Después de mucho pensarlo y de mucho discutirlo, nos fuimos a Marrakesh, lugar que no estaba para nada en mis pensamientos, que no me significaba nada y que ni siquiera sabía yo que existía.
Nos alojamos en un hotel elegante y caro, junto a la plaza principal. Tenía jardines sembrados con palmeras, habitaciones amplias y soleadas, además de varios restoranes con platillos de alta cocina, aunque en ninguno servían cerdo ni alcohol porque están prohibidos para los musulmanes o, como dicen ellos, no son halal sino haram.
En cada pared y en cada rincón colgaba un retrato del rey, a veces vestido con traje y corbata, a veces con chilabas coloridas y tarbush, pero siempre con gafas oscuras. Se llama Mohamed, es hijo de Hassan, nieto de Muhamad, padre de Hassan.
AL INSTALARNOS, salimos a conocer. Aquello fue una visión o una pesadilla o las dos cosas. Había vendedores, aguadores, equilibristas, carritos de comida que sacaban mucho humo, turistas que se sientan en los cafés y restoranes a descansar y conversar. Luego nos seguimos por la ciudad vieja, que está del otro lado de la plaza. Y también fue una visión y una pesadilla. Había muchísima gente que iba y venía y el olor era insoportable por el agua sucia de los baños públicos, que corre por las canaletas a orillas de las callejuelas, y por las cabezas de camello que cuelgan en los puestos. Los vendedores se echan encima, ofrecen, ruegan, imponen, mandan. Las especias son de colores muy intensos, el olor a piel mal curtida y a lana cruda se incrusta en la nariz, unos pobres animales sucios y maltratados pretenden atraer a los compradores.
Todo allí era demasiado. Y demasiado también era escuchar cinco veces al día la voz del muecín llamando a la plegaria Alahu Akbar. Todo era muy fuerte, muy enloquecedor y uno se enreda y se pierde. Después de todo, es África, ese lugar tan desconocido y lejano, tan diferente y ajeno. Yo de plano decidí mejor no salir de la habitación. Así que doblé y guardé mi enorme mascada de dibujos blanco y negro: servía por igual para taparme la cabeza al entrar en las mezquitas, que para taparme el cuerpo al salir de la piscina. Me quedé en pijama.
Platicando con la recamarera del hotel, me dijo: Nosotros somos pobres.
¿Y el gobierno no les ayuda? , pregunté.
¿Qué dice usted? , contestó.
Que si el rey no les ayuda.
Sayyida Livia, no le entiendo, respondió. Nuestro rey, Alah lo conserve muchos años, tiene que cuidar la fe, lo demás no es asunto suyo. Y de todos modos se preocupa por nosotros, manda construir centrales para que tengamos agua y luz, como donde trabaja uno de mis hijos, que está en el camino a las montañas, y otra donde trabaja uno de los hijos de mi hermana, que está en la entrada del desierto. Por eso lo llamamos el rey de los pobres y el rey de los jóvenes.
NOS CAÍMOS BIEN la señora Fatema y yo. Juntas veíamos la televisión, programas en los que les enseñaban a las mujeres a maquillarse y otros en los que seguían a las pateras llenas a reventar con los que huían de Marruecos y se iban a Europa. Le gustaba contarme de su familia: mi hijo más chico estudia en la medresa, ya se sabe todas las suras, y mi muchacha, la única mujer, trabaja aquí en el hotel igual que yo, a mí eso no me gusta, siempre le digo que no va a conseguir un marido si sigue trabajando, pero no nos queda remedio, pues mi marido se tuvo que regresar a cuidar a sus padres, los dos son ancianos, él ya tiene los sesenta y cinco y ella ya va a cumplir los cincuenta y cinco.
Al instalarnos, salimos a conocer. Aquello fue una visión o una pesadilla o las dos cosas.
Había vendedores, aguadores, equilibristas
Un día no vino más. En su lugar apareció una muchacha muy joven, que dijo ser su hija.
¿Dónde está tu madre?, le pregunté.
Mi padre la llamó y se fue para Tetuán, contestó. Y siguió hablando: nosotros somos de allá, mi padre se dedicaba al porteo, pero le dijeron que los hombres sólo podían pasar los martes y jueves, entonces mi abuela iba sólo los lunes y miércoles. Luego pusieron horarios y entonces tenían que quedarse a dormir en la calle para alcanzar a entrar muy temprano, cuando abrían, hasta que la abuela se enfermó por el frío de la madrugada y mi padre se lastimó por jalar los pesados carritos con las cajas de almendras. De todos modos, no hubieran podido seguir trabajando porque les dio por de plano prohibirlo y porque a cada rato cierran el Tarajal y no dicen cuándo lo van a volver a abrir. Por eso mi madre se tuvo que ir, para ayudar allá. Aquí en el hotel sólo le daban permiso de irse si yo me comprometía a hacer su trabajo, además del mío.
¿A ti también te gusta ver la televisión mientras haces la limpieza?, pregunté.
No, gracias, contestó.
LO QUE LE GUSTABA era platicar. Y como encontró quién la escuchara, pues no cerraba la boca. Mientras cambiaba sábanas y toallas y pasaba el trapo por encima de los muebles y por la orilla de las ventanas, me contaba muchas historias: la de una profesora de Rabat, muy famosa ella, se llama Fátima o Fatema, igual que mi mamá, que viene a Marrakesh cada tanto para entrevistar a mujeres y escribir libros con esas entrevistas, porque según dice, el Profeta, que la paz sea con él, pensaba que las mujeres eran lo mejor y había que hacérselo saber a los creyentes; la historia del Ramadán, cuando los días eran largos y pesados por el ayuno, pero las noches eran de fiesta y en su casa preparaban platillos deliciosos; la de cómo quería casarse y tener hijos, pero no conseguía novio porque a ningún muchacho le gustaba que trabajara; la del rey, que Alah lo conserve muchos años, a quien veneraba. Tiene doce palacios con más de mil sirvientes, que todos los días le preparan la comida y la cena por si se le ocurre llegar sin avisar, seiscientos autos, varios aviones y yates, que Alah le otorgue muchos más; la de su hermano menor, al que adoraba y que estaba en la lucha.
¿Cuál lucha?, pregunté.
La de salvar al mundo de los infieles, contestó.
Nos caímos bien la joven Zaina y yo. Tal vez por eso, unos días después llegó con un muchacho también muy joven, que dijo ser el hermano. Éste que está usted viendo con sus propios ojos es Hamid, que Alah lo cuide por siempre.
Salam aleikum, dijo el chico.
Aleikum salam, respondió Zaina, eso es lo que usted debe contestar.
¿A qué te dedicas?, pregunté.
Estudio en la escuela coránica y estoy esperando mi turno para irme a entrenar y convertirme en soldado de Dios, contestó. Y siguió hablando: ¿ha oído del sheikh Osama? Yo le sirvo a él. A mi madre no le gusta en lo que ando, le da miedo que me maten, pero yo le digo que es un honor que me permitan formar parte de ellos y morir por la fe.
Se quedó callado un momento y luego me miró fijamente y me habló fuerte: le pedí a mi hermana que me trajera aquí para preguntarle a usted si puede donar dinero para pagar mi viaje y equiparme. Sólo así podría irme, pues cada quien tiene que conseguir sus fondos y mi familia no tiene para ayudarme.
Zaina lo escuchó orgullosa y luego ella también habló: Sayyida Livia, mi hermano está con los que piensan que nada de negociaciones ni de conferencias de paz ni de diálogos, sólo yihad y fusil.
Entonces, ¿qué dice?, me insistió el muchacho. Si quiere le enseño el video donde el gran Ayman explica todo muy bien, ¿lo quiere ver? Para que entienda nuestra lucha, que es por Dios, por los fieles, por recuperar Al Quds de los sionistas Inshalah, por sacar a los americanos de nuestras tierras Inshalah, por ayudar a nuestros hermanos palestinos Inshalah.
No le dí dinero y preferí salirme de la habitación. ¿Podría usted arreglar un viaje a Uarzazate?, le pregunté a la persona que estaba en la recepción, pues aunque no tenía yo la menor idea de dónde quedaba ese lugar, el nombre que lucía en el enorme cuadro detrás del escritorio me resultó atractivo. La mujer me ofreció mejor conocer las mansiones de fin de semana de los franceses ricos, son verdaderas joyas, dijo, un lujo nunca visto. Pero le dije que no, que tenía que ir a ese lugar para cumplir con el encargo que me hicieron mis amigos marroquís que viven en España, de entregarle dinero a sus madres y esposas. Había leído ese cuento en una novela y cuando se lo repetí, la pobre se emocionó.
ESA MISMA TARDE, me vino a ver un hombre joven que se presentó como el que sería mi chofer. Se llamaba Murad y dijo que conocía bien la zona, porque la familia de su esposa era de por allá y porque había llevado a muchos turistas. También dijo que el paisaje era hermoso, montañas cuyos colores cambian con la luz del sol, a veces son amarillas, a veces cafés, y a veces de un rojo encendido; al fin dijo que hacía mucho calor, pero aún así se podía ver la nieve brillando en los picos altos. Luego me preguntó dónde quería detenerme, si en la kasbah tal o en la kasbah tal y si prefería seguir hasta el desierto a pasear en camello o pernoctar en Zagora y conocer la barranca de Dadés.
Le dije que a mí me daba lo mismo, que no tenía ninguna preferencia, y entonces salimos de Marrakesh hasta llegar a un camino angosto,
curveado, en el que había cabras y niños que vendían piedras y los camiones iban parándose en cualquier parte para subir y bajar pasaje. Luego empezaron a aparecer las barrancas. Enormes, profundas, oscuras, impresionantes. Cuando las vi, se me antojó volar hacia esas profundidades, dejarme llevar por el aire ligero que hay por acá, y quedarme allí para siempre, con el rostro frente al sol brillante o contra la tierra rojiza.
No recuerdo más de ese viaje. Ni qué comimos, ni dónde dormimos. Sólo recuerdo que me ofrecieron entrar al desierto y no acepté, pues lo único que quería era volver al hotel.
Y heme hoy aquí, tantos años después, arrepentida. Hubiera ido, hubiera preguntado, hubiera comprado, hubiera comido.
HOY ESTOY RECORDANDO Marruecos, la plaza Jmaa el Fná en la ciudad, los pueblos que brotan en el camino y las barrancas que se abren a su lado. Estoy recordando las montañas que llegan hasta las nubes, con sus picos nevados; las casas del color de la tierra, a veces amarilla, a veces roja, a veces café; las cabras y las serpientes y los gatos y los niños que venden piedras; el canto del muecín Alahu Akbar, que sale de todos los minaretes de este país; el cuscús que ofrecían en los restoranes que nunca me gustó, así fuera de puras verduras, y el agua que vendían los aguadores que nunca me atreví a tomar, así tuviera muchísima sed. Hasta estoy recordando el olor insoportable del mercado, ése que trataba de evitar pegando mi nariz a un montón de hojas de hierbabuena o dando un largo rodeo por sus calles con tal de no pasar junto a los puestos donde colgaban las cabezas de camello llenas de moscas.
Ni mis lágrimas ni la poesía ni toda la ciencia de las placas tectónicas y las fallas profundas de la tierra sirven para quitarme la vergüenza de haber pensado que deseaba volar hacia las profundidades
Hoy estoy llorando por Marrakesh, la ciudad que no estaba para nada en mis pensamientos, que no me significaba nada y que hasta hace unos años, ni siquiera sabía que existía y desde hace unos años había olvidado por completo. Y estoy llorando porque esa cordillera del Atlas que me acompañó mientras yo viajaba, la que el guía me dijo que había nacido por el choque entre dos placas tectónicas y que algún día iba a dividir África en dos continentes separados por un nuevo océano, pero no se preocupe porque eso sucederá dentro de cinco millones de años, decidió sacar su energía y hacer temblar la tierra hasta desgajarla y hasta derribar todo a su paso.
Y por eso hoy estoy llorando por los abuelos y las abuelas, por las madres y los padres, por las novias y los jóvenes que trabajaban en las centrales de luz o en los cafés y restoranes, por los niños que estudiaban en las medresas y soñaban con irse a la yihad y acabar con todos infieles del planeta y por los adolescentes que deseaban comprar un pedazo de tierra en el Rif para sembrar la cannabis, al fin que esa planta crece rápido y no necesita mucha agua, para luego sacarle la resina apaleándola y con eso hacer el hachís que tanto gusta y tan buen dinero deja.
Pero ni mis lágrimas ni la poesía ni toda la ciencia de las placas tectónicas y las fallas profundas de la tierra me sirven para quitarme la vergüenza de alguna vez haber pensado que deseaba volar hacia las profundidades con el aire ligero de por acá y de haber pensado que me quería quedar tirada con el rostro frente al sol brillante o contra la tierra. ¡Ay de mi arrogancia y mi estupidez! Porque hoy los rostros y los cuerpos de veras están allí, entre los escombros, bajo las piedras y los fierros, y nunca volverán a ver el sol brillante ni sentirán el aire ligero que embellecía la muerte según la fantasía orientalista de la turista que fui, que soy, que ya no quiero nunca volver a ser.