La marcha de los orcos

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Foto: larazondemexico

LSD. Es una moneda al aire. Nunca sabes a qué te vas a enfrentar. Un mal viaje, una experiencia mística o bien horas y horas de introspección que te van a sumergir en ti mismo mientras a tu alrededor se celebra una de las mejores fiestas de la temporada.

Existen lugares para estar bajo los efectos del ácido y lugares para no estar bajo sus efectos. Como por ejemplo hasta adelante en un concierto de NIN embarrado contra la valla. Y quién creen que se puso en esa situación para variar. Su seguro servibar. Ojo, no quiero decir que la música de NIN y el aceite no casen. Al contrario. Pero ya saben cómo es el viaje, uno no tolera la proximidad. Y estar naufragando en medio del mar de carne no es algo que se le antoje a uno precisamente mientras está tripeado.

El Corona Capital parecía un enorme tianguis. Era como un domingo en La Lagunilla pero sin chelas a cien varos. Me acerqué al escenario Doritos y vi una llanura vacía. Incauto, todavía no sabía que me había pegado el ácido ni qué tan potente era, comencé a caminar hasta quedar a tres metros del escenario. Hacía unos minutos había terminado el show de The War on Drugs y se había producido la típica desbandada.

Éramos unos cuantos, ni siquiera tantos como para llenar un metrobús, los que aguardábamos. La atmósfera era de día de campo. La gente se daba el lujo de ir al baño y regresar sin temor a perder su lugar. Entonces el espacio se fue ocupando como un rompecabezas de miles de piezas. Y así como piezas la gente fue ocupando cada hueco. Y aunque estaba lejos de sentir incomodidad, el apretujamiento ya era digno del metro a la hora pico.

No era paranoia, era simple instinto de supervivencia. Tanta gente a mi alrededor no era saludable. Pero fue sólo una sospecha, porque en realidad no sentía ansiedad alguna. Decidí abortar la misión. Desprenderme de la masa y atestiguar el concierto desde atrás. Antes de darme media vuelta alcé la vista al cielo y vi a los árboles tocar la punta de mi nariz a pesar de que se encontraban a cientos de metros de distancia. En la madre, ya me pegó, me dije y en ese justo momento comenzó a sonar “Silence” de Portishead. Cinco segundos después Trent Reznor apareció en el escenario.

Desde que Reznor escupió los primeros versos de “Mr. Self Destruct” supe que esta vez sería distinto. El asomo de desesperación se esfumó y comencé a experimentar regocijo. Entendí, por primera vez en mis cuarenta años de vida, a lo que se refieren con la frase un extraño en el paraíso. Se suponía que no debería estar ahí. Incluso en sobriedad sería una exigencia enorme. Pero el ácido me dio la oportunidad: órale güey, métete a los putazos.

"A mi lado todos eran hombres. Gordos, peludos, Y prietos. vestidos con botas y cadenas".

Había asistido al festival con varios amigos, pero como sucede a la hora de la verdad, los perdí para quedarme con el ácido como único compañero. El LSD a veces te aconseja, a veces te regaña, a veces te vuelve dócil, pero casi nunca te manda a la pelea. Y aquella noche a mí me gritó al oído: salta, cabrón, salta, chingada madre.

Y me entregué al mosh pit.

Cuando comenzó a sonar “March of the Pigs” observé a mi alrededor y vi a quienes me rodeaban en todo su esplendor. Era un regimiento de orcos. Y lo digo sin metáforas. A mi lado todos eran hombres. Gordos, peludos, greñudos y prietos. Vestidos con botas y cadenas. Pero no era una vil demostración de testosterona. Era un asunto animal, irracional. Sólo un par de chicas, bastante guapas, quienes sosteniéndose a codazos cantaban de memoria las letras de todas las canciones. De los orcos manaba una peste que marchitaría un campo de mariguana de varias hectáreas. Y así, entre pedos y olor a sobaco viví con fascinación y asco uno de mis mejores viajes de ácido.

En “Closer” una de las chicas perdió su chamarra, fue arrastrada por la danza. Gimoteó apenas dos segundos y continúo debatiéndose entre los bultos de sudor. Y así como se fue la prenda volvió acarreada por la inercia. La chica gritó de felicidad. Nadie se la devolvió, la chamarra como si tuviera vida propia regresó a sus manos. “The Perfect Drug” terminó de santificar mi comunión con el ácido. En ese momento estaba resultando mejor que la cocaína, tomen eso colombianos.

En “Copy of A” bailé mientras las ramas de los árboles lamían mi frente. Pero toda aquella energía se apaciguó de un momento a otro cuando sonó “Hurt”. Todas mis seguridades se vinieron abajo. Experimenté un leve mareo. Pero no me caí. El concierto terminó y yo me quedé ahí, solo, mientras la gente se marchaba, disfrutando de mi propio vértigo.

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