudad deseada o el paraíso perdido, sino Kyiv.

La valentía de Ucrania nos ha obligado a plantearnos un importante what if: ¿Y si Abel se defiende y no permite que Caín se salga con la suya? ¿Quién ayudará a Abel en su derecho a la legítima defensa? ¿Cuál será entonces la marca de Caín? ¿Acaso la seguridad percibida de Abel no es tan importante como la de Caín? ¿No puede el primero tomar decisiones sobre su futuro al margen del que se hace llamar “hermano”? Estas preguntas han dejado obsoleta la vieja geopolítica, aquella que sólo entiende la toma de decisiones entre potencias militares o antiguos imperios, la que acepta de buenas a primeras que una guerra ilegal puede conseguir siempre como contrapartida un acuerdo de paz ventajoso.

Esta invasión ha hecho que pongamos por fin la lupa en el subtexto imperialista y rusocéntrico de su cultura, a la vez que ha resucitado el pasado de deportaciones, represión

ESTAR AHORA EN CRACOVIA también ha sido para mí volver a Joseph Conrad. Fue entre sus murallas históricas donde este escritor, nacido en la ucraniana Berdýchiv, empezó “a entender las cosas, a construir afectos, a acumular recuerdos”. Su juventud estuvo marcada por el activismo político de su padre bajo el Imperio ruso, que le costó la deportación a Siberia. Quedó huérfano a los doce años. La emigración a Inglaterra le salvó del servicio militar y, con ello, de ser enviado a la guerra de rusos contra otomanos. Después de sufrir el imperialismo del Este conoció de primera mano la brutalidad del colonialismo del Oeste. De ella emerge Kurtz, el siniestro y fanático personaje de El corazón de las tinieblas, que despierta la admiración por su poder y su disposición a utilizarlo, pero que entra en una espiral paranoica. Su informe-panfleto para la “eliminación de las costumbres salvajes” es una justificación de la “acción civilizadora” por la vía de la violencia. “Toda Europa participó en la educación de Kurtz”, añade Conrad. Cuando vuelvo ahora a sus últimas palabras, “¡El horror! ¡El horror!”, veo una ciudad ucraniana, un cuerpo mutilado.

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