... el absurdo nunca es completamente ajeno a la realidad de ninguna vida.
RICHARD FORD
Nos conocimos en los últimos días del año, cuando la muchedumbre compra regalos o los ingredientes para la cena navideña, haciendo las banalidades que entretienen a las naturalezas ociosas. Yo leía en una banca Trópico de Cáncer, de Henry Miller. Ella parecía perdida en el fast-food de uno de esos centros comerciales, tan perdida que todo lo atisbaba con sus ojitos titubeantes color caoba, como de liebre asustada. Estaba rodeada de bolsas y cajas envueltas para regalos. No me animaba a ponerme en pie, lo pensé como media hora. Sin embargo, por casualidad, cruzamos dos veces la mirada... y en la última me sonrió con nerviosismo. En el momento que me levanté para acercarme, mi corazón se aceleró de golpe. Sentí que los colores se me venían a la cara; esa cara de Peter Pan que me daba un aire de ser inofensivo. Le dije algo sin importancia y le extendí la mano, pregunté si me podía sentar, ella accedió. Algunas personas agradecen esas cosas de inmediato. No sé si lo hacen a propósito, pero los divorciados tienen un aire de fragilidad que roza la más tremenda vulnerabilidad.
Ella era así, su mirada decía, con una fuerza extrema: “Estoy sola y necesitada”.
Rápido me di cuenta de que a este tipo de mujeres no hace falta que se les busque mucho la conversación, con no parecer un pervertido y saber guardar silencio basta para que solitas se descosan en monólogos infinitos, plagados de detalles que no le importan a nadie. Me dijo que estaba libre, que había pasado por un proceso de divorcio que le había costado Bastante tiempo y meses de desgaste. Su marido —su exmarido, corrigió— la engañó en reiteradas ocasiones, pero Ya he logrado poder vivir sin él, dijo, ufana.
Mientras relataba cosas demasiado íntimas: que una ginecóloga le había cancelado una consulta, por ejemplo, o que había estado viendo a un hombre mayor que no la buscó más, me sentía un intruso. Aunque yo no hacía nada por irme de ahí. Era lógico que hablara tanto, se veía que tenía mucho que contar. No dejé de fijarme en el término con que se refería a su ex, el papá de mi hija. Si los divorciados se escucharan a sí mismos, se darían cuenta de lo ardidos que se oyen al no poder pronunciar el nombre de quien, en algún momento, les robó el corazón. M me intrigaba al hacerme partícipe de cosas que sólo se le contarían a un amante. Las mujeres nunca dan información de manera gratuita. Todo lo contrario, si dicen algo es porque tienen la intención deliberada de hacérnoslo saber.
Mientras hablaba de su hija, su mirada se iba transformando, antes era la de un roedor y ahora parecía la de un pavorreal que se henchía. Algo similar pasaba cuando hablaba de su ex. Creía que al momento de convencer-me de que ya estaba curada, inmediatamente se le cicatrizarían las heridas. No la iba a contradecir... al menos no en esa primera charla.
Cuando llegué a leer a autores contemporáneos, encontraba que eran bien hechos, pero les faltaba emoción
POR AQUEL ENTONCES, no tenía ningún tipo de estudios profesionales, hice la preparatoria y ya no continué. Debido a problemas económicos, me vi obligado a trabajar medio tiempo. Lo hice durante años, hasta que un día mi padre me llamó a la sala (cosa que nunca había hecho) y me pidió que buscara un trabajo de tiempo completo que pudiera proporcionarme el dinero suficiente para apoyar a la casa, Pues ya estás grandecito, remató.
Acepté a regañadientes porque quería retomar los estudios. Lo que más me molestaba era que yo había tenido varios errores en el pasado. El principal, y del que hasta la fecha me arrepiento, fue haber dejado de estudiar durante la secundaria. Reconozco que así aprendí a cerrar ventas, lo cual siempre ha sido una de mis habilidades.
Ayudar a un cliente que está indeciso a que compre algo que tal vez no necesita se volvió mi especialidad. El motivo de no continuar la escuela no era que hubiese desertado y ya.
Mi razón estaba bien meditada, pues quería ser escritor, pero no de una forma profesional o académica, sino a la manera de un Henry Miller. Quería pasar el tiempo leyendo y escribiendo desde una actitud desenfadada, alejado del aire que tenían las aulas de mi escuela. Creía que alguien que escribía no debía profesionalizarse, sino vivir al margen de las convenciones sociales. Lejos de la pose del ratón de biblioteca o del erudito. Henry Miller tenía mucho de lo que yo admiraba. Cuando llegué a leer a autores contemporáneos, encontraba que eran muy bien hechos con el estilo y la gramática, pero les faltaba emoción, para mí la emoción era fundamental, ese otro algo en la literatura que no es ni lo sociológico ni lo político. Eso que hace que la literatura sea como un vacío repentino en el estómago. Hice lo que me pedía mi padre, lo apoyé, pero lo llevé a cabo sin abandonar la literatura. No dudaba ni un ápice de mis intuiciones, quería ser un Henry Miller y nada obstaculizaría mi proyecto. Ahora que tengo tiempo de sobra en estas paredes, podré relatar todo lo que pasó en esos años. Finalmente, creo que podré hacer lo que siempre busqué, escribir una historia desequilibrante, tal como fue la realidad hace nueve años.
INTERCAMBIÉ TELÉFONOS con M y a los tres días fue ella la que me buscó. Era justamente el día 25 de diciembre. Estaba tranquilo; no había bebido demasiado durante la cena. ¿Quieres ver una película?, me preguntó, y aclaró que no estaba aburrida, sino que pensó que podría ser que yo quisiera hacer algo. Cuando pregunté en qué cine, me contestó: No, aquí, en mi casa. A ver, te doy la dirección, ¿tienes con qué apuntar? Me gustaba que todo fuera tan espontáneo. Para mí, había un festejo inocultable, una excitación emocional que se reflejaba en el aumento de las palpitaciones. El día que la conocí, justo al despedirnos, me di cuenta de la exuberancia de sus formas. Era un poco más alta que yo, y me daba la impresión de que podría cubrirme completo con su figura.
Con una botella de tinto bajo el brazo, una camisa blanca, pantalones caqui, chamarra sport y un poco de colonia en el cuello, me sorprendí a mí mismo frente a su departamento. Abrió la puerta sin demora. Me esperaba con cierta ansiedad. El apartamento estaba bien amueblado. M cocinó un poco de pasta por si yo gustaba... (Siempre me limitaré a llamarla M para no involucrarla legalmente en esta situación y por respeto a todo lo que sucedió en aquellos tiempos). Los detalles de la casa reflejaban una personalidad organizada, pulcra y minuciosa. Litografías desleídas de Canadá, Francia, Italia y sobre todo de Estados Unidos colgaban en las paredes. En cada rincón había algún suvenir de viaje; fotografías de grandes comidas fami-liares en casas de campo. Un par de tibores de talavera de Puebla. Hubo una foto de M en traje de baño, a orillas del mar, que echó a volar mi imaginación y me dejó inquieto un buen rato...
“Burguesita, estoy cortejando a una burguesita”, pensé sin remordimiento al notar que ya era una mujer; aunque no estaba en la edad juvenil, quien fue una burguesita en la infancia jamás lo dejará de ser.
Casi sin querer, me puso la mano sobre la rodilla y la fue subiendo hasta mi muslo en reiteradas ocasiones
ABRIMOS LA BOTELLA y bebimos con tranquilidad mientras comíamos un poco de pasta con una salsa pomodoro deliciosa. No parecía que hubiera alguien más en casa. No me dejaba de sorprender que nuestra primera cita nos colocara así de cerca. Vestía una blusa roja con holanes, tenía un bilé rosa metálico y las uñas de las manos arregladas con el mismo color. Le dije que se veía increíble y sonrió como si hubiera estado esperando el cumplido toda la tarde. Hizo ese gesto, que me acostumbró a ver, tirando un poco la cabeza hacia atrás para después agarrarse un mechón del cabello y hacer que le brillara la mirada.
Sentados en un sillón mullido, separados uno del otro por escasos centímetros, vimos algunas de las películas cortas de Chaplin cuando empezaba a interpretar su papel de Charlie. Se rió bastante, así que le sugerí que viéramos el documental y dije algunas cosas sobre esos cortometrajes. (En ese tiempo era un apasionado del cine y me gustaba saber cada detalle, cada anécdota, cada dato de mis películas favoritas, así que debía medirme para no sonar petulante). Aceptó al mismo tiempo que yo sorprendía sus ojos ya inyectados por el vino. En el momento que empezaron a aparecer las opiniones de Robert Downey Jr. y de Marcel Marceau, casi sin querer, me puso la mano sobre la rodilla y la fue subiendo hasta mi muslo en reiteradas ocasiones, siempre parecía que era por puro accidente.
Me inquietó.
No sabía cómo reaccionar, temía arruinar las cosas. Sin embargo, ella no lo hacía con alevosía, era de manera accidental. Me sentí muy excitado. M tenía mucha elegancia para hacer las cosas... El departamento no lucía del todo iluminado, estaba el monitor y una lámpara en el pasillo salpicaba una luz ámbar. Se veía como detrás de un filtro, a la manera de las fotografías de Playboy. Como si el ambiente fuese percibido a través de una evanescencia que incitara. Debo de haber escondido la mirada para evitar que notara un estremecimiento que no pude contener.
El documental la tenía sin cuidado. No dije una palabra pero mientras ella empezaba a subir-bajar su mano por la curva de la pierna me jugué mi suerte rodeándola con el brazo. Todo esto fue sin cruzar ni por un solo momento las miradas. Hubo un jugueteo con mis dedos que le revolvieron el brasier antes de darle el primer beso; en ese momento ella no veía más que la pantalla pero, en un movimiento muelle, se giró y me ofreció su boca entornando los ojos. Cuando jugueteaba mi lengua con la suya, M ya estaba lista para girar y quedar encima de mí; cosa que hizo con una destreza casi felina. De súbito, puso sus senos sobre mi cara, y no perdí oportunidad para recorrerlos con la lengua, los labios y los dientes.
A su vez, ella mostraba ser una experta, pues no sé cómo me desabrochó el pantalón de dos caricias y me puso el condón como con un guante de seda. Para ese momento, estaba tan excitada que podía sentir su aroma y su tibieza.
AQUEL 25 DE DICIEMBRE, alcanzando la madrugada del 26, nos acostamos varias veces, de distintas formas, en diferentes posiciones, y en casi toda la casa. Habíamos profanado los rincones de su departamento: la cocina, el piano, el estudio, el cuarto de lavado e incluso el balcón, acaso dejando castos sólo algunos lugares, como el cuarto de su hija y el baño.
Al salir de su departamento, mientras caminaba por la noche, empezaba a presentir esa extraña sensación de embriaguez de estar alejado de la realidad. Me sentía persuadido de que las cosas tienen menos importancia de la que uno siempre les adjudica. También experimenté ciertas sensaciones inesperadas que provoca el célebre post-coitum. Toda la tarde anduve un tanto deprimido, sin saber por qué.
A la mañana siguiente, aún tenía su olor y su sabor en la piel y en la boca. Y, sobre todo, empezaba a sentir la fascinación que se iría transformando en una adicción a sus piernas, a sus nalgas, a su vientre y, en especial, a sus sofocados jadeos.