El limbo de Dante en Guadalajara

Este año, el mundo ha recordado a Dante Alighieri, quien murió hace siete siglos, en septiembre de 1321. Su Divina Comedia permanece como una de las obras más ricas y perfectas de la literatura universal; al fallecer el autor habían sido publicadas dos partes, el Infierno y el Purgatorio. De manera póstuma circuló la última: el Paraíso. En otra geografía y a mediados del siglo XIX, un arquitecto mexicano rindió homenaje al florentino en la bóveda del Teatro Degollado de Guadalajara. A su vez, el poeta y ensayista Ernesto Lumbreras describe ese hallazgo y ofrece una nueva traducción del canto IV del Infierno, representado en el inmueble tapatío.

Teatro Degollado, en Guadalajara, Jalisco.
Teatro Degollado, en Guadalajara, Jalisco. Foto: Claudia López / Sria. de Cultura, Jal.

En su Vida de Dante, Giovanni Boccaccio menciona que antes del exilio —decretado en enero de 1302—, el poeta había escrito los primeros siete cantos del Infierno, resguardados por su familia frente al temor de los saqueos y expropiaciones de los güelfos negros y sus partidarios, triunfadores en la contienda política de la época. Según esa historia, el también poeta Dino Frescobaldi localizó en 1307 a Dante Alighieri en la corte de Lunigiana de Moroello Malaspina y marchó hacia aquellas tierras a fin de entregarle sus manuscritos.

EL TIEMPO DEL POEMA

Los más serios dantistas, al no encontrar documentos confiables, desestiman este capítulo y comparten que los cantos iniciales de la Comedia se escribieron a partir de 1308. Los “hechos maravillosos” de Boccaccio cuadraban el tiempo del poema con el tiempo del poeta. El viaje por los reinos de ultratumba, en la ficción dantesca, principia el amanecer del Viernes Santo del 25 de marzo de 1300. Desde tal perspectiva, el vate dotaba sus versos de un poder profético, atisbando entre otros asuntos su propio destierro dos años después de su desconcertante llegada a Selva Oscura.

Las primeras copias del Infierno comenzaron a circular en 1315; se cuenta con indicios de que el Purgatorio apareció en 1316. En el siguiente lustro, a salto de mata, buscando el amparo de un protector, el poeta escribe el Paraíso, publicado meses después de su muerte, el 14 de septiembre de 1321. Han transcurrido setecientos años y la obra de Dante sigue siendo el gran monumento —la pieza estelar en sus varias acepciones— de las letras de Occidente. Sólo ciertos clásicos grecolatinos pueden compararse con su hazaña. La presente traducción del canto IV, la dedicada al Limbo infernal, se suma modestamente a la conmemoración luctuosa recordada en el mundo.

EL TEATRO DEGOLLADO

La elección particular del canto tiene un motivo: el mural de Jacobo Gálvez, Gerardo Suárez y Carlos Villaseñor, el homenaje plástico más relevan-te en el continente americano de la Comedia. Este secreto tan bien guardado —aun para muchos jaliscienses— se encuentra en la bóveda del Teatro Degollado de Guadalajara, foro levantado piedra a piedra por el también arquitecto Gálvez, entre 1856 y 1866, periodo de la Guerra de los Tres Años y de la Intervención Francesa.

La elección del Limbo dantesco para decorar su techo contrastaría felizmente con la realidad de aquel país de caudillos y vendepatrias, de obús y paredón. En el no-tiempo de los sabios y poetas de la antigüedad, anteriores a Cristo, en el inaudito jardín palaciego bajo tierra, el mortal Dante conversa con sus tutores líricos, asumiéndose parte de un sexteto inmortal.

En el siglo XIX los mexicanos, ocupados en discusiones fatuas y luchas carniceras, pocas veces conocieron el arte de conversar, principio y fin de toda civilización. El banquete de Dante Alighieri, en las alturas del coliseo tapatío, se asume como la diaria lección de la humanidad. Los 151 versos del canto IV, aquí traducidos en tercetos endecasílabos, sin rima simétrica —pero con asonancia y consonancias, aquí y allá—, dan noticia del peregrinar de Virgilio y Dante por el círculo primero del Infierno, lugar contradictorio donde se vive “sin esperanza en el deseo”, sin llantos de dolor, sí, pero en un eterno y renovado suspirar bajo la luz de la belleza y la verdad.

EL RELÁMPAGO Y EL TRUENO

Entre los 34 cantos infernales, el dedicado al Limbo —invención lírica y licencia teológica del poeta— no figura entre los diez más célebres estimados por la crítica y recreados por artistas de varias épocas. La exclusión de esa lista áurea estaría, claro, sujeta a debate. Lejos del dramatismo misterioso, cruel y despiadado del canto anterior, escrito con ciertas claves de revancha hacia sus contemporáneos, el Vestíbulo de los Indiferentes es y no es el kilómetro cero del dolor sin término. Sin formar un círculo propiamente, ese valle impío es un aparte o reducto oprobioso donde moran almas rastreras y acomodaticias que en vida jamás se comprometieron —invictos “en la loa y en la infamia”— con causa alguna. Ése es leitmotiv del conocido poema “Che fece... il gran rifiuto” ("Del que hizo... aquella gran renuncia"), de Constantino Cavafis.

Picadas por rabiosos moscardones, las sombras viven de su vileza, despreciadas incluso por Satán, príncipe de quienes sí tomaron partido en la rebelión celeste. Pero también el canto III comienza con los versos grabados en la puerta infernal, de los cuales el noveno y último corta el aliento a los improbables merodeadores del averno: “Ya que entraste aquí, pierde toda esperanza”. El cántico tercero concluye con el paso del río Aqueronte a bordo de una barca capitaneada por el viejo y colérico Carón, arriero fluvial de los pecadores amontonados en la orilla. Estos pasajes darán lugar a dos obras maestras del arte universal, La puerta del Infierno (1880-1917), de Auguste Rodin, y La barca de Dante o Dante y Virgilio en el Infierno (1822), de Eugène Delacroix.

Ya en la ribera del primer círculo, con el terror en el cuerpo y el alma de Dante, sobreviene un terremoto seguido de un ventarrón, el cual, sin menguar su potencia, dará lugar a un relámpago bermejo —“una luce vermiglia”— que multiplica el pavor y la desolación del florentino. Ante tal extremo desasosiego pierde el sentido y cae “como un hombre abatido por el sueño”. Muchos cantos de la Comedia poseen el timing para concluir en el momento propicio con un toque de intriga y suspenso, ese tacto de sutileza narrativa característico de la Sherezade de Las mil y una noches.

Así termina el canto III, con un relámpago, y comienza el canto IV, con un trueno. La velocidad de la luz se impone a la del sonido. El protagonista de su propio poema despierta “como durmiente alzado con violencia”. Los desvanecimientos de Alighieri son moneda corriente en La vida nueva y en su obra inmortal, en buena parte, asegura Marco Santagata —uno de sus biógrafos más renombrados—, por obra de la epilepsia que padeció. Ayudado por su mentor, Virgilio, se levanta y da los pormenores de aquello que mira y escucha en el círculo inicial del infierno, el Limbo, pieza suprema de su exquisita y descarnada invención.

DOS DANTISTAS: BORGES Y ELIOT

En el primero de los Nueve ensayos dantescos (1982), Borges lo aborda bajo el título “El noble castillo del canto cuarto”. Dice en esas páginas estrictas que una atmósfera “de horror tranquilo y silencioso” cubre este lugar paradójico, “penoso museo de figuras de cera”. En ese paréntesis sin dolor y de suspirar melancólico, sin esperanza, mora por la eternidad Virgilio, confesión que conmueve a Dante, quien de inmediato, señala Borges, “para disimular el horror de esa afirmación o para decir su piedad, prodiga los títulos reverenciales: Dimmi, maestro mio, dimmi, segnore”.

Por su parte, T. S. Eliot, otro dantófilo de largo aliento, recrea un terceto del Limbo (versos 25-27) en la primera parte de La tierra baldía (1922) —titulada “El entierro de los muertos”—, en aquel pasaje del Puente de Londres atravesado por una multitud informe como la que se concentra en las orillas del Aqueronte, masa de hombres y mujeres que “exhalaban suspiros, infrecuentes y breves / cada uno con la vista clavada en sus propios pasos”.

Presente en el mural de un teatro mexicano, en el ensayo de un escritor argentino y en el poema de un poeta británico-estadunidense, el Limbo de Dante renueva su vigencia en el aquí y en el ahora, enfatiza el fulgor horaciano “de no morir del todo” desde la extrañeza de una conversación en el jardín interior de un castillo circundado por siete murallas.