El rebaño laboral existe desde la Revolución Industrial. 237 años después, en los noventa, empecé a trabajar en agencias con muebles modulares llamados caballerizas, donde nos acomodaban igual que al ganado. Hoy somos un rebaño digital y las oficinas son coworkings, los nuevos establos para ser productivos, y también las plataformas como Zoom para trabajar desde casa.
UNA ESCENA LABORAL
Éramos ocho personas trabajando en una caja de zapatos. Me urgía ir al baño, pero antes tenía que enviar un correo que era más importante que la vesícula y la próstata juntas, aunque el doctor me haya dicho que no reprima las ganas de mear. Salí disparado después de dar el click y en mi ruta de evacuación tuve que esquivar una fuerza de ventas parloteando amontonada en el área de la cafetería.
Al dar la vuelta sobre el pasillo principal, en el otro extremo del cuarto piso, un gordo salía de una sala de juntas. Nos miramos y nos medimos como vaqueros en un duelo con música de Morricone. Empezamos a caminar muy ecuánimes hacia la entrada del baño ubicado en medio del pasillo. Entonces, bajita la panza, el gordo aceleró el paso. Claramente los dos nos dirigíamos al único baño disponible en todo el cuarto piso. En ese bañito mal ventilado sólo había un escusado, un mingitorio y un lavabo para dar servicio a unos cuarenta Godínez chic del género masculino.
Me moví más rápido por ser ligero. El gordo de plano se echó a rodar como una bola de boliche. Todo es de cristal y las oficinas son como las cabinas del museo de historia natural donde se recrean los hábitats de cada especie. Las dos recepcionistas se ahogaban de risa al vernos en aquella carrera contra la digestión, sabían lo que nos esperaba al llegar a la puerta del baño: una fila de tres desgraciados esperando para cagar y/o mear. El otro baño de masculinidad tóxica, una auténtica cámara de gases, estaba en el quinto piso. Pero la fila era más larga que la del quinto infierno, según nos informó uno de los desgraciados que venía de allá. Además, aquel baño tenía fama de que tiro por caca se tapaba. Por un segundo la necesidad nos hizo ver el baño de mujeres como la salida de emergencia, pero sería un suicidio en estos tiempos de nanomachismos, equidad de género, moralina y corrección política exacerbada. Esta es una escena natural en la lucha por la sobrevivencia en un establo de la colonia Juárez.
CHAMBA ES CHAMBA
Cuando sea, donde sea, diría Travis en Taxi Driver. Sobre todo ahora que se precipitó el fin de los trabajos fijos y las oficinas empresariales como las conocíamos, por incosteables. La tendencia del trabajo por proyecto, el freelance, el home office, el start up y la tecnología esclavizadora me han llevado a sobrevivir a cuatro centros de trabajo que ostentan letreros brillantes de coworking. Establos glamorosos donde se supone que el ganado contento dará más y mejor leche.
Desde los cubículos, las peceras y las mesas de trabajo común, pastando por las caballerizas corporativas, en estas oficinas innovadoras las empresas rentan y comparten espacios cada vez más reducidos, incómodos e inhumanos. Existe hacinamiento y carencia de servicios básicos: el baño, la dictadura infecciosa del aire acondicionado —impensable en tiempos de Covid— y el agua para beber de una máquina que un día no funciona y al siguiente tampoco. En México son menos oficina y más vecindad. Sólo falta que alguien ponga un tendedero en el roof garden. Acá todo se desvirtúa y son áreas compartidas muy a la mexicana, tapizadas de mensajes de superación y motivación respecto de trabajar sin reparo para lograr cualquier cosa porque impossible is nothing, en las que se padecen nuestras manías de gandallismo cotidiano: impera el yo primero/mi derecho a estorbar/la apropiación de las áreas comunes/la uña larga y el apañe de los insumos, se roban desde el café hasta el papel sanitario... lo normal.
DE SUPERVACA A DUEÑO DEL RANCHO
Mientras WeWork —el semillero de los coworkings— se tambaleaba al borde de la quiebra en noviembre de 2019, en nuestras ciudades en proceso de gentrificación vaquera, cada edificio con o sin uso de suelo para oficinas, nuevo o reconstruido, ya estaba destinado a ser un establo cool. Con más de 528 sucursales, WeWork fue fundada en 2010 por el emprendedor Adam Neumann con su modelo de negocio: rentar oficinas equipadas a empresas emergentes o a las que tuvieron que adaptarse a las nuevas condiciones. Además de oficinas tienen áreas comunes, salas de juntas, un comedor, estación de café y una azotea acondicionada como terraza. He ahí un hombre de negocios innovador y exitoso que se formó arriesgando y fracasando, según lo indica el manual del buen emprendedor. Por eso representa el arquetipo de la supervaca que inspira al rebaño. En una fábula de negocios, Neumann se paró en dos patas como animal orwelliano e inventó su rancho laboral. Pero la ambición es mala consejera y su codicia llevó a la compañía al borde de la bancarrota. Tuvo que endeudarse con SoftBank para liquidar a 2 mil 400 infelices. Entre esos despedidos estaba Neumann, el único que recibió 1.7 mil millones de dólares.
SÚBALE, TODAVÍA HAY LUGAR
Del cubículo por persona al cubículo por empresa transcurren unos cuarenta años de distancia. Hoy los arquitectos se rigen por la primera ley del microbús: donde cabe uno todavía hay lugar para otros siete. Como todo lo que conocíamos del siglo pasado, las oficinas también se han transformado y ya no son más ese monstruo que traga empleados en la mañana y los vomita en la tarde. Ahora los digiere con suavidad, inclusión y corrección, en horarios flexibles, como freelance pero presenciales, con alegres plataformas tipo Monday para organizar cada día y proyecto por colores (colorín-colorado, este proyecto no ha terminado), y un discurso de superación para maquillar la explotación que es más canija si consideramos que el WhatsApp te encadena 24/7. Tienes que estar conectado y disponible, así sea domingo a la medianoche, si no los clientes o el dueño se infartan. Nunca terminas de salir de trabajar.
Las empresas requerían ocupar varios pisos o edificios completos para operar y acomodar al personal en aras de la eficiencia y la productividad. Hoy algunas siguen así, aunque se esté volviendo obsoleto por innecesario e impagable. En las oficinas de Godínez trajeados o en las de Sportínez de playera y tenis —como es mi caso—, ocupabas una pecera que normalmente compartías. Podía ser individual si eras muy picudo y ya tenías a tus chalanes dándole a la talacha. Trabajabas aislado tras un cristal que te distinguía pero te exhibía: tenías un escritorio amplio, teléfono con extensión personal, gavetas, cajones donde guardar todo lo que necesitabas para sobrevivir y, si te iba bien, una plaquita con tu nombre en la puerta. Después nos arrearon a las caballerizas, esos galerones de escritorios modulares; los privados eran para las cabezas de ganado selecto. La ubicación, el tamaño y las características de las oficinas solían ser un asunto de jerarquías. Hoy todos parejos en el mismo espacio de dos metros cuadrados. Imposible tener privacidad; para hacer una llamada tienes que formarte en las cabinas de silencio que siempre están ocupadas porque solamente hay dos en todo el piso.
Imposible tener privacidad; para hacer una llamada tienes que formarte en las cabinas de silencio que siempre están ocupadas porque solamente solamente hay dos en todo el piso
TIEMPOS MODERNOS
Las caballerizas desaparecen y llegamos a la época de las mesas de trabajo comunes: células que son redondas, cuadradas o alargadas, donde compartías lugar con el personal de otras disciplinas y áreas. Finalmente, cada vez más empresas empezaron a aplicar estos esquemas abusivos en los que se trabaja ahora. Empresas hacinadas en el cubículo que antes ocupaban dos personas, donde administran en línea a un equipo contratado por proyecto. Si antes una compañía ocupaba uno o varios pisos, ahora son varias las que ocupan el mismo piso y los mismos servicios e insumos que se cobran por separado a precio de dólar en ventanilla. En estas microoficinas hay que pagar por todo lo que la superrenta no incluye. Además de convivir nalga con nalga contra los del cubículo y contra la marabunta de los otros cubículos.
En un coworking muy cool por el que pasé en la Roma, nuestros vecinos eran una granja de bots que a diario golpeaban a alguien en las reses sociales. Allí habitaba Jabba the Hutt, se acostaba entre dos sillones para hacer la digestión en la terraza-comedor, mientras otros esperábamos lugar para sentarnos a comer. Pedirle que se moviera era ofensivo y discriminatorio, un ataque contra los derechos de las personas con sobrepeso.
En aquella agencia nómada por la que pasé me tocó sobrevivir a dos coworkings. En un edificio sobre la calle de Hamburgo en la Zona Rosa, ocho personas trabajamos por una renta estratosférica en una microoficina del cuarto piso. Compartíamos con una veintena de empresas de todos los giros: ventas de productos y servicios, marcas de bebidas, arquitectura, marketing digital, contabilidad, salud y belleza. Se supone que este ambiente fue creado para que las empresas interactuaran, pero la realidad es esta especie de vecindad laboral forzada, muy distante de la publicidad.
El edificio sobrevivió a los últimos temblores y fue reconstruido sobre unos amortiguadores que cada cinco minutos nos propinaban sacudidas vertiginosas. Para nosotros, los dos temblores que vivimos ahí no fueron más que los movimientos normales. La prisa por abrir sin haber terminado la construcción se juntó con nuestra urgencia por un espacio de trabajo. Llegamos ahí cuando tres de cinco pisos todavía estaban en obra negra. Sólo el cuarto y el quinto operaban a medias.
Que la ropa y los tenis te quedaran como si trabajaras en la construcción era lo de menos. Lo extremo era el escalón de quizá unos veinte centímetros al salir del elevador, en el que no pocos y pocas azotaron la primera vez que subieron. Les había fallado el cálculo por veinte centímetros, ahí nomás, maestro. También les falló el espacio para bicicletas. Porque instalaron unos estacionamientos hidráulicos de dos niveles para los coches, pero ni un rincón para dejar las bicicletas. Esto fue motivo de discusiones con los administradores: prohibido subir la bici a los cubículos; lo que obtuvimos fue la jardinera de enfrente del edificio para encadenarlas. “Pues usen Ecobici”, nos regañaban.
Tuvimos que aguantarnos por el contrato. Fueron meses de trabajar con una conexión de internet que fallaba cada cinco minutos porque a diario se conectaba más y más gente. Dos o tres días a la semana llegaban hordas de vendedores que se instalaban en los escritorios de entrada por salida. Desesperados por no poder enviar ni un correo, nos olvidamos de la administradora histérica que nos cajeteaba cada vez que le pedíamos una conexión decente y nos comunicamos con el proveedor de la red. Llegamos hasta la instancia legal, donde nos explicaron que sólo se había contratado una conexión limitada. Esto, aunado al Polo Sur Acondicionado que en diciembre enfriaba más adentro que afuera, nos hizo huir tristemente en un invierno crudo como en un cuento de Dickens y sin feliz navidad.
DESPUÉS DE LA PANDEMIA
Nada volverá a ser igual tras el paso del coronavirus que llegó para quedarse. Más de diez mil empresas no reabrirán en México, a causa del Covid-19, la negligencia de las autoridades y la irresponsabilidad de la población. Sin duda, entre esas empresas hay coworkings que se quedaron sin clientes porque también desaparecieron. Los que sobreviven, además de operar a la mitad, tienen que invertir en las nuevas normas de sanidad. Me pregunto cómo van a resolver el problema de los aires acondicionados en los edificios inteligentes. Por lo pronto, WeWork en México acaba de lanzar una campaña: “Los planes cambian. Planea con WeWork”. Seguramente van a tener demanda entre las empresas que sobrevivan a la debacle y operen sin la mitad de su personal y sin oficinas.
Durante los días de encierro algún emprendedor salió con la idea de las Virtu-Office, oficinas virtuales para que “las compañías puedan despegar o recuperarse económicamente”. Lo mismo pero más barato, diría el Dr. Simi, con la novedad de que se pueden rentar desde doce horas por mil pesos. Ahí, aseguran en su página, “la seguridad de los colaboradores vale en costos de productividad para la empresa”. También surgieron plataformas como Nvidia para trabajar desde casa o cualquier lugar, una suerte de Zoom con más herramientas para “ofrecer nuevas oportunidades de crecimiento y aumentar la productividad”. Todo sea por la bendita productividad. ¡Arre!