La retórica del lloriqueo

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Foto: larazondemexico

Tras el estrepitoso descalabro mal llamado Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino, Julián Herbert regresa con Ahora imagino cosas (Penguin Random House, 2019). Pretendido recuento de crónicas, la sensación que transmite es que se trata de un libro hechizo. Creado exprofeso para aplacar las ansias del editor por la mesa de novedades. Lo primero que lamenta el lector al enfrentarse a estos ocho textos es la oportunidad que ha dejado ir Herbert para reivindicarse. Ha conseguido superarse, sí, ha publicado un libro aún más desafortunado que el anterior.

Presenta muchos problemas de su obra previa. Pero no es lo mismo una antología personal que el vulgar recicle. Y los textos de relleno resaltan. En nombre del mercado se cometen todo tipo de atrocidades, como ésta.

“Acapulco Timeless” es el pórtico al engañoso mundo de Herbert. Narra el viaje de un periodista y del propio autor a un Cereso de Acapulco. Intercala escenas de su vida con la explicación geopolítica del paisaje. Para desinflarse en una especie de timo. Cuando Herbert divisa la cárcel, la odisea fofa del relato se termina. En resumen, no ocurre nada.

Lo anterior es una traición al lector. No entregarle lo prometido. Y peor aún, darle atole con el dedo. Dice al cierre del recorrido:

—Yo digo que estás obsesionado con el penal de  Acapulco, Virgilio. ¿Por qué?

Virgilio lo medita unos segundos.

—Te lo voy a contar si me prometes no escribirlo.

Entonces me cuenta una bizarra y hermosa historia de amor que no voy a repetir aquí. Porque no quiero escribir nada que ponga en riesgo a otra persona. Y porque no soy lo que llaman un periodista puro: yo sólo soy un escritor que va de paso, por eso sé cómo decir sin decir un secreto.

Para qué advertir al lector que no lo dejarás entrar al vestidor. Para qué tanta floritura si no vas a revelarle las entrañas de lo ocurrido. Y encima el narrador quiere colgarse una falsa medalla restregándonos en la cara que está cumpliendo una promesa. Eso al lector no le importa, quiere conocer los hechos. Y si no puedes contarlos, entonces no hay necesidad de balbucear la rectitud moral.

"Julián Herbert regresa con Ahora imagino cosas, pretendido recuento de crónicas… un libro hechizo".

Eso sucede en la primera crónica. Efectos parecidos se reproducen a lo largo del libro. Herbert trabaja a base de fórmulas. Todo el tiempo se justifica para disfrazar sus limitaciones y repite: “Yo en cambio soy un periodista impuro, un escritor que está de paso en la ciudad”. La verdadera crónica estaba en visitar el penal. Mostrar al lector ese mundillo al que no se accede siempre. Pero cómo se va a ensuciar las manos Herbert si él sólo es (y fue) un “chico lumpen hijo de una madre prostituta y un bell boy”.

El chantaje sentimental es la marca de la casa. Desde Canción de tumba ha lucrado con el sentimentalismo. Y en Ahora imagino cosas no se abstiene. Una retórica del lloriqueo inunda todo su trabajo. Adentrarse en sus libros es como toparte a un amigo que siempre te cuenta dolencias, problemas económicos y soledad. Su prosa ha perdido potencia y eso hace aún más evidente la monotonía que se cierne sobre el conjunto. En “Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino”, el cuento, abusa de la digresión. Lo mismo ocurre en “Ñoquis con entraña”:

La conferencia inaugural está a cargo de Betina Keizman, habla de las vidas potenciales de la literatura reciente, “de un diálogo fundamental entre los modos de denuncia, la configuración de lo corporal y las respuestas imaginativas con las que el arte se aproxima a lo viviente...”.

Como este ejemplo abundan páginas. No existe otra manera de llamar al autor que vendedor de espejitos. Y además trata de aleccionar al lector. Así como en Tráiganme la cabeza... te regañaba promulgando la abolición de los géneros, en Ahora imagino cosas te dicta cómo debe leerse su obra: “yo aquí no soy más que un elefante invitado a la clase de zoología, recuérdalo, Julián, acéptalo”. Traducción: lector, no exijas nada. No seas crítico. Es puro cotorreo.

En el mismo talante hay pasajes que, editados, habrían evitado el tono gazmoño. Lo más insólito es que no hay un editor en Penguin que lo aconseje, que lo edite. Pareciera que el libro salió de la computadora de Herbert directo a la imprenta.