Ladridos

Está por llegar a librerías un nuevo volumen de relatos de la narradora mexicana Ana García Bergua, quien a partir de su quehacer constante y su “sencillez muy trabajada” —como apuntó alguna vez en entrevista—, es una voz contundente en el panorama nacional. Ofrecemos aquí un adelanto de Leer en los aviones, que publica el sello Ediciones Era. Recrea la historia de una mujer que aborda un vuelo con su perro chihuahueño; bajo la aparente llaneza de la anécdota trasluce el humor decantado y la fina ironía de la autora.

Ladridos
Ladridos Foto: Especial

Tuvo que encerrar a Atila en una jaula para que lo dejaran subir al avión. Atila era un perro chihuahueño muy pequeñito. Quería llevarlo en la bolsa de mano como hacen las estrellas de Hollywood, pero se lo prohibieron. A Atila no le gustaba estar encerrado; el personal de la aerolínea le sugirió que le diera un calmante muy suave; Roberta contestó que sí, aunque no planeaba hacerlo; cualquier error en la dosis podía ser fatal para un animalito tan delicado.

Esperaron horas en el aeropuerto antes de tomar el vuelo. La jaula estaba muy descubierta y el perro, aunque podía verlo todo, se sentía nervioso. Temblaba más que nunca, la miraba con sus ojos de canica y ella le cantaba para que se calmara. Los chihuahueños le parecían adorables, pequeños venados sin cornamenta, torpes y escandalosos. Le había puesto Atila para defenderse de los vecinos, pues vivía en un barrio peligroso. El nombre y los ladridos le aseguraban una cierta protección. Y si se daba el caso, Atila podía morder muy fuerte.

El perro llamaba la atención en la sala de espera. Unos niños rubios se acercaron a jugar con él. La mamá les explicó por qué la demora: el equipo de gimnasia olímpica de una universidad de Bogotá viajaba en el avión rumbo a Estados Unidos. Roberta iba a Tijuana a quedarse unos días con su hermano que recién se había instalado ahí; le había prometido que la llevaría a la playa y a comer todas las delicias de la región. Atila no representaba un estorbo para el plan; era tan pequeño que lo podía llevar a cualquier sitio, hacer todo con él. Al cabo de un rato, seguían sin abordar el avión y ella necesitaba ir al baño con urgencia; le pidió a los niños que le cuidaran a Atila en su jaulita; no se debía hacer, pero ellos le inspiraban mucha confianza.

Cuando regresó, ya habían llegado los deportistas colombianos. Era un grupo de jóvenes altísimos, muy apuestos y musculosos bajo su uniforme amarillo, azul y rojo. Cargaban bolsas deportivas con el mismo diseño. Los pasajeros los miraban con admiración; incluso aquellos que no habían dejado de quejarse por el retraso se quedaron mudos y conformes. Hicieron unas filas muy tardadas, el personal de la aerolínea le exigió suministrarle a Atila su dosis de calmante y Roberta hizo como si se la diera; en realidad era un corazón de azúcar que el perro se comió con gusto. La jaula le parecía aparatosa; tenía un asa para cargarla como un maletín, pero aun así era demasiado grande para un chihuahueño diminuto.

El avión resultó ser algo estrecho, como todos los aviones; la azafata le dijo que el perro debía ir en el piso. Ella había pagado un extra para ir junto al pasillo, en la primera fila de clase turista como los que viajan con bebés, frente a una mampara. En ese espacio cabía la jaula perfectamente. Atila estaba cansado, se quedó dormido como si realmente trajera una droga encima. La mamá y los niños rubios quedaron en la fila opuesta. Junto a Roberta, dos hombres muy gordos con suéteres de rayas hablaban entre sí en un idioma incomprensible. El equipo de la universidad de Bogotá entró parloteando ruidosamente, haciendo bromas. Le mandó a su hermano un mensaje para avisarle que ya estaba en el avión y que viajaba con un equipo de gimnasia olímpica. Él le contestó que ojalá y no hicieran maromas en el avión. Bromearon y se despidieron. Estaría por Roberta a su llegada.

El personal de la aerolínea le exigió suministrarle a Atila
su dosis de calmante y Roberta hizo como si se la diera; en realidad era un corazón de azúcar que el perro se comió con gusto

Hacía mucho que no se veían: como cinco meses desde que Rogelio se había ido a instalar hasta allá. Tuvo problemas con un dinero de la compañía informática en que trabajaba. No le creyeron cuando aseguró que le correspondía como comisión de una venta que había logrado. Lo aclaró, pero por si acaso se fue a la frontera.

Cualquier amenaza y daría un brinco a San Diego, eso le dijo. Ella le creyó, siempre le había creído todo, porque era su hermano y no tenían a nadie más. Le dijo que rentaba una casa muy bonita cerca de Rosarito, con alberca y todo, y que el clima era estupendo. Roberta y Atila la pasarían muy bien. A ella también le urgía ese descanso. Estaba agotada después del lío en la importadora de perfumes donde trabajaba; habían sospechado que se robó una caja de Chanel número 5. Al final se resolvió porque resultó culpable otra compañera, pero de todos modos fue mucha la tensión.

El avión despegó sin problemas.

Cerró los ojos porque estaba un poco desmañanada y echó una pequeña siesta; soñó que la azafata regañaba a los gordos por sentarse en la fila pa-ra niños y mascotas y ellos se ponían a ladrar con insistencia, hasta que la despertó el tintineo del carrito de las bebidas, que avanzaba desde la parte trasera del avión. Se agachó para ver cómo iba Atila; supuso que seguía dormido, igual que ella. Y ahí pasó lo que la verdad no había imaginado: el perrito no estaba. La jaula se veía abierta de manera natural, no pare-cía que Atila hubiera forzado el pasador, que era bastante grande, ni que hubiera roto la malla con los dientes. Eso le extrañó mucho. Volteó a ver a ver a los niños, quizá habían abierto la jaula para jugar con él; uno de ellos dormía, la madre se asomaba por la ventana y los otros dos jugaban con una tablet. Los dos extranjeros roncaban de manera acompasada; no eran gemelos, pero todo en ellos se parecía: los suéteres, el cabello rubio y muy escaso, las narices rojas, como en un espejo algo distorsionado.

Ninguno de los pasajeros a su alrededor mostraba signos de haber visto nada, ni siquiera voltearon cuando levantó la jaula vacía, concentrados en las películas de sus pantallas. Roberta pensó que no debía armar escándalo; lo más prudente era levantarse a buscar al perrito. Le inquietaba tener que cruzar el carro de las bebidas que iba a la mitad del avión; quizá antes de llegar ahí encontraría a Atila. Echó a andar muy despacio, escudriñando con cuidado los pies de los pasajeros. Algunos la veían con curiosidad, pero no decían nada. De repente escuchó o creyó escuchar un ladrido en la parte trasera del avión, en medio del sonido de los motores. Las azafatas seguían ocupadas en servir barritas alimenticias y refrescos, nadie reaccionó.

Siguió avanzando y cuando llegó al carro de las bebidas, les dijo a las aeromozas que necesitaba ir al baño de manera urgente. Le respondieron que debía esperar. Insistió un poco, les dijo que tenía náuseas y le abrieron un camino minúsculo por el que pasó muy apretada. Ahí atrás estaba el equipo de gimnasia olímpica de Bogotá. Charlaban con mucha animación, se pasaban celulares, juguetes y bebidas de asiento a asiento, gritaban. Roberta trataba de caminar por el pasillo con aparente prisa por ir al baño, y espiaba el suelo con el mayor disimulo posible. Había una cola y aprovechó para mirar con más atención. Pensaba que Atila debía estar aterrado, escondido en algún rincón debajo de los asientos. Entonces un jovencito del equipo bogotano le espetó que si les estaba mirando las piernas o buscaba qué robar. Ella se turbó, le contestó que cómo creía y siguió su camino entre deportistas y pasajeros distraídos, cuidando de no ser demasiado evidente.

Cuando llegó al baño, escuchó de nuevo el ladrido, ahora en la parte delantera del avión. Se preguntó cómo sería posible con todo el ruido y tuvo miedo de estarlo oyendo sólo en su cabeza. Emprendió el camino de regreso y el muchacho que le había hablado antes, arrepentido de haber sido tan grosero, le preguntó si buscaba algo. Busco a mi perro, le respondió, y él la miró como si estuviera loca. Es un perrito chihuahua, muy chiquito, aclaró. ¿Cómo se llama?, le preguntó el muchacho. Ella le dijo; él se echó a reír y le contó a sus compañeros de fila, luego a los de las filas de atrás. ¡Atila!, empezaron a gritar los colombianos. Algunos se levantaron y empezaron a buscar por debajo de sus asientos gritando el nombre del perro. El carrito venía de regreso, las azafatas querían saber por qué tanto alboroto. Roberta les tuvo que confesar que el perro estaba perdido. Ellas la habían visto subir con la jaula, sabían de qué hablaba. Le reprocharon que no lo hubiera sedado como le indicaron, le advirtieron que un perro metido en los rincones del avión podía ser peligroso, para el avión y para el perro. No lo dijeron así porque la palabra peligro les estaba prohibida, así como accidente, muerte, etcétera, pero ella entendió muy bien.

Ladridos
Ladridos ı Foto: Fuente: ptitesmimines.com

Los gimnastas seguían buscando a Atila; impresionaban esos deportistas recorriendo el pasillo y llamándolo entre gritos y risas. Los pasajeros protestaban porque no les habían dado sus bebidas a todos y suponían que algo estaba pasando. Entonces las azafatas les pidieron paciencia y se pusieron a buscar disimuladamente, pero los colombianos estaban enloquecidos: un gimnasta de cintura delgadísima caminó parado de manos por toda la alfombra para mirar bien en el piso, otro más se apoyó en los asientos formando un ángulo perfecto de 45 grados. Algunos pasajeros aplaudieron, otros se levantaron para ver mejor lo que estaba pasando. Poco a poco, Atila pasó a un segundo plano y las estrellas de la gimnasia bogotana repartieron autógrafos y selfies, y mostraron sus medallas, mientras Roberta escucha-ba ladridos resonar en todas partes.

Grandes bolsas de aire hicieron saltar a todos casi hasta el techo. La gente gritó aterrorizada, las azafatas regresaron a sus puestos, el piloto ordenó a los pasajeros mantenerse en sus asientos. Roberta volvió al suyo sin Atila, y el resto del viaje la gente estuvo contenta, como si hubiera vivido una aventura. Los niños rubios no se podían estar quietos de tan entusiasmados; la madre se había pegado un susto horrible y la miraba con reproche. Usted empezó todo esto, ¿verdad?, yo la vi, le dijo. Los gordos de los suéteres de rayas miraban una película y no se habían dado cuenta de nada; uno de ellos lanzó un ruidoso eructo y el otro se tiró un pedo, fue muy desagradable. Roberta seguía escuchando ladridos en su cabeza e imaginaba a Atila asfixiado en un conducto de aire de la cabina; comenzó a sollozar en voz baja, pensando que la vida era cruel. Después de que el avión aterrizara, levantó la jaulita para salir y entonces se dio cuenta de que Atila estaba ahí, dormido en un rincón, oculto por una pequeña manta que le había puesto para que no pasara frío. Lo despertó abrazándolo emocionada y él la miró desconcertado con sus ojos de canica. Quizá el seguro de la puerta se había zafado y ella dio por hecho que se había salido, quizá no miró bien. Era casi un hámster, su perro, no alcanzaba ni siquiera el tamaño de una rata. Lo pudo haber puesto en la bolsa sin avisar y nadie hubiera notado su presencia. Se sintió poco astuta. Les mostró el perro a las sobrecargos, quienes respiraron aliviadas, y lo guardó para salir. ¿Dónde estaba?, le preguntaron. Roberta miró de reojo a los gordos que venían en la fila, portando unos neceseres diminutos: ellos lo tenían, respondió. Lo sacaron de la jaula y se lo escondieron. Las azafatas detuvieron a los extranjeros y los regañaron por haber sustraído el perro de su vecina de asiento; les aclararon que era peligroso hacer esas cosas y quién sabe qué otras cosas más. Ellos no entendían nada, manoteaban impotentes y ella se apresuró a salir, aliviada.

Roberta pensó que no debía armar escándalo; lo más prudente era levantarse a buscar al perrito. Le inquietaba tener que cruzar el carro de las bebidas que iba a la mitad del avión; quizá antes de llegar ahí encontraría a Atila. Echó a andar muy despacio

Tras rescatar su maleta de la banda, encendió el celular para encontrar-se con un mensaje de su hermano:

le habían avisado que un ejecutivo de la compañía estaba en Tijuana, sabía dónde estaba viviendo y lo iba a buscar, tenía miedo de que le hiciera algo. Le daba una dirección en San Diego donde se podrían reunir. Ella no supo qué contestarle, apenas traía un poco de dinero para la estancia y no tenía visa. ¿Qué podría hacer en Tijuana con el perrito en lo que la sacaba? Se quedó indecisa a mitad de la sala, cuando los dos gordos a quienes había acusado se acercaron para reclamarle en su idioma incomprensible. Mientras le gritaban, se dio cuenta de que su maleta apestaba a perfume: las botellas de Chanel que le llevaba a Rubén de regalo como cooperación a cambio de su hospitalidad habrían quedado hechas añicos. Entonces de nuevo empezó a escuchar ladridos por todas partes.