El imperio de Maximiliano: Las palabras que sellaron un destino (primera parte)

5ed611e348d93.jpeg
Foto: larazondemexico

Por: Fernando A. Morales Orozco

Para Chare, maestra, a quien le encantaba contar más que una sola historia

Pocos episodios de la historia de nuestro país han causado tanta controversia y suscitado la atención de nuestro pueblo, como el destino de sus majestades imperiales, Maximiliano de Habsburgo y su esposa, Carlota de Bélgica. 2017 marca el 150 aniversario del fusilamiento del emperador en el Cerro de las Campanas, episodio que dio fin a una aventura desarrollada a lo largo de tres años, entre 1864 y 1867. Por la pluma de historiadores y escritores mexicanos de nuestros siglos XIX y XX podemos reconstruir algunos de los momentos más álgidos de este periodo. La República Restaurada y el liberalismo de nuestros héroes, en conjunto con los episodios nacionales contados en nuestros libros escolares de historia, incluso ya bien entrado el siglo XX, nos descubren un imperio encabezado por un títere extranjero y respaldado por los villanos conservadores de nuestro país, así como por el tiránico Napoleón III que, como su abuelo, soñaba con establecer el dominio europeo sobre el continente americano. Después de todo, la historia la narran los vencedores. ¿Cuál es el peligro de contar una sola historia? Explica Chimamanda Adichie que construimos una historia al contarla una y otra vez, hasta que simplemente la creemos verdadera. Considerar las múltiples perspectivas para narrar los hechos del imperio de Maximiliano, nos obliga a negar la comprensión de nuestra historia como una alternancia “de héroes y malvados”. Cada vez más nutrida, la investigación sobre este periodo nos ayuda a convertir en figuras de carne y hueso a los emperadores. Mi intención, entonces, consiste en revisar una serie de textos literarios y periodísticos, así como algunos discursos que han logrado sobrevivir el paso del tiempo, con el fin de recrear diversas facetas de esta historia.

El 10 de abril de 1864, presa de los nervios por verse obligado a renunciar a su derecho al trono austriaco, Maximiliano recibió a la comisión mexicana en el Castillo de Miramar.

Se cuenta que en la recepción de dicho cuerpo diplomático, el archiduque estuvo acompañado por un numeroso séquito. Maximiliano vestía con su uniforme de almirante de la armada vienesa. Don José María Gutiérrez de Estrada, presidente del cuerpo diplomático, leyó ante el archiduque un discurso que, en palabras de Egon Caesar Conte Corti, “hubiese hecho hacer perder la cabeza a un oyente menos interesado”. Pero dejemos hablar al propio presidente de la comisión:

La Diputación Mexicana tiene la felicidad de hallarse de nuevo en vuestra augusta presencia, y experimenta un júbilo indecible al considerar los motivos que aquí la conducen [...] cábenos la dicha de informaros que el voto de los notables ratificado hoy por la adhesión entusiasta de la inmensa mayoría del país, de las autoridades municipales y de las corporaciones populares ha llegado a ser un voto verdaderamente nacional [...] nos presentamos ahora a solicitar de Vuestra Alteza, la aceptación plena y definitiva del trono mexicano, el cual vendrá a ser, Señor, un principio de unión y un manantial de prosperidad para aquel pueblo, sujeto por tantos años, a bien rudas y dolorosas pruebas.

¿Quién era este hombre, Gutiérrez de Estrada? Campechano novohispano de origen, Estrada se educó en la Ciudad de México y fue uno de los primeros encargados de establecer las relaciones diplomáticas del México independiente con el mundo europeo.

Sabemos que Lucas Alamán, ministro de Relaciones Exteriores durante el gobierno de Guadalupe Victoria (1824-1829), lo envió directamente al reino de Holanda a negociar el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación. Al regresar a México, en 1840, cuenta el mismo Gutiérrez Estrada: “hallé al país en una de esas profundas crisis que está atravesando, casi desde el momento mismo de haberse constituido en república”. Cinco años antes, Gutiérrez Estrada había ocupado el cargo de ministro de Relaciones Exteriores y le correspondió lidiar con la tirante relación México-Texas que culminó con la separación de dicho estado y su consecuente anexión a Estados Unidos de América. Pasó cuatro años fuera del país durante los cuales visitó Austria, Francia y Prusia, y cuando regresó a México fue testigo del enfrentamiento armado entre los liberales radicales y el gobierno centralista de Anastasio Bustamante. Nos cuenta la historia que durante casi dos semanas, entre el 15 y el 27 de julio de 1840, ocurrió una serie de tiroteos que culminaron con la muerte de poco más de doscientas personas. Aunque suene a un conflicto de menor dimensión, es imperativo pensar que con tan sólo veinte años de vida independiente, el país seguía convulso, sin el reconocimiento de las potencias extranjeras, y saqueado por las fuerzas del exterior, así como por los guerrilleros nacionales.

El entonces presidente, Anastasio Bustamante, le ofreció el cargo de canciller, pero Estrada lo rechazó. En su lugar escribió una larga carta, que fue publicada en un folleto bajo el título de Carta dirigida al Excelentísimo señor Presidente de la República, sobre la necesidad de buscar en una convención el posible remedio de los males que aquejan a la República, y opiniones del autor acerca del mismo asunto, que se conoció popularmente como “Carta monárquica” y levantó ámpula en la mayor parte de las esferas letradas de nuestro país. Como resultado de dicha publicación, Gutiérrez de Estrada debió abandonar el país y no volvió jamás. Edwin Estrada, investigador del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM, dice sobre este texto que

... se trata de uno de los análisis más agudos, sinceros, y quizás descarnados, de las debilidades del sistema político republicano tal como operaba en los cercanos inicios de la tercera década del México independiente. Más aún, su propuesta de una monarquía constitucional y con un régimen representativo no ha sido valorada equilibradamente en un contexto en el que diversos países europeos buscaban conciliar su tradición política monárquica con las formas de representación que la democracia moderna reclamaba.

Leamos algunas de las razones por las cuales José María Gutiérrez de Estrada se atrevió a argumentar en defensa de la instauración de la monarquía en México. Según él, uno de los problemas más urgentes que debía enfrentar el país era la ignorancia de sus gobernantes en aquello que Gutiérrez de Estrada consideraba necesario para una buena administración del gobierno, y cita varios ejemplos, como el de Agustín de Iturbide, protagonista de un “triste espectáculo que presentó la nación cuando un mexicano, ilustre por sus hechos militares, y no más, la gobernó con el carácter de emperador”. Con ello, al mismo tiempo que defiende su idea monárquica, el cónsul expone que no puede defender la imposición de un rey nacional, dado que no existe ningún hombre en estas tierras con la educación necesaria para erigirse como tal. Para Gutiérrez de Estrada, así como para la historia, el imperio de Agustín de Iturbide es un hecho deleznable, pues el recién coronado emperador, ante las críticas que recibía de ciertas facciones del Congreso constituyente, decidió disolverlo en el año de 1822. Tal evento fue considerado como una traición al país, tras lo cual Guadalupe Victoria (el primer presidente de México) y el general Antonio López de Santa Anna (quien después sería gobernante por once ocasiones) proclamaron el Plan de Casa Mata, con el cual lideraron la rebelión que condujo a restituir el Constituyente y declarar persona non grata a Agustín I, quien debió partir al exilio y fue fusilado cuando se atrevió a regresar al país. Desde ese momento y hasta los años cuarenta del siglo XIX, catorce personajes ocuparon la silla presidencial, algunos inclusive al mismo tiempo, pues el enfrentamiento entre liberales y conservadores produjo un cisma en la república. “Herida de muerte la república por los mismos que se dicen sus apóstoles, se muere de inanición después de ver consumido el jugo de su vida moral en esfuerzos estériles y cruentos”. Por ello, Gutiérrez de Estrada solicita al presidente Bustamante que conforme una convención en la cual sean representadas todas las facciones del poder, con el fin de

... renovar la vida que parece extinguirse en el cuerpo social, [y que] no debería quizá limitar sus esfuerzos a combinaciones políticas, más o menos aproximadas a lo que ya ha existido entre nosotros, y con el triste fruto que elocuentemente proclaman la ruina del Estado en lo interior y su completo descrédito en todo el mundo civilizado. [Enume-ra todos los intentos fallidos del Estado mexicano:] Gobierno central bajo un supremo Poder Ejecutivo; imperio regido por un mexicano, no de estirpe real; república federal por espacio de doce años, durante los cuales los hombres de todos los partidos, sin excepción alguna, fueron llamados alternativamente a trabajar en favor de la nación: república central, por espacio de cinco años, combatida de muerte por sus enemigos, y tibia y flojamente defendida por sus adictos, sólo ha debido su existencia a la impotencia de sus opositores, y al horror de ver restablecida la constitución federal, bajo cuyos auspicios han ocurrido los hechos más oprobiosos de nuestra historia [...] De cuántos modos, pues, puede ser una república, la hemos experimentado; democrática, oligárquica, militar, demagógica y anárquica: de manera que todos los partidos a su vez, y siempre con detrimento de la felicidad y del honor del país, han probado el sistema republicano bajo todas las formas posibles.

¿Por qué, entonces, Gutiérrez de Estrada propone la monarquía como la mejor forma de gobierno para nuestro país? Luego de recuperar la historia política de México, y con base en lo que vio durante sus cuatro años en Europa, el ex ministro acude al pasado virreinal de la Nueva España y señala que, aunque nunca tuvimos un rey coronado en el territorio nacional, los virreyes que gobernaron en su lugar lograron mantener la paz durante los trescientos años de la Colonia. En ese sentido, Gutiérrez de Estrada compara a la nación mexicana con Francia, Inglaterra y Holanda. De Francia, por ejemplo, indica que la revolución sólo trajo consigo el terror y la barbarie. En su argumento cita a uno de los escritores más importantes de la primera mitad del siglo XIX francés, René de Chateaubriand, el cual, alrededor de 1930, declara:

Supongamos establecida la república; ¿creéis que con nuestra familiaridad natural, un presidente cualquiera, por grave, por respetable, por hábil que fuese, permanezca un año al frente del Estado sin sentirse dispuesto a retirarse? Poco defendido por las leyes y por la memoria de lo pasado, vilipendiado, insultado a cada instante por rivales ocultos y por agentes de turbaciones, no inspirará la confianza tan necesaria al comercio y a las propiedades; no tendrá ni la dignidad conveniente para tratar con los gobiernos extranjeros; ni el poder necesario a la conservación del orden interior; y si saliendo de la órbita de la ley apela a medidas revolucionarias, se hará odiosa la república [...] La república representativa será tal vez el estado futuro del mundo, pero su tiempo no ha llegado todavía.

Con estas palabras, Chateaubriand proclama la legítima defensa de la Monarquía de Julio, la cual llevó al trono a Luis Felipe I de Francia, al mismo tiempo que provocó la independencia de Bélgica. A este respecto, Gutiérrez de Estrada toma asimismo el ejemplo de esta última nación para demostrar que los belgas, una vez consumada su separación del reino de Holanda, ofrecieron el trono a Leopoldo I Sax Coburg, de origen alemán (y padre de la futura emperatriz Carlota). De la misma manera, una vez fallecido el rey Guillermo III de Inglaterra, el reino fue entregado a Jorge I, descendiente de la casa alemana de los Hannover; por último, en el caso de Holanda, la casa reinante, Orange-Nassau, procede de dos ramas, una alemana y otra francesa. Los ejemplos mencionados le sirven a Gutiérrez de Estrada como justificación para proponer que en México, ante la falta de una casa real que pueda proveer al país de un gobernante, pueda subir al trono un monarca de origen extranjero sin perjuicio de la nación; y que resulta preferible elegirlo al interior, pues

... al paso que vamos podría no estar muy remoto el momento en que, cansadas las otras naciones del escándalo que presentamos y de nuestra incapacidad para remediarlo, interesadas ellas en la causa de la humanidad y de la civilización [aun en nuestro tiempo las intervenciones extranjeras siguen siendo justificadas de esta manera], tomasen a su cargo corregirlo por sí mismas interviniendo en nuestros negocios. Y ¿cuánto más decoroso y patriótico no sería que, en el caso de decidirse la nación por una monarquía, fuera de nuestra elección el soberano y no escogido por las potencias extranjeras, como ha sucedido en nuestros días con los griegos; y que en lugar de ser otorgada por aquellas mismas potencias, la constitución que deba regirnos sea más bien obra nuestra, libre y espontáneamente discutida por nosotros, y encaminada a labrar nuestra felicidad y a servir de verdadero vínculo de unión entre el pueblo y el monarca?

Con ello, y es fundamental enfatizarlo, Gutiérrez de Estrada sostiene la importancia de instaurar un régimen de monarquía constitucional, con cámaras de representantes que equilibren el poder del ejecutivo y no permitan un ejercicio absolutista; de ahí que resulte tan importante recuperar la imagen novohispana en la que un virrey regula su actividad a través de la Real Audiencia.

Como se aprecia en el fragmento anterior, para 1840 ya resultaba evidente el peligro de una invasión extranjera; ya en 1836 la relación entre México y Francia había alcanzado un grado de tirantez durante la llamada Guerra de los Pasteles, que provocó enfrentamientos entre los dos ejércitos en las costas de Veracruz. Asimismo, y como el mismo Gutiérrez Estrada apuntaba, la independencia y anexión de Texas a Estados Unidos hizo que éste país tuviera más interés en la nación mexicana. Estados Unidos ya había consumado la compra de Luisiana y Florida, y buscaba expandir sus territorios hasta el Océano Pacífico; luego de la independencia de Texas, la expansión y el arrebato de las provincias más alejadas de nuestra capital era sólo cuestión de tiempo. Con la economía devastada, los medios de producción detenidos y la guerra intestina, Gutiérrez de Estrada afirma, contundente:

La gravedad y trascendencia de los males urgen un remedio pronto y radical. Si México no tuviera que temer agresiones extranjeras, como la que ya le ha arrebatado una parte de su territorio, menos riesgo habría en dejar al tiempo la misión de señalar el remedio de nuestros males. Pero no es esa por desgracia la situación de nuestro país, cuya independencia veo inminentemente amenazada por nuestros codiciosos vecinos que se complacen a las claras en nuestras desgracias, y se aparejan indudablemente a negociar con ellas a costa nuestra. [...] Bien sé que los principios que proclamo no lisonjean de ningún modo las pasiones políticas; pero no es menos cierto que dimanan de mi convicción, y que son los más conformes con la razón y el buen sentido; son las doctrinas prácticas, y tal vez las únicas posibles y realizables en las actuales circunstancias; son, en fin, el lenguaje de la seguridad de mi país.

Un tiempo fue en que las pasiones podían animar nuestras discusio-nes políticas: hubo un tiempo, lo que es todavía más, en que al estallar nuestras grandes revoluciones, pudieron considerarse estas mismas pasiones como una necesidad. Cuando se trata de consumar una revolución y de destruir los obstáculos y las resistencias que se le oponen, ¡ah! entonces es cuando las pasiones políticas son el único instrumento a que el hombre puede recurrir en último extremo. Pero cuando una revolución está ya consumada, tan sólo el buen sentido es el que debe dirigir los negocios del país y dominar las pasiones de los hombres públicos. Yo también sé que me condenan las pasiones políticas de mi partido, y por lo mismo apelo al buen sentido de mi país.

En su libro México y el archiduque Fernando Maximiliano de Habsburgo (editado en 1863, diecisiete años después de la Carta monárquica), Gutiérrez de Estrada expresa otra vez su sentir en favor de la monarquía. Argumenta de nuevo que México, desde su fundación, fue gobernado monárquicamente y que resulta imperiosa la necesidad de continuar de esa manera, ante la inminente invasión anglosajona; Gutiérrez de Estrada, casi como un profeta —hemos leído— había vaticinado la invasión norteamericana de 1847. La invasión del general Winfield Scott, así como el creciente disgusto de las potencias europeas, bastaron para que la mecha monárquica de Gutiérrez de Estrada volviera a encenderse en los albores de los años sesenta, con un tono apremiante cuyo fin era recomendar que los desgraciados mexicanos confiaran su suerte a un príncipe excelso y de linaje esclarecido: “En nombre de la patria que ya se muere, los conjuro, pues, a que den conmigo su voto a Su Alteza, el Archiduque Fernando Maximiliano de Austria, para monarca de México”.

No es otra su ambición ni esperanza, alega Estrada, que la de permitir que un príncipe europeo, descendiente además de la monarquía de Carlos V, ocupe el lugar que le corresponde en el trono de México para defender a la nación de las potencias extranjeras que desean apoderarse de estos territorios. Un hombre, describe el mexicano, cultivado en las artes, las ciencias y la instrucción de las políticas públicas; de razón firme y serena. Su Alteza Imperial, el archiduque, a los ojos de Gutiérrez de Estrada es un hombre de

... frente espaciosa y pura, indicio de una inteligencia superior; ojos azules y vivos en que brillan la penetración, la bondad y la dulzura: la expresión de su semblante es tal, que nunca se puede olvidar. El alma se refleja en su rostro y lo que en él se lee es lealtad, nobleza, energía, una exquisita distinción y una singular benevolencia. Dotado de una disposición natural para las artes, las ciencias y las letras, las cultiva con ardor y lucimiento.

El propósito de Gutiérrez de Estrada, en conjunto con los conservadores, al ofrecer la corona de México a Maximiliano, ha sido visto como una traición al gobierno liberal.

Pero si nos adentramos en otros testimonios que nos permiten acercarnos al pensamiento de estos hombres, nos podemos dar cuenta de que el proyecto de nación monárquico se parece más a un intento de salvación y pacificación de México. No podemos negar que ciertamente es un proyecto inocente, más aún si consideramos que este hecho produjo la libre entrada de Napoleón III y su ejército en tierras mexicanas.

Si alguien tuvo en sus manos la autoridad para hablar de la voluntad de un país, fue José María Gutiérrez de Estrada. Determinado a conseguir la aceptación del archiduque Maximiliano, decidió ocultarle la existencia de ese partido liberal que no deseaba la intervención extranjera para dirimir los asuntos de la nación (tristemente, los mismos liberales terminaron por acudir al gobierno estadunidense para expulsar al invasor europeo tres años después).

* * *

De regreso en las salas del castillo de Miramar, y a sabiendas de que el archiduque esperaba escuchar el clamor del pueblo mexicano, Gutiérrez de Estrada le ofrece en su discurso la corona del imperio mexicano de la siguiente manera:

Para ver realizados estos beneficios, México, con una confianza filial, pone en vuestras manos el poder soberano y constituyente que debe regular sus futuros destinos y asegurar su glorioso porvenir, prometiéndoos, en este momento de solemne alianza, un amor sin límites, y una fidelidad inalterable.

El pecado de Gutiérrez de Estrada también consistió en contar una sola historia. Sus palabras como presidente del cuerpo diplomático que ofreció la corona al emperador en Miramar, que tal vez alentaron la propia ambición del archiduque por ejercer el poder, pusieron en movimiento el destino funesto de la pareja imperial. Cuatro días más tarde, el 14 de abril de 1864, Maximiliano y Carlota se embarcaron en la fragata Novara con destino a su nueva nación. La argumentación poderosa del ex cónsul logró convencer a más de uno de sus enemigos para unirse a la comitiva de “electores del imperio”. Personajes como Juan N. Almonte, hijo del cura Morelos, que en un principio estaba en contra del proyecto de Gutiérrez de Estrada, se sumaron a la defensa de la monarquía en el momento en que la república mexicana se encontraba más debilitada. Los emperadores viajaron a ese mundo desconocido, Gutiérrez de Estrada se mantuvo en Europa y representó a la corona mexicana ante diversas naciones europeas, hasta el 7 de mayo de 1867, cuando murió sin saber que el imperio tan largamente añorado y defendido por su prosa sucumbiría tan sólo un mes más tarde.

TE RECOMENDAMOS:
Bruce Springsteen