Luis Zapata, realidades y ensueños

El vampiro de la colonia Roma, publicada en 1979, fue la primera novela declaradamente gay de las letras mexicanas. Su autor era entonces un desconocido veinteañero que luego desarrolló una obra exigente y gozosa, tanto en narrativa como en dramaturgia, aunque ya sin la resonancia —o el escándalo— de su opera prima. José Woldenberg disecciona aquí sutilezas y registros emocionales de los protagonistas de La historia de siempre, novela de Zapata, a manera de agradecimiento al escritor, fallecido el pasado 4 de noviembre.

La historia de siempre
La historia de siempre larazondemexico

Las relaciones de pareja han sido tratadas por la literatura, el cine, las radionovelas, el teatro, la música, la ópera, la pintura, el ballet, la televisión y sígale usted. Es un tema recurrente y no podía ser de otra manera. Esas relaciones están en el centro de nuestras vidas y son preocupación de (casi) todos. Su tratamiento ha sido y puede ser cómico, dramático, trágico, melodramático, tragicómico o como guste el autor, que para todos los paladares hay. Y cuando las relaciones de dos se vuelven de tres o pueden volverse de tres, entonces las tensiones y la temperatura suelen incrementarse.

Luis Zapata (creo) sabía que cada pareja y cada triángulo portan una buena dosis de drama; que los conflictos y peor aún las rupturas están cargadas de una estela de sufrimiento. Pero vistas a la distancia y dada la recurrencia de los comportamientos, la repetición de las historias, no pueden sino observarse como comedias, que arrancan sonrisas no exentas de nerviosismo.

Porque no es igual vivir en primera persona una separación, con su carga dolorosa, que observarla a prudente distancia y concluir que se trata de “la historia de siempre”.

En La historia de siempre (Quimera, México, 2007), Zapata —a través de la voz del narrador, del protagonista (Armando) y de un corrector de ambos que va glosando a pie de página algunos de los comentarios de los primeros, muchas veces de manera socarrona— traza una historia (o unas historias), que no resulta singular ni especial, todo lo contrario. Es “la historia de siempre”, pero dibujada con destreza y humor, notaciones reflexivas y salidas juguetonas que hacen de la novela un mural de aquello que nos atormenta y que bien visto, claro, por otros, “no tiene la menor importancia”, como diría Arturo de Córdova.

Armando y Bernardo son una pareja que tiene un “amor apacible, sin borrascas ni paroxismos, y algunos desengaños, que el vulgo llama frentazos”. Tienen múltiples afinidades, “una vida sexual satisfactoria, se divierten juntos”, pero (siempre el pero, no puede ser de otra manera), Armando vive a su vez insatisfecho. La monotonía, la rutina, lo conocido, coartan su libertad potencial, sus deseos. “Nada parece bastar”. Porque entre la vida vivida y la vida imaginada existe un océano de distancia. Hay rasgos del carácter de Bernardo que no soporta y encuentra fugas en paseos o el cine, pero puestos en la balanza la estabilidad y el cariño tienden a aplacar la insatisfacción. Peor —imagina— es la soledad. Pero su natural inseguridad, sus expectativas defraudadas, las desavenencias, lo llevan a ensoñar otras posibilidades amorosas.

Nada extraordinario, por cierto. Una educación sentimental moldeada por el cine, los boleros, los dichos populares y una capacidad de introspección aguda y sensible, va develando la complejidad y ambigüedad de la relación de esa pareja, que puede o no ser todas las parejas del mundo con sus lazos de afecto y solidaridad y sus desencuentros y fastidios.

Con el tiempo (creo), lo más revelador de las novelas de Zapata es la capacidad de recrear las tensiones y vacilaciones, la sensibilidad y los anhelos de los personajes

Armando viaja a la playa (¿cuál? nunca lo sabremos) invitado a un festival (¿de cine? ¿de literatura?, no importa). Y el alejamiento físico de Bernardo abre posibilidades para la aventura, los sueños, la transgresión de la rutina. Armado vive o imagina cuatro historias: conoce a Éric y tienen un affaire intenso y fugaz; conoce a Fabio y después de varias cogidas éste lo invita a irse con él a otro país; reencuentra a un amigo de la adolescencia, ahora casado y con hijos, y vuelven a acostarse; y coquetea con algunos jovencitos, pero sin llegar a más.

Todas son posibles y no. Todas suceden y no. Pueden ser sólo proyecciones de sus deseos, pero pueden ser también historias “auténticas”. Total, entre el narrador y Armando conducen al lector por diferentes laberintos, porque de lo que se trata es de juguetear con diversas posibilidades del gozo, el escape, la infidelidad, pero también con sus eventuales derivaciones: la culpa, el miedo, la incertidumbre.

Las aventuras de Armando en el festival son desatadas por un potente impulso: las ganas de lo novedoso, lo antihabitual. Las historias a que da paso ese resorte tienen ramificaciones muy distintas y nunca resultan inofensivas, porque la sombra o la ausencia presente de Bernardo las acompaña.

En su momento, las descripciones de los encuentros sexuales, contadas con fidelidad, detalle y sin velos mojigatos, en buena parte de la obra de Luis Zapata, perturbaron a algunos y llamaron poderosamente la atención. Con el tiempo (creo), lo más revelador de las novelas de Zapata es la capacidad de recrear las tensiones y vacilaciones, la sensibilidad y los anhelos de los personajes que tejen una tela de araña en la que se encuentran —a querer o no— atrapados.

La novela puede leerse como un muestrario de los celos, desconfianzas, debilidades, necesidades, dudas, capacidad de tolerancia, quimeras y frustraciones que son el halo que recubre las relaciones. Se trata de un tramado de sensibilidades y expectativas, de coincidencias y desencuentros, que hacen entrañable y aparatosamente difícil la convivencia.

El narrador tiene una fascinación especial —ya se apuntó— por el cine, la música y las consejas populares. Eso, junto con el espíritu juguetón que preside las historias y la erudición insuficientemente escondida, construye un relato al mismo tiempo sensible y profundo, cotorro y ameno.

Sin solemnidad paralizante ni humor primitivo, la novela despliega una mirada sagaz, recrea la complejidad de las relaciones y guarda una muy sana distancia irreverente con las propias pulsiones del autor.

Luis Zapata murió el 4 de noviembre de 2020. Léase lo anterior como una nota agradecida por su literatura.