La nueva amenaza en marcha

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Foto: larazondemexico

La experiencia nos enseña que hay padecimientos puramente individuales, como los traumatismos; otros que parecen existir sólo en quienes habitan ciertas regiones del planeta (por ejemplo, algunas parasitosis); otros afectan a miembros de determinadas familias o grupos étnicos (disfunciones genéticas); y otros, en fin, que afligen a multitudes, se esparcen por el mundo sin respetar fronteras y arrasan con todos por igual, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, ricos y pobres, humildes y poderosos. Son las epidemias: enfermedades que se propagan cual mortífera irradiación; diríase un incendio. Pero aun estos padecimientos, que encienden la alarma en el corazón humano, suelen mantenerse dentro de ciertos límites. La historia consigna relatos de epidemias que aniquilaron a sociedades enteras y que sin embargo se detuvieron espontáneamente.

No se conocía su origen y no había forma de curarlas; causaban enorme devastación, pero terminaban extinguiéndose. Así sucedió con la llamada peste de Atenas, de que habló Tucídides, cuya natu-raleza sigue siendo tema de debate entre eruditos. Así sucedió también con sucesivas epidemias de tifo, antes de que se conociera su causa, una bacteria (Rickettsia prowazekii), o su agente transmisor, el piojo (Pediculus humanus). ¿Y qué decir de la terrible peste bubónica? No hay ninguna mención de este horrendo mal antes del reinado del Emperador Justiniano (de 527 a 565 d. C.), pero después embistió a la humanidad en cruentas, sucesivas oleadas. Sin embargo, cada embate cesó antes de que se conociera su causa o alguna forma de protección. Como si a la feroz epidemia se le hubieran terminado las flechas o las balas que disparaba contra los humanos, o como si hiciera un alto para reponer sus fuerzas y recargar sus armas antes de emprender un nuevo asalto.

Así pues, unas epidemias desaparecieron del mundo sin dejar rastro; no sabemos ni qué cosa eran, ni qué fue de ellas. Otras recurrieron, pero no llegaron hasta nosotros. Sin embargo, ¿quién puede asegurarnos que siempre será así? A ningún mortal le es concedido el don de adivinar el futuro. El estudioso Emile Littré (1801-1881) hacía notar que ciertas especies animales han desaparecido del mundo por completo.1 Los paleontólogos nos muestran la evidencia concreta: fósiles que comprueban la existencia, en el pasado remoto, de animales hoy extintos. Que lo mismo suceda a la especie humana es algo que nuestra ingénita arrogancia nos impele a rechazar. “El rey de la Creación,” nos decimos, “amo y señor de la Naturaleza por decreto divino, no puede desaparecer así como así”. Pero a poco de reflexionar concluimos que, si bien improbable, la desaparición total de la especie humana no es imposible. (Y ni siquiera podemos decir que el orden del universo sufriría gran menoscabo con esa pérdida —un punto debatible). De ahí el miedo que inspira la llegada de una nueva epidemia con características de gran infectividad y de la cual es mucho lo que se ignora.

"Si bien improbable, la desaparición de la especie humana no es imposible. Y ni siquiera podemos decir que el orden del universo sufriría gran menoscabo".

LA NUEVA AMENAZA está aquí: es un virus que se detectó por primera vez a fines del año 2019 en la ciudad de Wuhan, provincia de Hubei, China. Se le llamó Covid-19 (por su denominación abreviada en inglés, Coronavirus disease, 2019). Pertenece a la familia de coronavirus comunes en murciélagos, camellos, ganado y gatos. Se piensa que llegó al hombre a través de alimentos contaminados con guano u otro producto biológico de murciélagos, ya que el foco original de la enfermedad pudo rastrearse hasta un mercado de mariscos en Wuhan, frecuentado por murciélagos. La actividad humana está cambiando el clima y modificando el ambiente ecológico. Ésta es la causa de que padecimientos que antes desconocíamos o que permanecían confinados a otras especies animales ahora se manifiestan en el ser humano (zoonosis). Es predecible que, en el futuro, otras zoonosis habrán de manifestarse entre nosotros.

Los coronavirus rara vez atacan al hombre, y cuando lo hacen producen infecciones respiratorias. Cuatro especies producen síntomas de gripe, generalmente poco intensa cuando el enfermo no padece de inmunodeficiencia. Pero otras dos especies producen enfermedad seria, a veces mortal.2 En el ambiente médico se les conoce por sus siglas en inglés. Tal el SARS-CoV (Severe Acute Respiratory Syndrome) o síndrome de afección respiratoria severa, que generó serios brotes epidémicos en 2002 y 2003 en la provincia de Guangdong, China. Otra cepa de coronavirus causa el MERS-CoV (Middle Eastern Respiratory Syndrome) o síndrome respiratorio del Medio Oriente, que se identificó en 2012 en un hombre con pulmonía en Arabia Saudita. Es vital reconocer la semejanza de estas enfermedades con la del recién descubierto Covid-19: todas son dolencias producidas por virus de la misma familia y exhiben rasgos clínicos comunes.

Los síntomas de la enfermedad por Covid-19 son fiebre (la mitad de los en-fermos al principio, pero la mayoría, el 88.7  %, en el curso de la enfermedad) y tos (67.8  %), frecuentemente con expectoración, aunque seca al principio. Los casos graves desarrollan dificultad respiratoria y las imágenes radiográficas de los pulmones muestran, por tomografía computarizada, zonas opacas con aspecto de “vidrio esmerilado”. En contados casos, este aspecto radiográfico puede faltar (2.9 %), aun habiendo síntomas graves. Una minoría de pacientes manifiesta diarrea (3.8  %) y vómito.3

El curso de la enfermedad en SARS y Covid-19 es similar. Generalmente transcurren entre ocho y veinte días, a partir de la aparición de los primeros síntomas, antes de sobrevenir una seria dificultad respiratoria. Pero hay también diferencias importantes. Sobre todo, la infectividad del Covid-19 es considerablemente más alta que la del SARS. Esa epidemia de 2003 causó 774 muertes entre 8,098 casos de infección reportados, y aunque se registraron casos en 26 países, la mayoría se concentró en cinco regiones: China, Taiwán, Hong Kong, Singapur y Toronto, Canadá. Para julio de 2003 —en cosa de ocho meses— la epidemia de SARS ya estaba bajo control.4 Pero la agresividad del Covid-19 es mucho más preocupante, como veremos.

[caption id="attachment_1130027" align="aligncenter" width="468"] La gran peste de Londres en 1665. Fuente: fineartamerica.com[/caption]

LA CONSTITUCIÓN NOVEDOSA de este nuevo tipo de coronavirus hace que el organismo humano no esté preparado para combatirlo eficazmente, lo cual a su vez facilita su transmisión rápida de persona a persona. Mientras que los pacientes con SARS en general no fueron contagiosos antes de manifestar síntomas, hay evidencia de que el Covid-19 se exporta hasta en fase presintomática, haciendo más difícil la detección de casos en una colectividad. El virus se disemina a través de las diminutas gotas de saliva o mucosidad expelidas por un individuo infectado al toser, estornudar o simplemente hablar. Estas gotas minúsculas se depositan en diversas superficies y el virus permanece viable en ellas por tiempos que varían entre horas y días, según la superficie receptora. De ahí la urgente necesidad de lavarse las manos con frecuencia, para reducir el muy alto riesgo de contagio.

Los primeros casos en Wuhan se reportaron el 29 de diciembre de 2019. Apenas un mes más tarde, el 30 de enero de 2020, el Covid-19 se reconocía internacionalmente como una emergencia de salud pública y el 11 de marzo de 2020, el director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), declaraba que la enfermedad producida por este virus existía ya en 114 países y afectaba a más de 118 mil personas. El nombre de pandemia quedaba plenamente justificado. Al propio tiempo, el director de la OMS expresaba su “profunda preocupación por los alarmantes niveles de difusión y severidad (de la enfermedad), a la par de los alarmantes niveles de inacción” (de las autoridades sanitarias en todo el mundo).

Un estudioso de las epidemias, Charles Rosenberg,5 ha tratado de construir una especie de arquetipo conceptual de lo que constituye una epidemia. Advirtió que este término se trivializa, se usa impensadamente, divorciado de sus profundas raíces emocionales, como cuando se habla de una epidemia de obesidad, de drogadicción o de accidentes automovilísticos. La tremenda realidad varias veces milenaria que subyace al vocablo es el miedo a la muerte: una muerte temprana, más o menos súbita y que afecta a muchos miembros del grupo al cual pertenecemos. Esto es lo que verdaderamente remueve nuestras entrañas al pronunciar o al oír la palabra epidemia, no la obesidad, o las drogas, o los autos chocados. Además, la idea conlleva la noción de tensión creciente y eventual resolución. Como quedó dicho, las epidemias matan sin piedad y después se desvanecen. Pero antes de su terminación, el número de muertes que provocan puede ser altísimo. Es por eso que el rápido avance de la nueva epidemia constituye un legítimo motivo de alarma.

Una amenaza mortal que pende, como la espada de Damocles, sobre los seres humanos y ejerce un efecto revelador: descubre qué es lo que verdaderamente le importa a la gente; saca a la superficie pasiones ignominiosas, conflictos vergonzantes y complejos celosamente encubiertos. Un aspecto dramático de esta reacción es la búsqueda de un chivo expiatorio. De lo más profundo del subconsciente de las víctimas —aterrorizadas por las muertes que ven ocurrir a diestra y siniestra— surge la disparatada necesidad emocional de ofrecer a los dioses un sacrificio expiatorio para calmar la ira divina. En el pasado, las suplicaciones tomaban la forma de procesiones religiosas, rogativas y letanías expiatorias. No siempre servían: en el siglo VI, el papa Pelagio II (quien fue jerarca católico de 579 a 590) se colapsó en medio de una misa de suplicación durante un brote de peste, y el obispo e historiador Gregorio de Tours afirma que vio ochenta feligreses caer muertos durante el servicio religioso.

"En las catástrofes siempre se ha buscado alguien a quiÉn culpar, sobre quiÉn fijar el mal que nos aqueja. Éste suele ser Un extranjero".

EN LAS CATÁSTROFES MASIVAS siempre se ha buscado alguien a quién culpar, a quién transferir y sobre quién fijar mágicamente el mal que nos aqueja. Éste suele ser un extranjero; es el Otro, el que está fuera de la sociedad. En la Edad Media, los judíos fueron tenidos por culpables de epidemias y otras desgracias colectivas. Hoy día, la historia se repite: los diarios estadunidenses reportan delitos de inspi-ración racista durante la epidemia. Personas de aspecto asiático sufren insultos en la calle; hay necios que les gritan: “¡Regresa a tu país! ¡Nos traes la enfermedad!” o “¡Llévate a China tu maldito virus!”, y a veces los agreden físicamente. La hostilidad contra los chinos en Estados Unidos no es nueva: se vio durante la epidemia de peste en San Francisco en 1900, durante la epidemia de SARS en 2003, y hoy se repite con la propagación de Covid-19.

Por desgracia, un gobierno insensible y ultranacionalista no ayuda a restaurar la cordura en tiempos de crisis. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, frecuentemente se refiere al Covid-19 como el virus extranjero (the foreign virus); el secretario de Estado, Mike Pompeo, usa la expresión el virus de Wuhan, mientras el diputado republicano Kevin McCarthy suele hablar del coronavirus chino, exacerbando así el prejuicio xenofóbico entre las masas ignorantes.

Tampoco se crea que los chinos se han quedado callados. Zhao Lijian, portavoz del gobierno chino, ha propalado una versión según la cual los estadunidenses fueron quienes introdujeron el virus a China, cuando enviaron un grupo de más de 280 personas a una competencia deportiva internacional (los Military World Games) en Wuhan, en octubre 2019, antes de que se reportara el primer brote de la epidemia.6 Hay también la hipótesis de que el virus se originó en el pangolín, un mamífero desdentado en peligro de extinción, del orden Pholidota, cuyo cuerpo está cubierto de escamas que se erizan cuando el animal se enrolla en bola para defenderse. Su carne y escamas se usan en la medicina tradicional china.

[caption id="attachment_1130028" align="alignnone" width="696"] Fuente: vox.com[/caption]

PUESTO QUE NO EXISTEN actualmente vacunas ni tratamientos específicos contra el Covid-19 (y aunque se descubrieran mañana, no estarían disponibles para uso masivo antes de un año o año y medio, de acuerdo con el doctor Anthony Fauci, jefe de la División de Alergia y Enfermedades Infecciosas del Instituto Nacional de la Salud en Estados Unidos), no queda más que recurrir a las únicas medidas por ahora capaces de mitigar la proliferación de los contagios. Éstas son: el aislamiento, es decir, la separación de los enfermos y los individuos no infectados; la cuarentena; la separación física en el trato consuetudinario interpersonal (no saludarse de manos, no abrazarse, evitar toda proximidad de menos de dos metros entre personas); y medidas diseñadas para evitar las aglomeraciones, como cerrar escuelas, teatros, estadios, bares, restaurantes, y cancelar las reuniones públicas. Conviene reiterar aquí la importancia crucial del frecuente lavado de manos.

Nótese que no se habla ya de contención propiamente dicha de la enferme-dad. En el momento en que esto se escribe, se ha llegado a la certeza de que es demasiado tarde para impedir la diseminación de casos individuales. Hoy se aspira únicamente a la mitigación de la enfermedad, es decir, a desacelerar su rapidísima multiplicación exponencial en la comunidad. El objetivo es reducir el número promedio de casos secundarios que cada persona infectada genera, y así reducir el pico de incidencia de la enfermedad. Con esto se pretende minimizar el impacto sobre los servicios públicos, el cual puede añadir una dimensión trágica al ya serio problema. Por ejemplo, si el número de enfermos graves excede con mucho al número de camas, ventiladores mecánicos, respiradores, tanques de oxígeno, enfermeras y otros elementos disponibles en los hospitales, ¿qué sucedería? Los mé-dicos, los administradores del hospital, se verían obligados a imponer criterios selectivos para atender a los enfermos (lo que en inglés y en francés se llama triage). Un médico o cualquier empleado jerárquico en su lugar diría: “Esta mujer tiene cuarenta y cinco años, dos hijos y trabaja; por tanto merece recibir tratamiento en la unidad de cuidados intensivos. Este hombre tiene setenta años y está retirado, su expectativa de vida futura es reducida; luego entonces, le negamos la admisión”.

En otras palabras, la vida humana dependería de decisiones arbitrarias, las cuales, como enseña la experiencia, a veces recaen en los jueces más insensibles y torpes que pueda imaginarse. En Italia se ha llegado ya a ese extremo, como puede oírse en una desgarradora conversación grabada por The New York Times con un médico de una población cercana a Milán.7

CHINA HA SIDO EL MODELO a seguir en cuanto a la implementación de medidas comunitarias de mitigación y control de la enfermedad por Covid-19. En mayo de 2003, las autoridades chinas cerraron prácticamente toda la ciudad de Pekín para combatir el SARS, clausurando más de tres mil 500 espacios públicos. Con esas y otras providencias lograron controlar el brote, y con medidas igualmente draconianas, bajo severísimo control, han podido controlar el Covid-19 en China. En la ciudad de Nankín, los nuevos casos se han reducido casi a cero, como se ilustra en un video que circula en las redes sociales.8

Resta por saber si la contención del mal será permanente, y hasta qué punto los países occidentales podrán imitar el gigantesco esfuerzo chino. Profundas diferencias sociales, culturales, económicas y políticas hacen difícil reproducir una empresa de tal magnitud. Las resoluciones que en China se adoptaron se consideran medidas extremas en los países occidentales. Y sin embargo, la furia de la epidemia puede forzar su aplicación en nuestras latitudes, incluyendo América Latina, como ya ha sucedido en Italia. Un detallado estudio de investigadores británicos, presentado a la Casa Blanca, concluye que si no se adoptan esas medidas y no se inventa una vacuna o medicación efectiva, la mortandad por Covid-19 en Estados Unidos podría alcanzar la cifra de 2.2 millones de personas, y que “aun si todos los pacientes pudieran ser hospitalizados, la cifra podría alcanzar hasta 1.1 o 1.2 millones”.9

"No sé si saldré con vida de esta epidemia. Mi sistema inmunológico es viejo: de seguro sufre los achaques de la senescencia biológica. Pero mi vida es insignificante en el descomunal contexto de una pandemia".

SALGO DE MI DEPARTAMENTO, en la ciudad estadunidense donde habito, a comprar provisiones. El gobierno aconseja a los ciudadanos abastecerse lo suficiente para sortear dos semanas de reclusión, en caso de ser necesario vivir encerrados en cuarentena —o agachados (hunkered down), según dice el presidente en su habitual e inelegante habla coloquial.

De nada vale mi salida, los estantes en las tiendas están vacíos de provisiones de primera necesidad que la gente, presa del pánico, se ha precipitado a adquirir. Infames explotadores compraron en grandes cantidades y ahora revenden los artículos almacenados a precios escandalosamente altos. En una reacción tardía, los comerciantes han racionado ciertos productos: anuncian que está prohibido adquirir más de dos por cliente.

Vuelvo al departamento a través de calles grises, frías, calladas: los cafés, los restaurantes, los teatros: todo está cerrado. Se han prohibido las reuniones de más de diez personas; se exhorta a la gente a permanecer en casa, excepto por necesidades urgentes. En Francia, a partir del martes 17 de marzo, todo el país está en cuarentena, y quien sale de su casa sin motivo válido puede ser multado con 135 euros.10 La escritora americana Vivian Gornick celebró en sus memorias los paseos callejeros que hacía con su madre en una gran ciudad:11

Constantemente alcanzamos a oír trozos de conversaciones; percibimos fugaces imágenes de gente en expresiones y gestos inhabituales. No existe en el mundo ciudad pequeña que duplique esa experiencia. En la calle, hay una corriente perenne de conexiones momentáneas que tiene su propia vida, su vivacidad particular: es irremplazable.

En lugar de este dinamismo, encuentro una calle semidesierta, envuelta en un silencio que no puedo sino calificar de sepulcral. El riesgo de muerte por Covid-19 es diez veces más alto que el de la influenza común. Es mayor en los adultos de más de sesenta años (sobre todo si tienen enfermedades debilitantes) que en los jóvenes; pero el riesgo más alto es el de los ancianos mayores de ochenta años. Estas estadísticas —escuetas, concisas, sobrias— no pueden menos que impactarme con su inflexible nitidez: hace varios años que soy octogenario.

No sé si saldré con vida de esta epidemia. Mi sistema inmunológico es viejo: de seguro sufre los achaques de la senescencia biológica. Pero mi vida es insignificante en el descomunal, formidable contexto de una pandemia. Ésta, la del Covid-19, pasará, como todas las precedentes. ¿Cuántos morirán? Imposible saberlo. Puede ser que se descubra un fármaco o una vacuna que aminoren el número de muertes, de otro modo serán muy numerosas. Pero esta epidemia pasará y vendrán otras.

Como los ángeles exterminadores de los que hablan los libros sagrados, otras pandemias surgirán, misteriosas, invisibles, venidas de quién sabe qué profundidades desconocidas. Cuando suene su lúgubre hora, se abatirán sobre los seres humanos y los depondrán en sus tumbas en masa, hasta que la ciencia y el ingenio humano de nuevo revelen el plan funesto y detengan la horrenda masacre.

Referencias

1 Émile Littré: “Les Grandes Épidémies”, Revue de Deux Mondes, tomo 5, 1836, pp. 1-17.

2 Na Zhu, et al., “A Novel Coronavirus from Patients with Pneumonia in China, 2019”, New England Journal of Medicine, 382, núm. 8, 20 de febrero, 2020, pp. 727-733.

3 Wei-jie Guan, et al., “Clinical Characteristics of Coronavirus Disease 2019 in China”, New England Journal of Medicine, 28 de febrero, 2020, DOI: 10.1056/NEJMoa2002032

4 Annelies Wilder-Smith, et al., “Can We Contain the Covid-19 Outbreak with the Same Measures as for SARS?”, Lancet Infectious Disease, marzo 5, 2020: https://doi.org/10.1016/S14733099(20)30129-8

5 Charles Rosenberg, “What is an Epidemic? AIDS in Historical Perspective”, Daedalus 118, núm. 2 (Spring, 1989), pp. 1-17.

6 Steven Lee Myers, “China’s Spin on Outbreak: US Might Have Started It”, Chicago Tribune, 17 de marzo, 2020, p. 12.

7 “It’s like a war” (“Es como una guerra”), conversación del periodista Michael Barbar con el doctor Fabiano di Marco, profesor de la Universidad de Milán y jefe de servicio de la Unidad de Enfermedades Respiratorias del Hospital Papa Giovanni XXIII de Bergamo, Italia. Grabación registrada por Lynsea Garrison, et al., The New York Times, 17 de marzo, 2020. https://www.nytimes.com/2020/03/17/podcasts/the-daily/italy-coronavirus.html?rref=vanity

8 Véase el video en youtube:  https://www.youtube.com/watch?v=YfsdJGj3-jM&feature=youtu.be

9 Neil M. Ferguson, et al., “Impact of Non-Pharmaceutical Interventions (NPIs) to Reduce Covid-19 Mortality and Healthcare Demand”, Imperial College Covid-19 Response Team. DOI: https://doi.org/10.25561/77482. Véase también: Sheri Fink, “White House Takes New Line After Dire Report on Death Toll”, The New York Times, 17 de marzo, 2020, y en la misma edición, Spencer Bokat-Lindell, “How to Socially Distance and Stay Sane”.

10 Editorial de Le Monde, “Coronavirus: vers l’instauration d’un 'état d’urgence sanitaire' en France où le nombre de contaminations augmente”, 17 de marzo, 2020. https://www.lemonde.fr/planete/article/2020/03/18/coronavirus-l-amende-pour-non-respect-du-confinement-portee-a-135-euros_6033493_3244.html

11 Vivian Gornick, Fierce Attachments. A Memoir, Farrar, Strauss & Giroux, Nueva York, 1987.

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